JEAN MANINAT | EL UNIVERSAL
viernes 12 de octubre de 2012 12:00 AM
A estas alturas de la resaca es mucho lo que se ha escrito, discutido o declarado en los medios de comunicación sobre las causas de la derrota electoral del 7-O. Han sido atisbos para tratar de entender lo sucedido. La gran mayoría: ráfagas lúcidas, pausadas, inteligentes, tramitadas desde el pecho, allí donde más perturba lo sucedido.
Pero ya los flagelantes locales comenzaron su procesión. Tienen la curiosa costumbre de utilizar el látigo en espaldas ajenas. Nunca en carne propia, como requiere el martirio de la expiación. Siempre prestos para identificar errores en los otros, azuzarlos en el aire, y derrumbar entusiasmos.
Descubren por enésima vez el agua tibia y la quieren vender como recién oxigenada.
Es verdad que la oposición venezolana se enfrentó a una poderosa maquinaria oficial desde el primer día de la campaña, y aún antes. La existencia de esta maquinaria, groseramente engrasada con el erario público, era y es, un dato que forma parte de la realidad política actual en nuestro país. Y seguirá siendo un componente obligado de cualquier estrategia futura. No hay asombro posible.
Confrontarla es, ciertamente, la historia de David y Goliat: de la lucha contra Pérez Jiménez sostenida por un puñado de partidos con sus líderes presos, en el exilio, o en la clandestinidad. De los lúgubres años del reinado comunista, en buena parte del planeta, y la valiente y peligrosa labor de hormiga de los disidentes para oponerse. De la dura lucha de los demócratas chilenos contra la dictadura de Pinochet. De Mandela pagando cárcel y la libertad incubándose en el barrio de Soweto. De los millones de venezolanos opositores que salieron a votar contra viento y marea oficialista.
Es una tarea dura, qué duda cabe. No hay remilgos sino asumirla, porque los tiempos de la lucha democrática son insondables. Y sí no, preguntemos por allí, en los libros de historia.
En política sí hay sustituto para la victoria: no dejarse derrotar anímicamente. Avanzar copando espacios, ocupar las "casamatas de la sociedad civil" de las que nos habló Antonio Gramsci. La "victoria" es la amalgama de esfuerzos permanentes, de triunfos progresivos, de equivocaciones y aciertos, de congregar voluntades diversas, de euforia y desencanto, de lucidez en la derrota y tranquilidad en el triunfo. Es transitar un camino poblado de obstáculos, precipicios, deslaves, hasta lograr lo que se persigue. ¡Qué sabroso sería no tener que recorrerlo y triunfar gracias al soplo magistral de una hada madrina!
No sé mucho de beisbol y nada de dominó. Pero entiendo que el juego no se termina hasta que termina, y la cochina no se ahorca. De manera tal que creo que cantar ¡fraude! es la mejor manera de claudicar. No podemos creer en el sistema electoral hasta las cuatro de la tarde del día de las elecciones y denostarlo cuando aterrizan los resultados que no nos favorecen. Más de seis millones de votos opositores fueron contabilizados, inspeccionados, y avalados, por todos. No es poca cosa.
Es una fuerza potente, articulada bajo el fuego cerrado del ventajismo oficial. Allí está, dolida, ciertamente, pero con otra gran tarea por delante en pocas semanas: mantener y ganar gobernaciones. Ese es el nuevo y cercano desafío. No cometamos, otra vez, la inmensa estupidez de desinflarla.
La saga de Henrique Capriles Radonski nos devolvió el entusiasmo por construir otra Venezuela. Una parte muy significativa de nuestros conciudadanos, creen, todavía, en el proyecto oficial y así lo han expresado electoralmente. Nos corresponde convencerlos de nuestras razones. Es la ardua tarea de todo demócrata. El esfuerzo que hizo Capriles merece algo más que rabietas, lloriqueos y entreguismo.
Tendremos, ciertamente, que reflexionar e indagar en las fallas. Pero también en los aciertos, que no son pocos, de quienes han asumido la primera línea de esta empresa. Mientras tanto, sugiero que pongamos en cuarentena al flautista de Hamelín de los exit polls. A la tardía hora de las chiquitas no conviene seguirlo hasta el despeñadero de la inacción.
"El juego no se termina hasta que termina" sostenía el guante más ocurrente de la historia. Eso me dicen mis panas, mujeres y hombres, que a Dios gracias sí saben de pelota caribe.
Pero ya los flagelantes locales comenzaron su procesión. Tienen la curiosa costumbre de utilizar el látigo en espaldas ajenas. Nunca en carne propia, como requiere el martirio de la expiación. Siempre prestos para identificar errores en los otros, azuzarlos en el aire, y derrumbar entusiasmos.
Descubren por enésima vez el agua tibia y la quieren vender como recién oxigenada.
Es verdad que la oposición venezolana se enfrentó a una poderosa maquinaria oficial desde el primer día de la campaña, y aún antes. La existencia de esta maquinaria, groseramente engrasada con el erario público, era y es, un dato que forma parte de la realidad política actual en nuestro país. Y seguirá siendo un componente obligado de cualquier estrategia futura. No hay asombro posible.
Confrontarla es, ciertamente, la historia de David y Goliat: de la lucha contra Pérez Jiménez sostenida por un puñado de partidos con sus líderes presos, en el exilio, o en la clandestinidad. De los lúgubres años del reinado comunista, en buena parte del planeta, y la valiente y peligrosa labor de hormiga de los disidentes para oponerse. De la dura lucha de los demócratas chilenos contra la dictadura de Pinochet. De Mandela pagando cárcel y la libertad incubándose en el barrio de Soweto. De los millones de venezolanos opositores que salieron a votar contra viento y marea oficialista.
Es una tarea dura, qué duda cabe. No hay remilgos sino asumirla, porque los tiempos de la lucha democrática son insondables. Y sí no, preguntemos por allí, en los libros de historia.
En política sí hay sustituto para la victoria: no dejarse derrotar anímicamente. Avanzar copando espacios, ocupar las "casamatas de la sociedad civil" de las que nos habló Antonio Gramsci. La "victoria" es la amalgama de esfuerzos permanentes, de triunfos progresivos, de equivocaciones y aciertos, de congregar voluntades diversas, de euforia y desencanto, de lucidez en la derrota y tranquilidad en el triunfo. Es transitar un camino poblado de obstáculos, precipicios, deslaves, hasta lograr lo que se persigue. ¡Qué sabroso sería no tener que recorrerlo y triunfar gracias al soplo magistral de una hada madrina!
No sé mucho de beisbol y nada de dominó. Pero entiendo que el juego no se termina hasta que termina, y la cochina no se ahorca. De manera tal que creo que cantar ¡fraude! es la mejor manera de claudicar. No podemos creer en el sistema electoral hasta las cuatro de la tarde del día de las elecciones y denostarlo cuando aterrizan los resultados que no nos favorecen. Más de seis millones de votos opositores fueron contabilizados, inspeccionados, y avalados, por todos. No es poca cosa.
Es una fuerza potente, articulada bajo el fuego cerrado del ventajismo oficial. Allí está, dolida, ciertamente, pero con otra gran tarea por delante en pocas semanas: mantener y ganar gobernaciones. Ese es el nuevo y cercano desafío. No cometamos, otra vez, la inmensa estupidez de desinflarla.
La saga de Henrique Capriles Radonski nos devolvió el entusiasmo por construir otra Venezuela. Una parte muy significativa de nuestros conciudadanos, creen, todavía, en el proyecto oficial y así lo han expresado electoralmente. Nos corresponde convencerlos de nuestras razones. Es la ardua tarea de todo demócrata. El esfuerzo que hizo Capriles merece algo más que rabietas, lloriqueos y entreguismo.
Tendremos, ciertamente, que reflexionar e indagar en las fallas. Pero también en los aciertos, que no son pocos, de quienes han asumido la primera línea de esta empresa. Mientras tanto, sugiero que pongamos en cuarentena al flautista de Hamelín de los exit polls. A la tardía hora de las chiquitas no conviene seguirlo hasta el despeñadero de la inacción.
"El juego no se termina hasta que termina" sostenía el guante más ocurrente de la historia. Eso me dicen mis panas, mujeres y hombres, que a Dios gracias sí saben de pelota caribe.
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