Ricardo Hausmann
En
la última Cumbre de las Américas, realizada en Panamá, el
presidente de Cuba, Raúl Castro, optó por romper con el protocolo establecido.
En lugar de hablar durante ocho minutos, tardó seis veces más en presentar una
interpretación bastante libre de la historia política de su país. ¿Por qué?
Como
economista de profesión, mis estudios me enseñaron a mirar el mundo desde la
perspectiva del filósofo inglés Jeremy Bentham, para quien el propósito de la
política pública es crear la mayor felicidad para el mayor
número de personas. Las políticas que no se atengan a alguna de las
variantes de este principio utilitarista (por ejemplo, las de John Rawls o las de Amartya
Sen) ciertamente serán ineficientes o injustas.
Sin
embargo, descubrimientos recientes en psicología y neurociencia pueden sugerir
que si queremos comprender la conducta social y política, o mejorar las
políticas, deberíamos leer a Hegel más que a Bentham. Esto
puede parecer extraño ya que Hegel era un filósofo idealista y jamás hubiera
esperado que la neurociencia –una realidad material independiente del geist (generalmente
traducido como espíritu o mente)– fuera pertinente a su ámbito de estudio.
Según
Antonio Damasio en su libro Self Comes to Mind (El yo viene a
la mente), el cerebro crea una percepción autobiográfica del propio ser, y este
ser creado es el que percibe, recuerda y aspira, que poseetelos (o
propósito), y en cuyo nombre se toman decisiones.
Es este
ser autobiográfico el que, a través de la narrativa que crea sobre sí mismo,
también hace de la vida algo más que “una maldita cosa tras otra” como la
describió el escritor, artista y filósofo estadounidense Elbert Hubbard. Y
nuestro cerebro funciona de tal modo que puede entender lo que piensan y
sienten otros seres.
Creo que
esta misma estructura se aplica a la forma en que entendemos a los grupos
multipersonales. Por ejemplo, no es coincidencia que la legislación trate a las
sociedades anónimas como personas jurídicas. Pensamos en la organización en la
que trabajamos como si fuera una persona que tiene derechos, obligaciones,
valores, reputación y temperamento, en cuyo nombre sus administradores creen
que actúan.
Lo mismo
se aplica a naciones y Estados. Nuestro cerebro necesita crear un sentido de
identidad compartido, una “comunidad imaginada”, como lo expresó el
politólogo Benedict Anderson, en cuyo nombre se toman
decisiones colectivas. Esta comunidad es una “persona” con un pasado y un
futuro que nos trascienden como individuos. Tiene historia y telos.
Por el
contrario, una visión ceñida exclusivamente a Bentham, llevaría a considerar la
política como un conjunto de decisiones desconectadas basadas en un cálculo utilitario
inmaterial. Pero esto haría que la vida colectiva pareciese ser “una maldita
cosa tras otra”. El conjunto de decisiones políticas que se adopten a través
del tiempo debe tener algún sentido, y este sentido debe obedecer a la
narrativa que se le superpone a los hechos históricos. La narrativa en sí misma
es una construcción social que se encuentra limitada por los hechos solamente
de manera marginal.
Por
ejemplo, según la narrativa del presidente Barack Obama, Estados Unidos siempre
ha representado una marcha firme hacia la libertad y la igualdad, desde la
guerra de la Independencia hasta la abolición de la esclavitud y el
empoderamiento de la mujer, de las minorías y de otros grupos previamente
marginados, como los gay y los discapacitados. En la medida en que esta
narrativa se aparte de la realidad, refleja aquello a lo que se aspira.
El papel
de la política consiste en crear, mantener y reformular este sentido de
identidad compartida, de nosotros (y por lo tanto de ellos). Es una ilusión,
pero una ilusión creada socialmente. Por ejemplo, es la forma en que bávaros y
venecianos en la década de 1860 llegaron a convencerse de que eran y siempre
habían sido alemanes o italianos. De la misma forma, solamente una nueva
narrativa –un nuevo geist–- puede hoy persuadir a los británicos de
que en realidad son europeos.
Según lo
explica el politólogo Drew Westen, los liberales con frecuencia
se apartan de la narrativa de la identidad compartida, tal vez porque están
conscientes de que en su nombre suelen cometerse grandes crímenes. Hitler
redefinió el volk alemán como la víctima colectiva de un
enemigo interno que estaba manchando su sangre –un tipo de narrativa que,
enmarcada en términos de raza, religión o clase, constituye la base del
genocidio dondequiera que ocurra.
Pero
también fue una “persona” nacional a la que Abraham Lincoln invocó en su discurso de
Gettysburg. En tan sólo 272 palabras, Lincoln sintetizó a
Estados Unidos como un ideal basado en la premisa de que todos los hombres son
creados iguales. En esta narrativa, el objetivo de la guerra civil fue asegurar
de que “el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo, no desaparezca
de la faz de la tierra”.
De
acuerdo con el filósofo Alasdair MacIntyre en su libro Tras la virtud, las narrativas enmarcan las
decisiones morales de los individuos. Del mismo modo, las narrativas enmarcan
las decisiones que toman los gobiernos. Luego de su encuentro con los
comunistas en España, George Orwell captó la esencia de la importancia de la
narrativa en su novela 1984: “Quien controla el pasado
controla el futuro; quien controla el presente, controla el pasado”.
Por
ejemplo, mantener mercados laborales abiertos en la Unión Europea requiere que
las personas se consideren a sí mismas y a sus nuevos vecinos como europeos. De
manera similar, el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, no puede detener la
inflación porque la narrativa de la “guerra económica” en que se encuentra
atrapado le impide justificar las decisiones que son necesarias para
estabilizar los precios.
La
ventaja comparativa de Marx fue leer a Hegel y crear una narrativa en la
que la historia es
la historia de la lucha de clases, con el nuevo proletariado
industrial emergente destinado a desarrollar una “conciencia social” y a
derrocar el orden político y económico creado por la burguesía. La democracia
liberal ha estado en desventaja en la batalla por la narrativa porque tiende a
tratar al ser colectivo como si fuera tan sólo un votante racional
medio en busca de un trabajo mejor.
Sin
embargo, esto es insuficiente. Las políticas deben conformarse al marco de la
narrativa prevalente, mientras que la gran tarea de la política es dar forma a
la narrativa del mañana. No sorprende, entonces, que mientras Obama empleara
sus ocho minutos en Panamá para esbozar iniciativas de políticas concretas que
aportarían la mayor felicidad al mayor número, Castro pasara 48 minutos
reinventando el pasado.
Vía El
Nacional
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