ASDRÚBAL AGUIAR | EL UNIVERSAL
martes 4 de diciembre de 2012 12:00 AM
La afirmación de Alberto Arteaga, el más acabado de nuestros penalistas, señalando que la fiscal general tiene el deber de investigar la violación de la integridad personal que sufre la juez María Lourdes Afiuni bajo privación de libertad, no reclama agregados. Es un axioma.
Las argumentaciones en contra proferidas por la misma fiscal -que recuerdan sus omisiones para investigar tanto los delitos de su antecesor, Julián Isaías Rodríguez Díaz, relacionados con el asesinato del fiscal Danilo Anderson, como el tráfico ilícito de una maleta "oficial" de dinero destinada a favorecer la candidatura de la hoy presidenta de Argentina, o bien los vínculos con el narcotráfico que se le imputan a altos miembros del estamento militar apenas refuerzan una máxima de la experiencia. No da paso ni toma decisión alguna que no sea bajo instrucciones del constituyente perpetuo de Venezuela, Hugo Chávez Frías. No por azar la otra dama del poder, la presidenta del Tribunal Supremo, hace tesis judicial del credo de sus colegas. ¡Dentro del socialismo todo vale, fuera de él nada!
No permitirá la fiscal, por lo mismo, que sus investigaciones toquen los "intereses" del régimen al que sirve. Es vano demandarle servir a la ley, pues la confunda con el mismo Comandante Presidente.
Pero el registro de cuanto ocurre en el curso de los años de "revolución", signados por mutaciones constitucionales y legales orientadas a hacer decir a las normas lo que no dicen, en modo de asegurar la impunidad de los afectos al proceso y castigar implacablemente a sus disidentes, se hace necesario, para el día después. Ese llega y le llega a todos los gobernantes por poderosos que se crean y en razón de la anacyclosis a que está sujeta la historia de los pueblos: Todo nace, todo crece, todo muere.
Venezuela, en mudanza al cabo de cada ciclo generacional -entre 25 y 30 años- no es la excepción. El todopoderoso Napoleón Bonaparte termina sus días en medio del océano y en una solitaria isla a la que no llega murmullo humano alguno: Santa Helena. De modo que, quiéralo o no, le llegará su hora a la fiscal y los suyos. Habrán de rendir cuentas. A buen seguro recitarán de memoria, en sus horas nonas, el catecismo de los derechos, la Convención Americana de Derechos Humanos que tanto desprecia y le niegan en su valor a Afiuni.
El Estado -léase el Presidente, de quien dependen las cárceles; la fiscal que debe velar y hacer valer la autoridad de la ley dentro de las mismas; y la inodora defensora del pueblo, que ha de cuidar de los derechos humanos de los privados de libertad- tiene la obligación de respetar tales derechos y garantizarlos. Mal puede excusarse en la falta de ley o su ineficiencia, menos puede escudarse tras el consentimiento o la omisión -si fuere el caso, en su indefensión y bajo la presión de los miedos -que haya dado cualquier víctima de graves violaciones a su dignidad humana.
Los actos de violencia y esclavitud sexual a los que se ve sometida Afiuni -crímenes de lesa humanidad e imprescriptibles- son obra y responsabilidad, pues, de quien tiene la obligación de cuidar y proteger a quienes permanecen bajo reclusión, el Palacio de Miraflores. El Ministerio Público es responsable de dicha violación por omitir sus deberes de investigación y persecución penal, y coadyuva a tales actos execrables la propia Defensoría del Pueblo, al callar y no acompañar como debe a la víctima. Los derechos, en suma, los viola el Estado a través de sus órganos, cuando estos y aquel actúan irrespetándolos. Los violan, asimismo, al permitir que mermen sus garantías o impedir que se desplieguen a cabalidad.
Los crímenes contra el género humano tienen como ejecutores materiales a muchos operadores estatales: policías, soldados; pero los primeros responsables y quienes son juzgados en primera línea por dichos crímenes son los titulares de los poderes del Estado; esos quienes, de concierto, propician políticas sistemáticas o generalizadas de persecución de disidentes o adversarios, que concluyen en actos monstruosos como los que padece la juez del relato. Y eso cabe recordárselo a la fiscal.
De nada valen los atropellos que prodigan los gobernantes quienes a lo largo de la historia son vehículos para el aposento del mal absoluto. Ni que desafíen al Derecho o denuncien las obligaciones internacionales que éste les impone. Se trata de desplantes que poco cuentan cuando les llega el día del juicio. Eso lo saben los nazis, y lo viven en carne propia los jerarcas de los regímenes militares latinoamericanos. La maldad nunca prescribe y sus autores jamás pueden escapar cuando las víctimas de sus crueldades se deciden a hacer valer sus derechos a la verdad, la justicia, y la reparación.
Las argumentaciones en contra proferidas por la misma fiscal -que recuerdan sus omisiones para investigar tanto los delitos de su antecesor, Julián Isaías Rodríguez Díaz, relacionados con el asesinato del fiscal Danilo Anderson, como el tráfico ilícito de una maleta "oficial" de dinero destinada a favorecer la candidatura de la hoy presidenta de Argentina, o bien los vínculos con el narcotráfico que se le imputan a altos miembros del estamento militar apenas refuerzan una máxima de la experiencia. No da paso ni toma decisión alguna que no sea bajo instrucciones del constituyente perpetuo de Venezuela, Hugo Chávez Frías. No por azar la otra dama del poder, la presidenta del Tribunal Supremo, hace tesis judicial del credo de sus colegas. ¡Dentro del socialismo todo vale, fuera de él nada!
No permitirá la fiscal, por lo mismo, que sus investigaciones toquen los "intereses" del régimen al que sirve. Es vano demandarle servir a la ley, pues la confunda con el mismo Comandante Presidente.
Pero el registro de cuanto ocurre en el curso de los años de "revolución", signados por mutaciones constitucionales y legales orientadas a hacer decir a las normas lo que no dicen, en modo de asegurar la impunidad de los afectos al proceso y castigar implacablemente a sus disidentes, se hace necesario, para el día después. Ese llega y le llega a todos los gobernantes por poderosos que se crean y en razón de la anacyclosis a que está sujeta la historia de los pueblos: Todo nace, todo crece, todo muere.
Venezuela, en mudanza al cabo de cada ciclo generacional -entre 25 y 30 años- no es la excepción. El todopoderoso Napoleón Bonaparte termina sus días en medio del océano y en una solitaria isla a la que no llega murmullo humano alguno: Santa Helena. De modo que, quiéralo o no, le llegará su hora a la fiscal y los suyos. Habrán de rendir cuentas. A buen seguro recitarán de memoria, en sus horas nonas, el catecismo de los derechos, la Convención Americana de Derechos Humanos que tanto desprecia y le niegan en su valor a Afiuni.
El Estado -léase el Presidente, de quien dependen las cárceles; la fiscal que debe velar y hacer valer la autoridad de la ley dentro de las mismas; y la inodora defensora del pueblo, que ha de cuidar de los derechos humanos de los privados de libertad- tiene la obligación de respetar tales derechos y garantizarlos. Mal puede excusarse en la falta de ley o su ineficiencia, menos puede escudarse tras el consentimiento o la omisión -si fuere el caso, en su indefensión y bajo la presión de los miedos -que haya dado cualquier víctima de graves violaciones a su dignidad humana.
Los actos de violencia y esclavitud sexual a los que se ve sometida Afiuni -crímenes de lesa humanidad e imprescriptibles- son obra y responsabilidad, pues, de quien tiene la obligación de cuidar y proteger a quienes permanecen bajo reclusión, el Palacio de Miraflores. El Ministerio Público es responsable de dicha violación por omitir sus deberes de investigación y persecución penal, y coadyuva a tales actos execrables la propia Defensoría del Pueblo, al callar y no acompañar como debe a la víctima. Los derechos, en suma, los viola el Estado a través de sus órganos, cuando estos y aquel actúan irrespetándolos. Los violan, asimismo, al permitir que mermen sus garantías o impedir que se desplieguen a cabalidad.
Los crímenes contra el género humano tienen como ejecutores materiales a muchos operadores estatales: policías, soldados; pero los primeros responsables y quienes son juzgados en primera línea por dichos crímenes son los titulares de los poderes del Estado; esos quienes, de concierto, propician políticas sistemáticas o generalizadas de persecución de disidentes o adversarios, que concluyen en actos monstruosos como los que padece la juez del relato. Y eso cabe recordárselo a la fiscal.
De nada valen los atropellos que prodigan los gobernantes quienes a lo largo de la historia son vehículos para el aposento del mal absoluto. Ni que desafíen al Derecho o denuncien las obligaciones internacionales que éste les impone. Se trata de desplantes que poco cuentan cuando les llega el día del juicio. Eso lo saben los nazis, y lo viven en carne propia los jerarcas de los regímenes militares latinoamericanos. La maldad nunca prescribe y sus autores jamás pueden escapar cuando las víctimas de sus crueldades se deciden a hacer valer sus derechos a la verdad, la justicia, y la reparación.
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