ELÍAS PINO ITURRIETA | EL UNIVERSAL
domingo 18 de diciembre de 2011 12:00 AM
Parece evidente la asociación del nombre de Manuel Caballero con los trabajos de la oposición. En especial con la oposición a la "revolución" de nuestros días, debido a que no le dio cuartel desde las horas del fallido golpe mediante el cual se dio a conocer un deplorable teniente coronel a quien dedicó en adelante sin descanso lo más ácido de su pluma. Ya en su lecho de enfermo, recluido en la sala de cuidados intensivos en la víspera de su despedida, Manuel pidió una computadora para seguir escribiendo contra el chavismo. Tal vez nadie fuese tan persistente en la batalla contra el fenómeno que despuntaba en los días decadentes de la democracia representativa, no en balde lo convirtió en objeto de ataques a mansalva cuando nadie advertía cabalmente la estatura de su peligro. Pasado el tiempo, ya cerca de la tumba, no cesó de advertir sobre los perjuicios que acarreaba. Para hacer su faena utilizó el arma que manejaba con pericia y con la cual se sentía más a gusto, el periodismo, en los últimos años desde las páginas dominicales de El Universal que ahora ocupa sin iguales méritos quien escribe; pero también en actos de masas y a través de entrevistas cada vez más recurrentes y atrevidas en la radio y en la televisión. De allí que se convirtiera en una figura simbólica de los adversarios del régimen, en un conocido paladín a quien saludaba y felicitaba la gente en los lugares públicos. Los venezolanos cada vez más angustiados por la orientación del oficialismo, o cada vez más necesitados de que alguien gritara por ellos contra Chávez, se identificaban con un bizarro luchador blanco en canas, cuya cabeza coronaba una boina azul que se asociaba con la proeza de los estudiantes del 28 contra la tiranía de Gómez. No sé si se trató de una identificación profunda, debido a que nadie desde el ámbito de la política, ni desde los predios de la sociedad civil, se ha ocupado hasta ahora de recordar sus batallas para que no las olvide nadie, o para que se asienten con la debida propiedad en los anales del civismo venezolano, pero ciertamente los pasos políticos de Manuel Caballero se sintieron con fuerza en los últimos años.
Pero no sólo porque gritó sin temor ni tregua contra la "revolución". Tronó con fundamento debido a la autoridad de unas imprecaciones tras la cuales se encontraban una disciplina de estudios y un conocimiento de la historia que los habituales de la política no podían exhibir ni remotamente. Ahora, cuando se cumple un año de la muerte de Manuel Caballero, hago memoria de uno de los intelectuales mejor formados del siglo XX venezolano, de un historiador de prolongadas lecturas y prolijas investigaciones sin cuya contribución difícilmente se puede comprender la política contemporánea a la cual dedicó la mayoría de sus preocupaciones. El periodismo fue su pasión primera, junto con el activismo político en el cual destacó desde la juventud, a partir del derrocamiento de Rómulo Gallegos, pero apenas fueron un puente para su tránsito hacia la creación de una historiografía llena de desafíos frente a los conocimientos tradicionales, frente a las versiones manidas y las crónicas superficiales. Estudiante disciplinado de la Escuela de Historia de la UCV, después catedrático dedicado a promover las investigaciones de los alumnos a quienes retaba con inquietudes intrincadas, y finalmente autor de medio centenar de libros igualmente llenos de invitaciones a pensar, no se pueden entender nuestros días, ni los días de nuestros abuelos y nuestros padres, sin la lectura de sus obras.
No es fácil señalar los textos fundamentales que escribió, pero de su producción permanecen obras notables como: Latin America and the Comitern, Las venezuelas del siglo XX, Gómez, el tirano liberal, Las crisis de la Venezuela contemporánea, Ni Dios ni Federación, Rómulo Betancourt, político de nación e Historia de los venezolanos del siglo XX. Prosa atractiva, búsqueda novedosa, cambios oportunos de opinión, distancia reverente e irreverente frente a interpretaciones previas de los fenómenos, pleito cerrado o respeto proverbial con y por los protagonistas del pasado, derrumbe de estatuas y presentación de héroes inéditos, revisión y resurrección de políticos desahuciados, exploración concienzuda del civilismo, apología razonable de la gente común y corriente, indagación brillante de las características de la sociedad venezolana, exploración sin pereza, peculiaridad en cada letra, interés por involucrar al lector en las páginas que desfilan ante sus ojos, en cualquier caso son impresos ineludibles que deberían visitar quienes no lo han hecho.
Espero estar equivocado, pero pienso que el tránsito de Manuel Caballero no ha merecido la atención que merece. No sólo por su papel de promotor de conductas políticas y por el ejemplo de sus atrevimientos frente a la decadencia de la actualidad, por cómo se la jugó por el prójimo en oscuras coyunturas sino especialmente por la trascendencia de su obra escrita. Quizá apenas forme parte habitual del recuerdo de sus amigos, sus colegas y discípulos, no pocos, en efecto; pero a su legado corresponde una plaza estelar que debe trascender el afecto y el respeto de los allegados. Manuel Caballero murió el 13 de diciembre del pasado año y continúa iluminando el camino, pero merece un reconocimiento contundente de veras, que no permita cavilaciones sobre lo mucho que hizo por nosotros.
Pero no sólo porque gritó sin temor ni tregua contra la "revolución". Tronó con fundamento debido a la autoridad de unas imprecaciones tras la cuales se encontraban una disciplina de estudios y un conocimiento de la historia que los habituales de la política no podían exhibir ni remotamente. Ahora, cuando se cumple un año de la muerte de Manuel Caballero, hago memoria de uno de los intelectuales mejor formados del siglo XX venezolano, de un historiador de prolongadas lecturas y prolijas investigaciones sin cuya contribución difícilmente se puede comprender la política contemporánea a la cual dedicó la mayoría de sus preocupaciones. El periodismo fue su pasión primera, junto con el activismo político en el cual destacó desde la juventud, a partir del derrocamiento de Rómulo Gallegos, pero apenas fueron un puente para su tránsito hacia la creación de una historiografía llena de desafíos frente a los conocimientos tradicionales, frente a las versiones manidas y las crónicas superficiales. Estudiante disciplinado de la Escuela de Historia de la UCV, después catedrático dedicado a promover las investigaciones de los alumnos a quienes retaba con inquietudes intrincadas, y finalmente autor de medio centenar de libros igualmente llenos de invitaciones a pensar, no se pueden entender nuestros días, ni los días de nuestros abuelos y nuestros padres, sin la lectura de sus obras.
No es fácil señalar los textos fundamentales que escribió, pero de su producción permanecen obras notables como: Latin America and the Comitern, Las venezuelas del siglo XX, Gómez, el tirano liberal, Las crisis de la Venezuela contemporánea, Ni Dios ni Federación, Rómulo Betancourt, político de nación e Historia de los venezolanos del siglo XX. Prosa atractiva, búsqueda novedosa, cambios oportunos de opinión, distancia reverente e irreverente frente a interpretaciones previas de los fenómenos, pleito cerrado o respeto proverbial con y por los protagonistas del pasado, derrumbe de estatuas y presentación de héroes inéditos, revisión y resurrección de políticos desahuciados, exploración concienzuda del civilismo, apología razonable de la gente común y corriente, indagación brillante de las características de la sociedad venezolana, exploración sin pereza, peculiaridad en cada letra, interés por involucrar al lector en las páginas que desfilan ante sus ojos, en cualquier caso son impresos ineludibles que deberían visitar quienes no lo han hecho.
Espero estar equivocado, pero pienso que el tránsito de Manuel Caballero no ha merecido la atención que merece. No sólo por su papel de promotor de conductas políticas y por el ejemplo de sus atrevimientos frente a la decadencia de la actualidad, por cómo se la jugó por el prójimo en oscuras coyunturas sino especialmente por la trascendencia de su obra escrita. Quizá apenas forme parte habitual del recuerdo de sus amigos, sus colegas y discípulos, no pocos, en efecto; pero a su legado corresponde una plaza estelar que debe trascender el afecto y el respeto de los allegados. Manuel Caballero murió el 13 de diciembre del pasado año y continúa iluminando el camino, pero merece un reconocimiento contundente de veras, que no permita cavilaciones sobre lo mucho que hizo por nosotros.
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