Wednesday, December 28, 2011

El hombre que amaba la libertad

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Publicado el domingo 25 de diciembre del 2011

El hombre que amaba la libertad
por Carlos Alberto Montaner

Fue como un cuento. En diciembre de 1989, súbitamente, Vaclav Havel se
convirtió en presidente de Checoslovaquia. En pocas semanas, el escritor
checo pasó desde de la más absoluta indefensión a la cúspide del poder.
Todavía a mediados de noviembre la policía política continuaba aporreando a
los disidentes y el Partido Comunista mantenía las riendas del control
social.
En la tercera semana de noviembre comenzó la asombrosa Revolución de
Terciopelo. Las calles y las plazas se llenaron de miles de personas que,
finalmente, se atrevieron a manifestar lo que creían del sistema comunista,
pero no se aventuraban a decir: era un tormento horrible que debía terminar
cuanto antes. Comenzaron las huelgas. El régimen se desplomó. El comunismo
teórico era un disparate. El comunismo real, consecuentemente, se había
tornado en una creciente pesadilla. Havel le llamaba “Absurdistán”.
Hubo algo sorprendente en el vertiginoso fin del comunismo checoslovaco. En
febrero, los eslovenos –entonces una república adscrita a la federación
yugoslava— crean un partido de oposición.
Polonia, de la mano de Lech Walesa y con el impulso masivo del sindicato
Solidaridad, había comenzado a derrotar la dictadura en las elecciones de
junio. Los tres países bálticos, en agosto, pidieron la independencia de la
URSS. En octubre, los comunistas húngaros habían cambiado de nombre y
aceptaban el pluripartidismo. A principios de noviembre los alemanes
derribaban el Muro de Berlín. El 25 de diciembre los rumanos fusilaron al
dictador Nicolás Ceaucescu y a su pérfida mujer, la inefable Elena, para
poder dar inicio a los cambios.
Un mes antes lo habían elegido por unanimidad como líder del Partido
Comunista.
Los checos, en cambio, parecían rezagados. De pronto, la libertad llegó como
un relámpago. El 29 de diciembre Havel era elegido presidente por un
Parlamento que no veía otra salida a la crisis. Su figura se había
agigantado al frente del Foro Cívico, una organización que agrupaba,
esencialmente, a escritores y artistas disidentes. Era el primer país que
rompía sin ambages la cadena moscovita e iniciaba el entierro de las
supersticiones marxistas. Seis meses más tarde la inmensa mayoría de la
sociedad
le concedía sus votos a Havel.
Y aquí vino lo bueno. Los agoreros pensaban que un escritor poco conocido,
sin experiencia política, y mucho menos burocrática, amante del jazz y del
rock, bohemio y tímido, que había pasado casi toda su vida adulta preso o
perseguido, sería incapaz de gobernar a un país que mudaba de sistema y se
enfrentaba a la inmensa tarea de corregir las arbitrariedades, errores,
abusos y estupideces cometidos durante algo más de cuarenta años de
dictadura comunista.
Es verdad que no fue fácil y en el trayecto, al poco tiempo, checos y
eslovacos se divorciaron por mutuo consentimiento (algo que hoy parece mucho
menos traumático que entonces), pero, en general, el escritor inexperto
resultó ser un gran estadista. ¿Cómo sucedió ese fenómeno?
Ocurrió algo primordial: Havel no conocía de leyes, pero había conocido la
injusticia. No sabía economía, pero sí experimentó la escasez y la falta de
oportunidades. No tenía experiencia gerencial, pero estaba dotado de sentido
común, sabía delegar y escogía bien a sus colaboradores. Era, además, una
persona inteligente.
Havel tenía un objetivo: devolverles a sus compatriotas el control de sus
vidas. La libertad era eso: la posibilidad de tomar decisiones sin coerción
ni miedo. Los checos, que una vez formaron parte del imperio austrohúngaro,
habían visto cómo los austriacos libres se habían convertido en ciudadanos
prósperos de una nación pacífica. Y habían comprobado que la Alemania libre
era mil veces más feliz y rica que la Alemania comunista. La regla de oro
era obvia: había que tomar decisiones y crear instituciones que
fortalecieran la libertad individual. Havel gobernaría desde los valores y
los principios. El pragmatismo casi siempre es el disfraz de los
oportunistas y los inescrupulosos. El título de una de sus últimas obras
resumía su concepción de la política: El arte de lo imposible.
Por eso Havel me honró con su trato solidario. Cuando era presidente me
recibió en Praga, en el Castillo, públicamente, con toda la alharaca
posible, para subrayar su respaldo a los demócratas cubanos y su repudio a
la dictadura de Castro. Creía que los ex satélites europeos tenían una
obligación moral con las víctimas de la última tiranía marxista-leninista de
Occidente. Los pueblos habían sido hermanos en el infortunio y debían
salvarse juntos. Cuando dejó de ser presidente organizó un Comité
Internacional por la libertad de Cuba y una tarde me convocó a Praga para
que presentáramos juntos un libro del gran poeta cubano Raúl Rivero,
entonces preso en la Isla. Lo hicimos en un café, como cuando él luchaba
contra la dictadura checa.
Ya estaba enfermo, pero los ojos le brillaban con fiereza. Era el fuego de
la libertad

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