Anibal Romero
Es su más reciente edición, la revista Timeelaboró una lista
de las “cien personas más influyentes del mundo”. Esta curiosa compilación, que
divide a los allí mencionados según diversos criterios, incluye desde Kim
Kardashian hasta el papa Francisco, pasando por Barack Obama y el tirano
coreano Kim Jong-un, entre otros. Lo que más sorprende de semejante lista de
nombres es la presencia de Raúl Castro, entre los personajes que según Time merecen
ser distinguidos dentro de la categoría de “líderes” del mundo actual.
¿Por qué?, cabe preguntarse. Raúl Castro se encuentra al frente del
aparato despótico más longevo de América y encabeza los restos de una
revolución que, siendo caritativos, constituye el fracaso más patente en la
historia moderna de la región. La Cuba que Raúl y Fidel Castro contemplan en
las etapas finales de sus vidas es una sociedad postrada, resultado del
sacrificio estéril de varias generaciones, persiguiendo quimeras sin destino y
aventuras sin rumbo. Cuba no es ejemplo de nada para nadie, excepto, desde
luego, cierta izquierda que preserva en sus corazones un recóndito espacio para
los sueños inútiles y los resentimientos que genera la ruina ideológica.
Entonces, ¿por qué la revista Time suma el nombre de
Raúl Castro a su lista? ¿En qué sentido es influyente este personaje tan astuto
como sarcástico? ¿Qué nos dice su inclusión acerca de los rasgos psicológicos e
ideológicos dominantes en lo que Vargas Llosa ha denominado “la cultura del
espectáculo”, tan extendida en nuestros días?
La reciente Cumbre de las Américas en Panamá proporciona una ilustración
elocuente de la confusión entre lo sustantivo y lo simbólico, que aqueja a
buena parte de los análisis de la actual situación internacional. Desde el
punto de vista sustantivo, Washington logró dos objetivos concretos que
perseguía: en primer término, contribuir a estabilizar el régimen cubano ante
los peligros que emanan del desastre venezolano. En segundo lugar, darles la
oportunidad, tanto a los Castro como a sus súbditos en Venezuela, para que
busquen una vía de entendimiento con la oposición “oficial” y sectores
económicos privados, de modo de evitar en lo posible una crisis terminal
prematura (según la óptica del Departamento de Estado), encaminando la cada día
más avasallante anarquía interna dentro de los cauces “constitucionales” que tanto
agradan a los estadounidenses, aunque todos sepamos que la Constitución
chavista no vale siquiera el papel en que está impresa.
Obama no fue a Panamá a hacer gestos corteses ni obras de beneficencia,
sino a resguardar al Estado de Florida frente a la probabilidad de una
afluencia masiva de cubanos desesperados, escapando como sea de la isla ante un
proceso de desestabilización agudo y acelerado, que podría tener lugar a raíz
del impacto del creciente caos venezolano. Ello sin excluir, desde luego, los fuegos
artificiales destinados a dar a la prensa globalizada, contaminada a fondo por
la “corrección política”, elementos para exaltar a Obama como una mezcla de
Metternich, Talleyrand y Bismarck, que “puso fin a la Guerra Fría en el
Caribe”.
La Guerra Fría terminó con la demolición del Muro de Berlín y el fin de
la Unión Soviética. Cuba solo tuvo importancia estratégica mientras las
superpotencias capitalista y comunista competían entre sí. Lo que se logró en
Panamá fue decretar la impunidad de los Castro. Los cubanos no hicieron ni han
hecho concesión alguna de importancia sustancial, y el Departamento de Estado
ha enfatizado que Estados Unidos no busca un “cambio de régimen” en la isla.
Eso es lo clave. Con relación a Venezuela, como dije, a Maduro y su gente se
les abre la opción, respaldada por Washington y posiblemente, paso a paso, por
La Habana, de negociar arreglos de estabilización política y cambios económicos
que les permitan salir del foso en que se han metido, y avanzar con el apoyo de
la oposición “oficial” hacia las salidas electorales, así sean una farsa tanto
en Cuba como en Venezuela.
Raúl Castro fue acogido como un irreprochable y distinguido caballero en
Panamá. Las fibras mentales de izquierda que persisten en Rousseff, Kirchner,
Correa, Bachelet (o su representante), Maduro, Morales y el resto vibraron ante
la presencia de un símbolo. ¿Un símbolo de qué? ¿Qué se dijo acerca
de la permanencia de la cruel dictadura en la Cuba castrista? ¿En qué quedan
las decenas de miles de muertos en África, en las montañas de Suramérica, o
huyendo de la opresión en el Caribe, en los incontables delirios sangrientos de
una revolución que ha significado primordialmente hambre, dolor, expoliaciones,
exilios, odio y muerte? Raúl Castro es únicamente símbolo del fracaso de la
izquierda latinoamericana, aunque esta última ni se percate de ello.
Numerosos y presuntos expertos han perdido de vista los aspectos
sustantivos de la política, tal y como se tramitaron en Panamá, distrayéndose
en su lugar con el imaginario de una revolución deleznable, a lo que se añade
la sumisión intelectual ante la figura de Obama, cuyos presuntos logros son
siempre sacados fuera de proporción por una prensa mentalmente doblegada, cuyo
sentido crítico se vuelve gelatina al tratarse de un presidente de color, y
además de izquierda.
En cuanto a Raúl Castro, solo cabe suponer su complacencia al verse
rodeado de tantos ilusos e ingenuos, y también de cínicos y aprovechadores como
él, no pocos de los cuales agitaron banderitas cubanas en su juventud y aún
otorgan a los Castro galardones por su “heroísmo antimperialista”. De paso,
Raúl Castro debió sentirse halagado, a pesar de todo, al observar los
tragicómicos disparates de Maduro, un militante de izquierda radical formado y
entrenado en La Habana, a quien seguramente contempla con la condescendencia de
un padre hacia un hijo atolondrado pero siempre obediente.
Por su parte Fidel Castro,
en la soledad de la almohada, seguramente reconoce que su revolución es un
irremediable fracaso. ¿Pero qué importa? En el plano de los símbolos políticos
el engaño y la fantasía siguen funcionando. Él y su hermano han controlado Cuba
con mano de hierro por más de cinco décadas, y todavía reciben las respetuosas
genuflexiones de incontables latinoamericanos, encantados con sus recuerdos
sobre “¡Cuba sí, yanquis no!”. Nadie les pide y aparentemente tampoco se les
pedirán cuentas a los Castro por los crímenes cometidos. El olvido y la
impunidad son ahora el nombre del juego. Washington anda en eso, también con
respecto a Venezuela, con la ayuda de la oposición “oficial”. Olvido,
impunidad, pactos bajo la mesa, negociaciones a escondidas, consensos
sustentados en la desmemoria. No veo razón por la cual Fidel Castro no deba
esbozar una sonrisa
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