Antonio Sánchez García
16 Agosto, 2014
A José Rodríguez Iturbe
En busca de la etiología de esta crisis terminal me he rodeado de libros para entender otras crisis, de incomparables dimensiones, como las que dieran al traste con el absolutismo monárquico, le abrieran las puertas a las mayores conflagraciones de la historia, como las dos Guerras Mundiales, la que irrumpiera partiendo en dos al planeta un día de Octubre de 1917, la que hundió en la ignominia y el horror al pueblo más culto de Occidente y provocó la hecatombe de la Shoá, la que hundió a la Unión Soviética y hoy amenaza con arrasar con los valores de la civilización greco romana.
Entre esos libros, “Die geistige Situation de Zeit” (La situación espiritual de nuestro tiempo), de Karl Jaspers, escrita en los albores del asalto al Poder por el nacionalsocialismo. En todos ellos se destaca su doble vertiente: la decadencia de lo que fuera y las desaforadas esperanzas puestas en lo que podría ser. Quienes hundieran sus sociedades en el abismo lo hicieron creyendo abrir las puertas del amanecer. “La revolución francesa tomó el inesperado decurso de obtener exactamente lo contrario de lo que pretendía alcanzar en sus orígenes” escribió Jaspers. “La voluntad de alcanzar la libertad humana se transformó en el terror que destruyó toda libertad.”
Desde luego: no faltan los ensayos interpretativos de nuestra crisis endémica, que Mario Briceño Yragorri, uno de los venezolanos más ilustrados del Siglo XX, encerrara en una botella lanzada al mar de la incomprensión: Mensaje sin destino, publicado en 1951. Y cuyo subtitulo es toda una declaración de principio: “Ensayo sobre nuestra crisis de pueblo”. Su razón suficiente no la encuentra Briceño Yragorri en las sombras que proyectan las crisis sobre los caprichos de los personajes de que se sirve para expresar sus acciones – traiciones, rencores, debilidades y rupturas existenciales de políticos y hombres públicos – sino de las raíces del pasado y su efecto irreductible sobre las veleidades del presente: “Por hábito de historiador yo estudio siempre el pasado, pero es para buscar en el pasado el origen del presente, para encontrar en las tradiciones de mi país nuevas energías con que continuar la obra de preparar el porvenir”. Son las palabras de Gil Fortoul dichas en el Senado de la República que encabezan los epígrafes con que Briceño Yragorry arranca su obra. Uno de los más lúcidos llamados de atención producidos por intelectual alguno en la historia de nuestras desventuras.
Walter Benjamin, el gran pensador alemán, en su Teoría sobre el concepto de la historia iba más lejos: recomendaba comprender el presente como el ámbito de los frutos del pasado. Y veía en ese pasado la permanente amenaza de la crisis de excepción en que estaba sumida Europa, hundida en los abismos del fascismo. Es evidente que sin las figuras de Lenin o de Hitler es imposible comprender el ascenso del totalitarismo. Pero ese ascenso había sido preparado con el advenimiento mismo de la sociedad industrial y las transformaciones sociopolíticas derivadas de la Revolución Francesa. Como lo advirtiera con extraña clarividencia el pensador español José Donoso Cortés y lo anunciara con su angustioso llamado Sören Kierkegaard, ambos a mediados del Siglo XIX. Así nos suene profundamente contradictorio, el progreso suele venir aparejada con la barbarie.
¿A qué se refería Briceño Yragorri cuando hablaba de crisis? “En Venezuela, desgraciadamente, hay, sobre todas las crisis, una crisis de pueblo”. Y veía la sombra devastadora e imperturbable que esa crisis proyectaba sobre la frágil identidad nacional en dos fenómenos íntimamente entrelazados, que se retroalimentan: la carencia de conciencia histórica y, por lo mismo, la trágica ausencia de continuidad histórica. De ambas carencias hacía derivar la etiología de nuestro mal nacional: la discontinuidad del esfuerzo democratizador, civilizador de la Venezuela republicana. Y la dolorosa reiteración de nuestras recaídas en la barbarie.
Sobre ese montón de ruinas en que descansa nuestra fractura inveterada se alza, naturalmente, la liviandad intelectual, la inconsciencia histórica, la farandulización de las responsabilidades. Uno de cuyos efectos más fútiles es la visión individualizada de los conflictos y la simplificación de los causales de la crisis que hoy sufrimos. Que algunos destacados protagonistas del pasado hacen descansar en ciertos rasgos del carácter de sus antagonistas: el rencor, el despecho, la ambición, la sobrevaloración de las propias capacidades y la mezquindad de algunos de nuestros líderes fundadores. En ellos se encontrarían las causas inmediatas de rupturas y desuniones que facilitaron el asalto de la barbarie. Lo que no pueden explicar, sin embargo, es la existencia misma de esa barbarie. La misma que ha acechado latente, incubándose en las sombras, a la espera de dar el zarpazo que jamás dejó de estar presente en el sustrato de la sociedad venezolana, desde los momentos mismos de su fundación como Nación independiente.
Es hora de abrir nuestras mentes a la comprensión global y en profundidad de nuestra crisis de pueblo. No andar repartiendo demagógicas dispensas para obtener compensaciones en votos, de modo a alcanzar los cambios gatopardianos de la mediocridad política, sino enseñar las verdades en que incurre la inconsciencia histórica de nuestro pueblo. Ir al estudio de la historia para hacerle seguimiento al mal inveterado que se cierne sobre nuestros esfuerzos civilizatorios y hoy constituye la amenaza concreta de disolución de los lazos de nuestra nacionalidad y la desaparición misma de la República. Los personajes serán juzgados por la historia. El pueblo seguirá siendo el mismo, si las nuevas generaciones no comprenden la dimensión del desafío que enfrentan y la hondura y radicalidad de las soluciones.
La de Venezuela ni es una crisis coyuntural ni se debe a la debilidad y traición de los hombres, que las acompañan: es una crisis de pueblo. Sólo podrá ser enfrentada exitosamente por quienes tengan la capacidad intelectual, la cultura y el coraje de enfrentarla sin acomodos ni medias verdades. Dios fortalezca a los que sí pueden.
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