Editorial El Nacional
Colocarse en el papel de niño malcriado, no para desafiar a la justicia estadounidense que con él no se está metiendo, sino para decirle que le importa un bledo que a sus generales se les acuse de traficar drogas, convierte a Nicolás Maduro en defensor de lo indefendible y promotor de un triste papel para Venezuela, a cuyo gobierno los medios, en lo adelante, antepondrán el prefijo narco.
Nuevamente y por obra y gracia del homenaje que se le ha rendido al general Reverol nombrándole ministro del poder popular para las Relaciones Interiores, Justicia y Paz –largísimo nombre para un despacho en el que han escaseado talento y escrúpulos– somos un país noticia, en la peor acepción de la palabra.
Hay quienes opinan, sin presentar pruebas fehacientes y de cierto peso, que el señor Maduro no gobierna sino que supuestamente se limita a instrumentar los dictados de un narcocomando, encabezado –según especulan– por un grupito de altos oficiales que controlan, por estar en posesión de expedientes sobre altos jerarcas del PSUV y FANB, la vida y milagros del país. Dicen que la extorsión y el chantaje no les son ajenos a este audaz grupo.
Lo cierto es que no los identifican con nombres y apellidos por lo que todo finaliza en una estela de chismes y rumores que judicialmente no comprometen a nadie y mucho menos al gobierno en su totalidad. Sin embargo, cuando este tipo de señalamiento llega del exterior y pruebas y testimonios son presentados por fiscales federales ante un juez ¡ay! las cosas se complican más de lo debido. Esto ha venido ocurriendo con una frecuencia inusitada por lo que no es despreciable que el señor Maduro medite con serenidad y discreción sus decisiones a la hora de efectuar los cambios en su gabinete ministerial.
El poder del Estado y sus derivaciones son armas que pueden ser utilizadas cuando las amenazas no logran amedrentar al contrario. Si alguien montado en esa poderosa ola advierte que no habrá referendo, pues, de seguro hará todo lo que esté a su alcance para que no se produzca. Quien así se atreve hablar al país supone que la burra es negra porque cree tener sus pelos en la mano. De lo contrario, estaría faroleando. Este lenguaje nada tiene que ver con el debate político.
En cualquier nación con una pizca de seriedad, una imputación como la que se ha hecho contra el ahora ministro Reverol y otros oficiales vinculados a un presunto cartel del narcotráfico, encendería las alarmas de los órganos judiciales y de inteligencia, y motivaría una averiguación. En fin de cuentas que la acusación provenga de un país al que, por razones ideológicas, se pretende descalificar en su totalidad tachándolo de imperio, no es alegato suficiente para desecharla.
En cualquier país con un mínimo de sindéresis, una inculpación de tan grueso calibre comportaría la renuncia del incriminado a cualquier cargo público, al menos mientras se demuestra su inocencia.
Pero Venezuela no es hoy una nación. Es una morisqueta de república en la que se premia la sospecha y se recompensa la mala conducta en nombre de una dignidad de la que carecen quienes la gobiernan.
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