ASDRÚBAL AGUIAR
2 DE AGOSTO 2016 - 12:01 AM
El destino de Venezuela tendrá como eje final de su realización a su propio pueblo. El tren de la historia apenas se detendrá por instantes en cada estación, para subir a los pasajeros más avisados –no a los distraídos o a quienes creen que dicho tren está a su disposición y pueden hacerlo retrasar– y para bajar de él a quienes son un lastre o se quedan, por carecer de perspectivas.
Lo anterior no significa que el mayor o menor tiempo que nos ocupe resolver sobre nuestro presente y su crisis de ingobernabilidad haya de ser el producto de una voluntad arbitraria, que no calibre los factores exógenos que, inevitablemente, condicionan a la vida nacional y el comportamiento de sus élites en el poder.
Es cabal la dependencia de los ingresos internacionales del petróleo y escandalosa su mengua. La necesidad de divisas –que no tenemos pues se las ha tragado la corrupción revolucionaria– para importar lo que no tenemos, que es todo y por haber sido castrada nuestra capacidad productiva en aras de una ilusión marxista, impide dar a los venezolanos, afectados por una severa crisis humanitaria, lo esencial para su alimentación y salud, que no sea apelando a la ayuda internacional.
Allí están, además, las amarras que la misma revolución se impuso y que determinan lo anterior, a fin de procurarse una asistencia política extranjera, la cubana, que le permitiese mantenerse en el poder sin peligros de alternancia; eso sí, explotando hasta el paroxismo la utilería mediática del siglo XXI, que hace de lo virtual o latente una realidad patente y transforma a la mentira en política de Estado. Las obras de bien común solo existen en el imaginario y en las vallas de publicidad.
No se ha hecho un inventario, por cierto, de las ingentes sumas de dinero dispendiadas en propaganda por la revolución y sus beneficiarios, en distintos países.
Entre tantos, uno es el caso de la fundación española CEPS y su hijo, el partido español Podemos, cuyos operadores –Viciano, Iglesias, Monedero, los emblemáticos– ahora se mueven presurosos en búsqueda de fuentes alternas a la venezolana para su labor “misionera”. Y, según las reseñas de prensa, miran a Colombia como el nuevo edén, esperanzado en los frutos que le puedan allegar los acuerdos de paz Santos-FARC.
Lo que cabe subrayar, en suma, es que la dinámica local y social venezolana avanza hacia una implosión previsible e indeseada a la vez. Ella acaso pueda trastocar las cuentas de quienes, en uno u otro bando –insisto en los actores venezolanos– y en procura, sea de frenar el deslave que acusa el socialismo del siglo XXI en la región, sea de aprovechar ese viento favorable al restablecimiento de las libertades democráticas que hacen sentir sus fuerzas regeneradoras en Brasil, Argentina y Perú, ajustan sus estrategias sin prevenir y confiados, y simulan diálogos sin horario en los cafetines de la estación ferroviaria.
Así como en el bando oficial revolucionario cubano-venezolano, la cuestión se reduce a un mero ejercicio de poder fáctico –en Caracas piden ilegalizar a la MUD y en Managua, para sostener a la dinastía Ortega, hacen otro tanto con el partido opositor, y en ambos sitios son destruidos los fueros parlamentarios por jueces serviles– y a conquistar aliados estratégicos externos con capacidad disuasiva, en los líderes democráticos pesa la confianza en el voluntarismo de calle y lo inevitable de su compromiso ético con el diálogo. Las alianzas útiles, a nivel internacional, la subestiman.
De modo que dos caminos gravosos para la democracia se sobreponen y confunden en la hora, y sobre ellos discurre el ferrocarril de nuestra política vernácula: uno, la aceleración de la crisis humanitaria, cuyo desenlace violento deja en manos del pretorianismo local fijar los destinos del país y de los eventuales diálogos democratizadores.
El otro son los condicionantes externos que sosiegan las expectativas democratizadoras de las mayorías, a saber, el citado diálogo “a cualquier costo”, incluso del relajamiento de los activos democráticos y constitucionales, para evitar la violencia y saciar la hambruna, y que tendría como aliado natural al Vaticano; la apuesta de Juan Manuel Santos en favor de “su” paz con la guerrilla, aliada de La Habana, a cuyo efecto le es conveniente el adormecimiento del tema venezolano; en fin, la lucha desde La Habana por conservar sus trincheras en Caracas y en Managua, como últimas cartas que sostengan su poder de negociación ante Estados Unidos y le permitan relanzar su estrategia revolucionaria; una vez como el mismo ferrocarril de la historia igualmente se les pase a los neonatos gobiernos liberales de Brasilia, Buenos Aires y Lima.
“El grado máximo de intensidad de una unión o separación, de una asociación o disociación” es determinada por la relación amigo-enemigo, según K. Schmitt y sus seguidores de La Habana; tanto como la soberanía, reside, según estos, en quien decide, con poder real, en una situación excepcional o de crisis.
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