LEANDRO AREA
Para los
venezolanos, el exilio es sinónimo de calamidad personal, familiar, social y
política. Presuntamente voluntario, lo es casi siempre forzado. Su
especificidad reside en que no es tan solo cuestión de economías o dineros,
aunque a decir verdad aquí el gobierno tiene confiscado todo bien incluyendo
las posibilidades de progreso; no obedece, en apariencia, a guerra declarada,
aunque claro que lo es; tampoco pinta a exclusión o persecución por raza,
religión, credo político, a pesar de ser lo que más se le antoja.
Si fuera
por impericia gubernamental nada más, pero es sobre todo la maldad lo que
supera nuestros límites, la pestilencia de tanta descomposición macerada en el
espíritu durante años la que crea esa conmoción de zozobra, de asedio, de
secuestro social y de hartazgo que inducen a la desesperanza o a la rabia del
que siente se ahoga en el desasosiego de los días que se repiten sin fecha de
expiración previsible y requiere, desesperadamente, de una bocanada de
auxilio.
Lo
demencial del éxodo venezolano es la sevicia en la que se regodean y la
impunidad con la que lo ejecutan sus causantes, que en definitiva lo que
quieren es un país sin gente, un lugar sin nadie sino de ellos propio donde
hacer y deshacer, aún más, lo que les viene en gana sin importarles ni pizca ni
tampoco la opinión de la comunidad internacional, siempre ella tan allá a lo
lejos, zigzagueante y respingada, que les importa un bledo.
Aquí y a
la vista de todos se lleva a cabo ese plan desfasado de isla que a juro se
repita, de autobloqueo, de dictadura electoral para delinquir legítimamente más
aún y a sus anchas, mientras las vidas de los demás, los derechos humanos los
llaman, se avasallan, encojen y marchitan dentro de un caracol proscrito de
chivos expiatorios.
La
particularidad de nuestra migración colectiva es que los que nos quedamos
dentro padecemos de exilio interior que es la epidemia inoculada desde el poder
que ha echado raíz en nuestros estrujados corazones cotidianos cuya
sensibilidad se ha aguzado para la autoprotección y la agresividad antes que
para la construcción y la bondad.
Compartir
en estas circunstancias es verbo exclusivo para con los íntimos si acaso.
Dialogar, un tesoro inaudible. Los desacuerdos y la indiferencia reverdecen,
porque el diccionario de nuestro común sentido flota en una charca de
desencuentros y de desconfianzas, y así no nos convoca el semejante que éramos.
Mala
yerba esa la de maltratar al otro. Peste humana con historial bíblico
capaz de invadir por todos los resquicios tanto a los que se van como a los que
se quedan. Sombra que te acorrala esa la de los atropellos, mientras tú
empequeñeces de frustración, melancolía o furia, y te distancias de tu centro,
de tu orgullo, de la savia que daba vida a lo que fuiste, del pezón originario,
de tu pertenencia, tu reconocimiento y estima, tu memoria, tu espejo, tu
destino en la tierra.
Las
razones del éxodo son siempre invasivas, depredadoras y excluyentes. La
persecución como arma política tiránica supone más de un rostro y miles de
antifaces. Se teje y ejecuta a través de insospechados trámites y
consentimientos, siempre conexos a jaurías y a jaulas, a ejecutores y a
ejecutados, al desprecio. En estas condiciones hay transporte de sobra para las
despedidas.
Vía El Nacional
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