Carlos Blanco
En una sociedad estructurada el crimen es combatido por las
instituciones del Estado, aunque sean cojitrancas. En la Venezuela en
disolución el crimen es una forma de existencia de la sociedad; constituye
parte del paisaje, de su estructura y de su funcionamiento.
Las instituciones del Estado han sido licuadas y su lugar lo han ocupado
las mafias; las de fulano o zutano, de sus asociados, seguidores, camaradas,
que son las que controlan áreas del poder público. Pdvsa es ejemplo de la
desintegración de una institución; las siglas ahora solo ocultan los
tejemanejes de los jerarcas, sobre lo que Rafael Ramírez ilustrará a la opinión
pública cuando de los susurros pase al cante jondo.
El crimen es la única institución sólida creada por el bochinche
bolivariano que una vez que cogió cuerpo, velocidad y cinismo, no respeta ni a
rojos ni a azules. Hay muchas hipótesis alrededor de la perturbación inicial, pequeña,
casi insignificante que, desatendida, se convirtió en el monstruo inmanejable
de hoy, con sus asesinatos cotidianos, abrumadores, terribles. La madre del
desastre actual está en aquella frase, con apariencia justiciera, que Chávez
lanzó, en defensa del robo si el hijo del ladrón tiene hambre. Más adelante,
ese exabrupto se convirtió en tesis: la justicia tiene prelación sobre el
derecho, como si la justicia no emergiera del derecho. La justicia
(administrada por el gobierno) debía subordinar leyes y códigos.
Esa visión tomó cuerpo en la sociedad, ya sin los ropajes de un
raciocinio. Mis derechos salen de mis glándulas, de mis necesidades, mis
humillaciones reales o supuestas. En ese instante se liquidó la vigencia de la
propiedad privada y así como Chávez llegaba a una esquina a decir “exprópiese”,
así llega el malandro, sin argumentar bonito, a expropiar.
Desde entonces se incubó el ogro baboso y horrible que se pasea
masticándose el país. En nombre de esa justicia en las manos camorreras de los
camaradas se perdió la libertad. Por eso los planes de seguridad, aun los que
pudieran ser de buena fe, no marchan. Se ha instaurado el estado de excepción
en el que el derecho de los jefes rojos no conoce límites y sus seguidores los
imitan. Y más allá, cualquiera siente que puede hacer y deshacer a su antojo.
Las muertes cotidianas florecen en este estercolero.
El único punto de contención que evita una guerra total pareciera ser
–¡vaya paradoja!– los valores que todavía persisten de los 40 años de democracia,
tiempo en el que, mal que bien, se privilegiaba la ley.
El crimen es hoy
consustancial al orden impuesto.
Vía El Nacional
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