El término está en las portadas de los periódicos.
Describe a la vasta mayoría de los gobiernos latinoamericanos. Sin duda que el
virus en cuestión no es exclusivo de esta parte del mundo, pero la variedad
endémica parecería ser resistente y estar en fase de propagación. Es materia de
la epidemiología, y también sucede en la salud pública: los gobiernos que
niegan la existencia del mal, al mismo tiempo, se presentan como los campeones
de la lucha contra el mismo; en este caso, la tan maldita corrupción.
El
problema no son solo las actividades criminales, que no son escasas, sino
también la reproducción de conductas que ni siquiera se consideran ilegítimas,
mucho menos delictivas. Es que, además de afectar el uso de los recursos
públicos, esta epidemia ha modificado el marco cognitivo de la elite política
latinoamericana. La noción de conflicto de interés, por ejemplo, les es ajena,
tanto como la de tráfico de influencias. La corrupción se ha naturalizado, y la
línea que separa la legalidad de la ilegalidad se ha hecho flexible y porosa.
Quienes ocupan las alturas del poder se han eximido a sí mismos de la terrenal
obligación de rendir cuentas, de responder por los actos de gobierno. Con el
contagio se ha generalizado la impunidad.
Los
gobiernos que niegan la existencia del mal, al mismo tiempo se presentan como
los campeones de la lucha contra el mismo; en este caso, la tan maldita
corrupción
En
Venezuela, las cuentas de funcionarios en bancos de Suiza y de Andorra, y las
cifras de las mismas, son leyenda. Representan varios puntos del producto
interno. Cualquier denuncia al respecto es traducida por el aparato oficial de
propaganda como una conspiración desestabilizadora. Por una vez tienen razón:
la información pública sobre corrupción a veces puede generar inestabilidad
política.
En
Argentina, el oficialismo y sus testaferros acumulan decenas de denuncias por
cuentas sin justificación, lavado y negocios ilegales diversos. El rechazo del
gobierno a esas acusaciones es sistemático, como también lo es, año tras año,
el aumento patrimonial que se ve en las propias declaraciones de impuestos de
sus más encumbrados funcionarios. La disonancia legal es producto de la
disonancia cognitiva, precisamente, la que se deriva del hecho que todos ellos
se han enriquecido siendo funcionarios públicos. Difícil de explicar, pero
ninguno se ruboriza.
La corrupción se ha
naturalizado, y la línea que separa la legalidad de la ilegalidad se ha hecho
flexible y porosa
En
México, el gobierno ha castigado por corrupción a más de cien funcionarios en
los últimos dos años con multas de más de 22 millones de dólares. Benigna la
pena, multa en vez de cárcel, no obstante, nadie pagó un dólar. Ello subraya un
problema más de fondo. Es difícil que un gobierno corrupto imponga sanciones
por corrupción y que las mismas se cumplan. El presidente combate a la
corrupción en su discurso mientras su esposa y su Secretario de Hacienda tratan
de explicar la compra de sus casas a un favorecido contratista del gobierno,
quien también les otorgó la hipoteca.
En
Brasil, el caso Petrobras revela la profundidad de la corrupción dentro del
aparato del Estado y del partido de gobierno. La información habla de pérdidas
por 2.000 millones de dólares solo por corrupción y describe un
institucionalizado sistema de dineros mal habidos, diseñado para concluir en
las arcas del PT. El círculo completo, esos dineros se usaron para financiar
campañas electorales y comprar votos de diputados en el Congreso, el caso
Mensalão. Así se construyó una aceitada maquinaria financiera para la
perpetuación en el poder.
Fuera
del poder, los riesgos son demasiado altos para los líderes del partido de la
corrupción
Hasta
Chile, cuya elite política pensaba estar inmunizada contra la corrupción y
otras enfermedades tropicales de la región, parece haberse contagiado. Al
financiamiento irregular de los partidos y sus dirigentes, debe agregarse el
escándalo que involucró a la nuera de la propia Presidente. Su relación con la
entonces Presidente electa le permitió acceder a información privilegiada sobre
inminentes cambios en la regulación del uso del suelo y a un crédito bancario
para una firma sin trayectoria ni colateral. El negocio especulativo de
compraventa de tierras le reportó una utilidad de más de 3 millones de dólares.
En su primera reacción, Bachelet tuvo la poca fortuna de considerarlo un
negocio entre privados, lo cual afectó severamente su índice de aprobación.
Curiosamente,
en la academia, una primera generación de estudios minimizaba el problema de la
corrupción, considerándola un mecanismo benigno que servía para modernizar la
burocracia, una esencial tarea de construcción estatal siempre inconclusa en el
mundo en desarrollo. Una segunda generación, sin embargo, destacó las pérdidas
de eficiencia en sociedades con alta corrupción, postergando el desarrollo
económico y social, y además creando, en el largo plazo, una dinámica
especialmente tóxica para el capital social y la credibilidad de las
instituciones democráticas.
América
Latina se halla en este último escenario, pero también necesita una tercera
generación de estudios. Ella deberá dar cuenta de la constitución de un nuevo
tipo de régimen político, en el que la corrupción es, justamente, el componente
central de la dominación. En países donde los partidos políticos se han
debilitado y fragmentado, además de haber perdido la confianza de la sociedad,
la corrupción los está reemplazando. La corrupción cumple las funciones básicas
de la política: seleccionar dirigentes, organizar la competencia electoral y
ejercer la representación—¡y el esencial control!—territorial. Esta es la nueva forma de la política en la
postdemocracia.
Claro que este nuevo régimen es
de partido único, ya que se basa en la perpetuación. Ello no es por ideología sino por
supervivencia. Fuera del poder, los riesgos son demasiado altos para los
líderes del partido de la corrupción. Hasta ahora, los recursos y la retórica
les han funcionado y siguen en el poder, pero ello no será eterno. Entonces, el
gran desafío de América Latina será quitarle la política a la corrupción para
poder reconstruir la democracia.
Vía El País. España
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