ELÍAS PINO ITURRIETA | EL UNIVERSAL
domingo 12 de febrero de 2012 12:00 AM
La proclamación hecha por el propio Chávez de que las fuerzas armadas son chavistas, a la cual siguió una afirmación en el mismo sentido hecha por un alto oficial inmediatamente, nos revela, si quedaba alguna duda, el fin último del régimen de la actualidad: que todo sea según disponga la voluntad del primer mandatario, que todo dependa de su pensamiento, en caso de que tal pensamiento realmente exista; o más bien de su capricho, que es lo que más y mejor ha manifestado la pretendida encarnación de la sociedad desde su ascenso al poder. Se trata de una pretensión sin sentido, de un propósito que jamás logrará, pero también de una posibilidad que no deja de preocupar en la medida en que no se hace nada enfático para impedirla de veras. La sociedad ha mostrado en diferentes episodios su apego a un republicanismo capaz de evitar la permanencia de un personalismo como el que se resume en las desfachatadas exhibiciones de los últimos días, pero nadie puede negar que no se ha ocupado de impedir, de una buena vez, el retorno de una antirrepública capaz de filtrarse por los huecos de un colador que no ha sido suficientemente riguroso.
La sociedad ha sido excesivamente permisiva con Chávez. Ciertamente le ha cerrado el paso en memorables ocasiones, en escaramuzas de cuño democrático que remiten a las mayores proezas de la civilidad venezolana, pero no ha sido capaz de quitarle la idea del imperio personal. No es una empresa fácil, debido a que tal vez nadie imaginara, en los finales del siglo XX y en los principios del siglo XXI, que en Venezuela pudiera resucitarse un proyecto de gobierno personal como el acariciado en su momento por mandatarios como Guzmán, como Castro, como Gómez y Pérez Jiménez. Con el debido retoque, por supuesto, con el maquillaje suficiente para evitar un retrato hablado que lo incluya en las páginas del mismo álbum sombrío que parecía cerrado para siempre; pero con idéntica pretensión de permanencia vitalicia contra los principios que se propusieron como fundamento de la cohabitación ciudadana desde los comienzos del siglo XIX. La historia no se repite, desde luego, pero muchas manifestaciones del pasado no pasan del todo, esperan agazapadas en los rincones de la evolución colectiva esperando una época de reaparición. Tales manifestaciones del pasado no se muestran en toda su corporeidad sino cuando han transitado taimadamente los capítulos difíciles de reformulación de una realidad que sabe de su lucha contra el tiempo, de su esencial anacronismo, para que la sociedad se sorprenda ante el regreso de los fantasmas y comience a conjurarlos sobre la marcha porque no los tenía en el programa, porque no esperaba su visita incómoda y prolongada. De allí el enfrentamiento del presente con el ayer que no quiere pasar, en una lucha de la cual sólo se pueden esperar resultados positivos cuando la conciencia de la sociedad diferencia cabalmente lo que ha avanzado en su marcha y lo que puede perder si no calcula bien la dimensión de la batalla a la que se ve obligada y en cuyo terreno se juega la sobrevivencia.
En hechos tan evidentes como la magnificación de un golpe de Estado fracasado, o como el bautismo chavista de las fuerzas armadas, se observan testimonios de ese pasado que se niega a quedarse tranquilo en el cementerio con todas sus aberraciones, pero también salta a la vista cómo la sociedad ha reaccionado por fin ante el histórico escamoteo que quiere llevar a cabo, no sin éxito, un enjambre de cadáveres insepultos. El hecho de se hable sin rubor de la existencia de unas fuerzas armadas chavistas y de que se trate de convertir en victoria la irresponsable improvisación de un cuatro de febrero remite a esa acometida de elementos reaccionarios que parecían borrados del mapa, e igualmente a cómo la ciudadanía ha permitido o facilitado su resurrección, pero nadie puede negar que, pese a tales manifestaciones, la misma ciudadanía se ha preparado con constancia para cerrarles el paso y para acariciar el anhelo de echarlos al basurero de la historia en fecha próxima.
Es una lucha que quizá no se aprecie a cabalidad debido al método emprendido por la sociedad para el exorcismo de sus demonios. Un tránsito sin alharacas, un acuerdo de fuerzas que se entienden y acuerdan progresivamente, un pugilato frente al miedo que se quiere imponer desde las alturas, un control consciente de los apetitos individuales, un manejo prudente de los escollos, una pugna desde la pobreza y la modestia frente a los excesos de un personalismo que debería ser materia de estudio, en lugar de asunto de actualidad. Tales pormenores impiden la apreciación de la pugna que en realidad sucede para poner las cosas en su lugar, es decir, dentro de los confines de republicanismo y democracia representativa por los cuales se aboga de nuevo, pero es lo que ocurre en el tramo histórico que nos ha tocado vivir. El Presidente no piensa que es así, pues ha llegado a la extralimitación de anunciar la existencia de unas fuerzas armadas que le pertenecen y de festejar un triunfo militar que no tuvo lugar. No entiende que la historia se vale de sutiles rutas para llegar a una meta después de deshacerse de los anacronismos, o para que la sociedad haga por fin lo que ha dejado de hacer en el pasado reciente. Siempre y cuando la sociedad no se duerma en sus laureles, y hoy es buen día para demostrar que despertó del todo.
La sociedad ha sido excesivamente permisiva con Chávez. Ciertamente le ha cerrado el paso en memorables ocasiones, en escaramuzas de cuño democrático que remiten a las mayores proezas de la civilidad venezolana, pero no ha sido capaz de quitarle la idea del imperio personal. No es una empresa fácil, debido a que tal vez nadie imaginara, en los finales del siglo XX y en los principios del siglo XXI, que en Venezuela pudiera resucitarse un proyecto de gobierno personal como el acariciado en su momento por mandatarios como Guzmán, como Castro, como Gómez y Pérez Jiménez. Con el debido retoque, por supuesto, con el maquillaje suficiente para evitar un retrato hablado que lo incluya en las páginas del mismo álbum sombrío que parecía cerrado para siempre; pero con idéntica pretensión de permanencia vitalicia contra los principios que se propusieron como fundamento de la cohabitación ciudadana desde los comienzos del siglo XIX. La historia no se repite, desde luego, pero muchas manifestaciones del pasado no pasan del todo, esperan agazapadas en los rincones de la evolución colectiva esperando una época de reaparición. Tales manifestaciones del pasado no se muestran en toda su corporeidad sino cuando han transitado taimadamente los capítulos difíciles de reformulación de una realidad que sabe de su lucha contra el tiempo, de su esencial anacronismo, para que la sociedad se sorprenda ante el regreso de los fantasmas y comience a conjurarlos sobre la marcha porque no los tenía en el programa, porque no esperaba su visita incómoda y prolongada. De allí el enfrentamiento del presente con el ayer que no quiere pasar, en una lucha de la cual sólo se pueden esperar resultados positivos cuando la conciencia de la sociedad diferencia cabalmente lo que ha avanzado en su marcha y lo que puede perder si no calcula bien la dimensión de la batalla a la que se ve obligada y en cuyo terreno se juega la sobrevivencia.
En hechos tan evidentes como la magnificación de un golpe de Estado fracasado, o como el bautismo chavista de las fuerzas armadas, se observan testimonios de ese pasado que se niega a quedarse tranquilo en el cementerio con todas sus aberraciones, pero también salta a la vista cómo la sociedad ha reaccionado por fin ante el histórico escamoteo que quiere llevar a cabo, no sin éxito, un enjambre de cadáveres insepultos. El hecho de se hable sin rubor de la existencia de unas fuerzas armadas chavistas y de que se trate de convertir en victoria la irresponsable improvisación de un cuatro de febrero remite a esa acometida de elementos reaccionarios que parecían borrados del mapa, e igualmente a cómo la ciudadanía ha permitido o facilitado su resurrección, pero nadie puede negar que, pese a tales manifestaciones, la misma ciudadanía se ha preparado con constancia para cerrarles el paso y para acariciar el anhelo de echarlos al basurero de la historia en fecha próxima.
Es una lucha que quizá no se aprecie a cabalidad debido al método emprendido por la sociedad para el exorcismo de sus demonios. Un tránsito sin alharacas, un acuerdo de fuerzas que se entienden y acuerdan progresivamente, un pugilato frente al miedo que se quiere imponer desde las alturas, un control consciente de los apetitos individuales, un manejo prudente de los escollos, una pugna desde la pobreza y la modestia frente a los excesos de un personalismo que debería ser materia de estudio, en lugar de asunto de actualidad. Tales pormenores impiden la apreciación de la pugna que en realidad sucede para poner las cosas en su lugar, es decir, dentro de los confines de republicanismo y democracia representativa por los cuales se aboga de nuevo, pero es lo que ocurre en el tramo histórico que nos ha tocado vivir. El Presidente no piensa que es así, pues ha llegado a la extralimitación de anunciar la existencia de unas fuerzas armadas que le pertenecen y de festejar un triunfo militar que no tuvo lugar. No entiende que la historia se vale de sutiles rutas para llegar a una meta después de deshacerse de los anacronismos, o para que la sociedad haga por fin lo que ha dejado de hacer en el pasado reciente. Siempre y cuando la sociedad no se duerma en sus laureles, y hoy es buen día para demostrar que despertó del todo.
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