El discurso del
presidente Maduro es uno de los más rudimentarios que haya pronunciado jamás un
jefe del Estado en Venezuela, uno de los más lampiños en materia de argumentos
y propuestas. Parecido al de Chávez, pero sin recursos histriónicos y sin imán
capaz de atraer a los destinatarios, es una muestra de indigencia que llama la
atención por su persistencia, es decir, porque ninguno de sus asesores le haya
aconsejado la necesidad de meter más carne en el asador, más consistencia de
vez en cuando, para que las palabras machacadas sin cesar no lleguen a los
extremos de la inopia.
Pero no se quiere
afirmar aquí que el orador no esté en capacidad de ofrecer presentaciones
adecuadas cuando se encuentra frente a los micrófonos, ni que viva rodeado de
adjuntos sin talento para descubrir las debilidades de su oratoria. Todo lo
contrario. Estamos frente a una anemia pensada de antemano y resistida a
recibir vitaminas, ante un raquitismo que se regodea en su flaqueza porque de
ella depende la fortuna del predicador y la permanencia del régimen que
representa. Ahora es más evidente que en el pasado próximo porque la verborrea
muestra unas goteras que supo disimular el demagogo anterior, pródigo en
truculencias y tocado por la sensibilidad de las ferias pueblerinas, pero
estamos ante la continuación de una manera de comunicar cuyo objetivo uno y
único impide la densidad de lo que a duras penas se trasmite.
El propósito del
discurso es el de los catecismos religiosos de la antigüedad: pregonar la
pureza de un credo y la maldad de quienes se le oponen, dentro y fuera del
contorno. No hay otra meta y, por lo tanto, rara vez admitirá la alternativa de
una novedad, o los juegos sonoros con los cuales se regocijaban y calentaban al
auditorio los tribunos memorables que hemos tenido a través de la historia. Así
como abunda en bendiciones repartidas entre los seguidores de la única fe
verdadera, es generoso en insultos contra los enemigos de la ortodoxia. Ellos
son, a fin de cuentas, como los herejes o los pecadores de la Edad Media
enfrentados a la enseñanza del pontífice. Nadie va a escuchar a Maduro para
llevarse algo que pueda sorprender, o para comentar después los alardes de un
político capaz de deslumbrar con el anzuelo de sus recursos, sino solo para
recibir la lección preparada para una grey disciplinada y crédula. De eso se
trata, en términos absolutos, y no pocos se acostumbran a un aburrimiento así
de gigantesco.
El catecismo es la
realidad, y la reproducción de la realidad depende necesariamente del dictamen
de la cartilla inamovible. Solo suceden las cosas admitidas por el cuaderno de
rudimentos y desembuchadas por el repetidor. Pueden sobrevenir sucesos que se
salen del monótono cauce, pero son accidentes indeseables, o fantasías sin
asidero que se deben eliminar para protección de la ortodoxia. Puede
aparecer la disidencia, pero se debe expurgar como criatura del Maligno. Si ya
las ideas, o lo que se considera como ideas, se han presentado en el apostolado
original, no hay que devanarse los sesos sino para preservarlas sin variación,
o con retoques que tapen sus insuficiencias o les den respiración artificial
hasta la consumación de los siglos.
Porque es un discurso
para la explicación de cualquier fenómeno, para el entendimiento del pasado y
para anunciar lo que aún no sucede, para descifrar con meridiana claridad lo
que ocurre entre nosotros y en la Malasia oriental, para la actualidad y
para un futuro sin conclusión, para 2015 y para épocas venideras, para
ocultamiento de las oscuridades del día y para la fábrica de una tiempo dorado
que todavía no tiene fecha de presentación, conforme a como lo pensó su
promotor y según lo divulga el arcipreste de la actualidad. Ni siquiera el
discurso de la Independencia tuvo tal pretensión de infinitud, mucho menos las
voces de la federación o las de la democracia representativa. Los que piensan
en el fin de la “revolución”, pero también quienes consideran la búsqueda
de una transición de naturaleza política como empresa accesible, deben
detenerse en la borrachera de unas palabras que, pese a su vaciedad, tienen
planes para sonar en los oídos de nuestros bisnietos.
Vía El Nacional
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