Editorial de El Nacional
A la luz de la mediana participación popular en los actos
organizados la pasada semana, tanto por el gobierno como por la oposición (que
de entrada hubieron de competir con colas para abastecerse con lo que hallasen)
es muy fácil caer en la tentación de afirmar, sin más argumentos que el
pálpito, que la gente está hastiada de marchas y contramarchas sin que se le
vea el queso a las tostadas.
En el caso del oficialismo, la precariedad de su concentración debe ser motivo de alarma por la pérdida de control sobre unas masas que acostumbraba a arrear, como si de ganado se tratase, ofreciéndoles el pasto de Mercal y engolosinándolas con caramelitos envenenados con el goebbeliano cianuro de la mentira (golpe, magnicidio, invasión, guerra económica), porque ya hasta los empleados públicos son reacios a servir de comparsa en sus desfiles tarifados.
En lo que respecta a la unidad democrática -que debe enfrentar el boicot de la disidencia radical y la antipolítica indiferencia de los Ni Ni- no puede despacharse su discreta faena del sábado con símiles que desembocan en el malhadado consuelo de tontos originado por ser víctima del mal de muchos.
"Había gente, pero faltó gente", se leyó en algún trino quitapesares del cual emanaba un dejo de resignación que, bien visto, ponía de bulto un fenómeno que debería ser analizado con seriedad y en profundidad por el liderazgo opositor: la concurrencia virtual a los eventos que convoca.
Y es que, sin negar el poder que pueden tener las redes sociales al momento de movilizar a las masas, las nuevas tecnologías aportan un erróneo sentido de activismo entre bien pensantes que se limitan, cómodamente instalados en el sofá sabatino de la pereza, a ejercitar los dedos en el smart phone o la tablet, escribiendo sus 140 caracteres de aprobación o repulsa con los que se sienten protagonistas del hecho político.
Esas tecnologías y las redes que han logrado desarrollarse en su rededor deberían ser más bien asumidas para perfeccionar los principios de agitación y propaganda que, desde Plejanov (y, por supuesto, Lenin), han sido motores de la conducción de masas.
Se debe reflexionar sobre su uso, no sólo como medios pasivos de información, sino como instrumentos activos de incorporación, en papel estelar, del individuo y su entorno, promoviendo la formación, desde las bases, de núcleos capaces de influir en la comunidad. De abajo hacia arriba debería ser casi la consigna que anime futuros llamados a la población para expresar su rechazo a un régimen que atropella sus derechos y la está sumiendo en la indigencia.
Mucho se habla de las colas y está bien que sea así; pero de mayor provecho sería convertirlas en foros para dar cabida al meeting relámpago y al intercambio de opiniones en relación a las crisis que Chávez nos legó y Maduro multiplica.
Transformar esas aglomeraciones en instancias para el proselitismo puede ser un paso gigantesco en la reformulación de estrategias para un cambio que pasa por el triunfo en las elecciones parlamentarias.
En el caso del oficialismo, la precariedad de su concentración debe ser motivo de alarma por la pérdida de control sobre unas masas que acostumbraba a arrear, como si de ganado se tratase, ofreciéndoles el pasto de Mercal y engolosinándolas con caramelitos envenenados con el goebbeliano cianuro de la mentira (golpe, magnicidio, invasión, guerra económica), porque ya hasta los empleados públicos son reacios a servir de comparsa en sus desfiles tarifados.
En lo que respecta a la unidad democrática -que debe enfrentar el boicot de la disidencia radical y la antipolítica indiferencia de los Ni Ni- no puede despacharse su discreta faena del sábado con símiles que desembocan en el malhadado consuelo de tontos originado por ser víctima del mal de muchos.
"Había gente, pero faltó gente", se leyó en algún trino quitapesares del cual emanaba un dejo de resignación que, bien visto, ponía de bulto un fenómeno que debería ser analizado con seriedad y en profundidad por el liderazgo opositor: la concurrencia virtual a los eventos que convoca.
Y es que, sin negar el poder que pueden tener las redes sociales al momento de movilizar a las masas, las nuevas tecnologías aportan un erróneo sentido de activismo entre bien pensantes que se limitan, cómodamente instalados en el sofá sabatino de la pereza, a ejercitar los dedos en el smart phone o la tablet, escribiendo sus 140 caracteres de aprobación o repulsa con los que se sienten protagonistas del hecho político.
Esas tecnologías y las redes que han logrado desarrollarse en su rededor deberían ser más bien asumidas para perfeccionar los principios de agitación y propaganda que, desde Plejanov (y, por supuesto, Lenin), han sido motores de la conducción de masas.
Se debe reflexionar sobre su uso, no sólo como medios pasivos de información, sino como instrumentos activos de incorporación, en papel estelar, del individuo y su entorno, promoviendo la formación, desde las bases, de núcleos capaces de influir en la comunidad. De abajo hacia arriba debería ser casi la consigna que anime futuros llamados a la población para expresar su rechazo a un régimen que atropella sus derechos y la está sumiendo en la indigencia.
Mucho se habla de las colas y está bien que sea así; pero de mayor provecho sería convertirlas en foros para dar cabida al meeting relámpago y al intercambio de opiniones en relación a las crisis que Chávez nos legó y Maduro multiplica.
Transformar esas aglomeraciones en instancias para el proselitismo puede ser un paso gigantesco en la reformulación de estrategias para un cambio que pasa por el triunfo en las elecciones parlamentarias.
Vía El Nacional
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