El uruguayo Eduardo Galeano dedicó su obra a
mitificar América Latina. El venezolano Carlos Rangel realizó la tarea inversa,
la de convencer con argumentos a un público que prefería que le contaran poemas
Este 2015
es el año de la muerte del uruguayo Eduardo Galeano, uno de los clérigos (en el
sentido medieval) de la izquierda latinoamericana y el año en que cumple 40
primaveras la obra maestra del liberal venezolano Carlos Rangel: Del
buen salvaje al buen revolucionario. Aunque el pensamiento político de
Galeano empapa toda su obra (era capaz de ver un acto antiimperialista en un
regate de Messi) y el tercer volumen de Memoria del fuego, la
incendia, su libro quintaesencial fue Las venas abiertas de América
Latina. Lo publicó en 1971. Rangel publicó su obra cumbre cuatro años
después. Carecía de la vena poética de Galeano, pero tenía un conocimiento de
otras disciplinas que dieron a su aparato intelectual mayor solvencia y
capacidad para interpretar la realidad.
Galeano
dedicó su vida a mitificar América Latina (qué apropiado que la primera parte
de Memoria del fuego fuese una colección de mitos
fundacionales, algunos bellos). Rangel, que se suicidó a los 58 años, dedicó la
suya a desmitificarla.
Galeano tuvo a su servicio el aparato divulgador y
protector de la izquierda, un juggernautpropagandístico. Rangel
tuvo en contra a esa misma potencia sin el beneficio de un aparato divulgador y
protector de la derecha porque en sus años de esplendor la derecha no tenía,
como dijo Octavio Paz, ideas: sólo intereses. Ello hizo que el prestigio de
Galeano fuera más amplio que el de Rangel pero también menos profundo. Galeano
no convenció a nadie: puso palabras e imágenes a sentimientos que estaban en el
aire o a los que otros habían dado antes expresiones distintas. El venezolano
tuvo que hacer lo contrario de Galeano: ponerles ideas a las palabras y
convencer con argumentos a un público que prefería que le contaran poemas y le
suministrasen explicaciones reconfortantes.
Galeano
nadó con la corriente pero el río que lo llevaba conducía a la catarata por la
que rodó casi toda la izquierda latinoamericana con la caída del muro de
Berlín. Rangel nadó contra la corriente: en algún punto el sentido del curso
fluvial cambió y pudo sortear el precipicio. Galeano se equivocó y hacia el
final de su vida, un cuarto de siglo después del derrumbe del Muro, hizo una
autocrítica incómoda y rápida que lo honra. Rangel murió sabiendo que decía la
verdad pero sin saber que estaba por ganar la batalla más frustrante de todas:
la del tiempo.
La
estirpe de Galeano nace con los intelectuales positivistas de finales del siglo
XIX, que traen a América Latina las ideas de Auguste Comte, las del
socialismo científico por oposición al utópico de
Saint-Simon. Los positivistas ponen esas ideas al servicio de dictaduras de
derecha —Porfirio Díaz en México, Juan Vicente Gómez en Venezuela, el
militarismo brasileño de la temprana república— pero con el curso del tiempo
giran a la izquierda. En ese giro influyen las ideas de un Manuel Ugarte en
Argentina o un Rodó en Uruguay, que denuncian la explotación extranjera y
apelan a la unidad latinoamericana (Ugarte) o ensalzan los valores espirituales
y denostan los materiales (Rodó).
En el
campo liberal el viaje fue de sentido contrario: los intelectuales de la
estirpe de Rangel fueron la izquierda latinoamericana del siglo XIX, enfrentada
al conservadurismo. Se inspiraron en las ideas de la Ilustración y los Padres
Fundadores estadounidenses para tratar de desmontar la herencia colonial. Pero
en la primera parte del siglo XX se desordenaron los puntos geodésicos de la
intelectualidad latinoamericana: los socialistas herederos de la diestra acabaron
en la izquierda mientras los liberales herederos de la siniestra acabaron en la
derecha.
La
estirpe de Galeano rescató entonces a los intelectuales indigenistas de
comienzos del siglo XX y más tarde le añadió a ese acervo el pensamiento
desarrollista de Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto en Dependencia
y desarrollo en América Latina.
La estirpe
de Rangel, sin dejar de valorar los aportes indigenistas y desarrollistas, les
negó el valor que otros quisieron darles para justificar el victimismo, la
lucha de clases, el tercermundismo, la idolatría del Estado redentor y el
amurallamiento de nuestras economías. La estirpe liberal se interrumpió durante
muchos años pero el propio Rangel la rescató. Al hacerlo, entroncó el
pensamiento de la posguerra con lo que había sido la generación del 37 argentina
que había marcado la época dorada de aquel país: Sarmiento, Alberdi y compañía.
Julien
Benda llamó al siglo XX “el siglo de la organización intelectual de los odios
políticos”. En América Latina eso fue más cierto en la izquierda que en la
derecha porque las dictaduras militares que mataron, torturaron y robaron no se
dieron a sí mismas una justificación intelectual totalizadora. En cambio,
nuestras guerrillas terroristas y nuestras dictaduras socialistas estuvieron
nimbadas por una aureola de prestigio intelectual. Un aparato intelectual
justificatorio se negó a hacer en la izquierda lo que según Galeano había hecho
Fidel Castro en su alegato de defensa tras el asalto al cuartel Moncada: hablar
para “los meados por los diablos”. No quiso hablar nunca por los meados por los
diablos cubanos o nicaragüenses, y más tarde venezolanos, por ejemplo. Había
decretado que los diablos eran las víctimas, no los victimarios.
La
estirpe de Rangel se niega a diferenciar entre las víctimas de la derecha y las
víctimas de la izquierda. Su visión humanista es más poderosa que su toma de
partido: el individuo tiene un valor y unos derechos que trascienden los
caprichos de la ideología.
La tesis
de Del buen salvaje… es dura de aceptar, como lo son siempre
las verdades de nuestros mayores. La Europa utópica había visto a los
latinoamericanos como buenos salvajes contaminados por el colonialismo. La
civilización-víctima, cuyos males eran producto del abuso de los forasteros
poderosos, debía hacerse justicia a sí misma repudiando el capitalismo
imperialista y la democracia mentirosa, refugiándose en la protección y
exaltación de lo propio. Un sofisma, según Rangel, del que nacían muchos de
nuestros males y que había impedido que fuésemos una potencia. Por creer tantos
latinoamericanos, como sostuvo Galeano, que “unos países se especializan en
ganar y otros en perder”, Latinoamérica había renunciado a superarse.
Todavía
hay regímenes construidos sobre esos fundamentos teóricos, que les sirven de
dispensa para la violencia de Estado y la ausencia de libertades. Ha surgido,
al mismo tiempo, una izquierda latinoamericana democrática y menos alérgica a
la empresa privada y el comercio con el mundo. Pero no tiene un aparato
intelectual, en parte porque la izquierda intelectual anda a caballo entre
ambas izquierdas, resignada a la vegetariana pero excitada por la carnívora,
duplicidad que no dista de la que exhiben esos Gobiernos que hacen de puertas
para adentro lo contrario de aquello que aplauden en el exterior.
El propio
Galeano era un hombre cercano al Frente Amplio que gobierna democráticamente
Uruguay y que ha mantenido políticas relativamente liberales en algunos
sentidos, y un estrecho amigo de Hugo Chávez, que hacía lo contrario. No son
pocos los intelectuales de la estirpe a la que él perteneció que no acaban de
romper el cordón umbilical que los ata al populismo autoritario.
La
lección intelectual que ofrece Rangel a esa izquierda —y que vale también para
la derecha— es triple. La primera responsabilidad de quien defiende ideas
políticas es asegurarse de que ellas no nublen la verdad. La segunda es la
integridad intelectual. Por último: la soberanía. ¿Cuántos de nuestros
intelectuales han preferido ahorrarse la hostilidad que tuvo que soportar Rangel
antes que renegar de ideas que sabían falaces?
La
estirpe de Galeano, poblada de imaginación, tiene pendiente una revisión
profunda de sus raíces y su historia contemporánea. La estirpe de Rangel tiene
pendiente aprender poesía, en el sentido político de la palabra, para que los
jóvenes intelectuales se sientan más atraídos por ella.
En
algunas conferencias me he permitido la boutade de decir que
los problemas de América Latina se solucionarán cuando tengamos una telenovela
liberal, una canción de protesta liberal y una biblia liberal comparable
a Las venas abiertas… Es un poco exagerado, claro. Pero sólo
un poco.
Álvaro Vargas Llosa es
escritor y periodista, y miembro del Centro para la Prosperidad Global,
Washington.
Vía El País. España
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