ROBERTO GIUSTI | EL UNIVERSAL
martes 13 de diciembre de 2011 12:00 AM
Chávez llegó al poder con una mandarria dispuesto a destruir el viejo orden. El proceso de demolición, sin embargo, no comenzó con su irrupción en Miraflores en 199l, sino el mismo 4 de febrero de 1992, con la victoria política de un golpe de Estado fallido en lo militar. En 30 segundos de televisión Chávez logró echar por tierra 40 largos años de esfuerzo por consolidar un sistema democrático y con el estallido del 4F volaron principios, valores e instituciones democráticas que, para colmo de males, fueron puestas en duda por uno de sus artífices en célebre discurso pronunciado ante el Congreso al día siguiente de la sangrienta asonada.
De allí en adelante quedó en evidencia que hasta los fundadores de la república democrática estaban dejando de creer en ella y a partir de ese momento, convertido el golpista en héroe nacional (un fiscal le enviaba libros, un dirigente político su celular, las doñitas tortas de majarete y pare usted de contar), el país entró de lleno en la aclamación del nuevo caudillo y de sus compañeros putschistas, seducidos por su personalidad arrolladora y verbo compulsivo. Era el suicidio nacional, en tiempo retardado, del cual nadie se percataba. Un suicidio inconsciente e irresponsable, que permitiría sacar de la cárcel a Chávez, convertirlo en candidato y luego, en el brevísimo plazo de siete años, en presidente.
A partir de entonces comenzó a operar el proceso revolucionario, que no sólo implicaba la liquidación de la clase política dirigente y de las instituciones, sino, sobre todo, de los valores tradicionales que, con todas las imperfecciones y lunares, se habían sostenido sobre la base de las leyes y de una naciente cultura democrática que ya comenzaba a arraigarse. Se puso en marcha, así, un curioso mecanismo donde el delincuente es un justiciero social y el propietario un antisocial, el robo una expropiación revolucionaria y el trabajo un delito.
Pero los mandarriazos desde el poder suelen ser mucho más poderosos que desde una celda y ahí comenzaron a caer los partidos, los poderes públicos y los sindicatos, para luego ir ampliando su radio de acción, tanto hacia el interior del Estado como hacia fuera, en busca del control, desaparición y/o neutralización de las Fuerzas Armadas, Pdvsa, los medios de comunicación, la Iglesia y las universidades, con especial énfasis en las autónomas.
Por el camino algunos de estos objetivos cayeron bajo su férula, otros desaparecieron, unos terceros combaten aún y en ese combate desigual se ha llegado a la locura demagógica de legalizar las invasiones y crear el caos en la UCV, en una marcha que pareciera imparable hacia la demolición total. Sólo que entre ese final y el presente sólo se interpone un obstáculo: el 7 de octubre del 2012.
De allí en adelante quedó en evidencia que hasta los fundadores de la república democrática estaban dejando de creer en ella y a partir de ese momento, convertido el golpista en héroe nacional (un fiscal le enviaba libros, un dirigente político su celular, las doñitas tortas de majarete y pare usted de contar), el país entró de lleno en la aclamación del nuevo caudillo y de sus compañeros putschistas, seducidos por su personalidad arrolladora y verbo compulsivo. Era el suicidio nacional, en tiempo retardado, del cual nadie se percataba. Un suicidio inconsciente e irresponsable, que permitiría sacar de la cárcel a Chávez, convertirlo en candidato y luego, en el brevísimo plazo de siete años, en presidente.
A partir de entonces comenzó a operar el proceso revolucionario, que no sólo implicaba la liquidación de la clase política dirigente y de las instituciones, sino, sobre todo, de los valores tradicionales que, con todas las imperfecciones y lunares, se habían sostenido sobre la base de las leyes y de una naciente cultura democrática que ya comenzaba a arraigarse. Se puso en marcha, así, un curioso mecanismo donde el delincuente es un justiciero social y el propietario un antisocial, el robo una expropiación revolucionaria y el trabajo un delito.
Pero los mandarriazos desde el poder suelen ser mucho más poderosos que desde una celda y ahí comenzaron a caer los partidos, los poderes públicos y los sindicatos, para luego ir ampliando su radio de acción, tanto hacia el interior del Estado como hacia fuera, en busca del control, desaparición y/o neutralización de las Fuerzas Armadas, Pdvsa, los medios de comunicación, la Iglesia y las universidades, con especial énfasis en las autónomas.
Por el camino algunos de estos objetivos cayeron bajo su férula, otros desaparecieron, unos terceros combaten aún y en ese combate desigual se ha llegado a la locura demagógica de legalizar las invasiones y crear el caos en la UCV, en una marcha que pareciera imparable hacia la demolición total. Sólo que entre ese final y el presente sólo se interpone un obstáculo: el 7 de octubre del 2012.
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