El pasado
día sábado 24 de enero se cumplieron cincuenta años del fallecimiento de
Winston Churchill, una de las figuras históricas más importantes del siglo XX.
Churchill
fue un personaje complejo y de múltiples facetas, como casi siempre ocurre con
individuos de su categoría e impacto en el curso histórico. Se distinguió como
soldado, periodista, político e historiador; pero por encima de todo fue un
líder en el sentido más profundo de la palabra. Como lo argumenta Ronald
Heifetz en su libro de 1994, Liderazgo sin respuestas fáciles, ser
líder significa guiar enseñando; en otras palabras, la esencia del liderazgo es
pedagogía, y un verdadero líder es aquel que ayuda a otros a enfrentar retos y
problemas exigentes sin pretender que los mismos son susceptibles de soluciones
simples, mágicas o carentes de costos.
Churchill
tuvo una larga vida que no careció de vaivenes, de subidas y bajadas, de
contradicciones, de polémicas, de triunfos y reveses. Se equivocó en no pocas
ocasiones, pero también tuvo grandes aciertos como estadista y conductor de su
pueblo en su hora más dramática. Sin duda alguna, la cúspide de su carrera tuvo
lugar entre 1940 y 1945, y muy en particular durante el período de mayo-junio
de 1940, cuando Francia sucumbió ante el ataque de Hitler, y la Batalla de
Inglaterra en los meses de verano y otoño de ese año. Como el mismo Churchill
lo expresó en sus memorias de la Segunda Guerra Mundial, durante esa etapa
crucial la Gran Bretaña estuvo sola. Francia había capitulado, la URSS seguía
atada a la Alemana nazi a raíz del pacto Hitler-Stalin de agosto de 1939, y
Estados Unidos solo entraría en la guerra hacia fines de 1941, después del
ataque japonés en Pearl Harbour.
A lo
largo de pocos meses decisivos se produjo uno de esos fenómenos misteriosos, en
los que un pueblo encuentra su representación y su voz en un individuo,
en una persona singular que encarna a la vez una convicción y una voluntad. El
destino de Europa, de Occidente y de la libertad se jugó entonces en los cielos
de Inglaterra.
Los
caminos de Churchill y del pueblo británico no habían marchado de modo
sincronizado durante los años previos al estallido de la Segunda Guerra
Mundial. Al final de la primera conflagración mundial, en 1918, la sociedad
británica, extenuada y herida hasta lo profundo por los inmensos costos humanos
y materiales de ese conflicto, había optado por el pacifismo y una extendida
pasividad frente a los eventos internacionales. Sus dirigentes de entonces,
hasta llegar a Chamberlain en la década de los treinta, no hicieron realmente
sino manifestar los deseos predominantes entre su pueblo, proyectando una
diplomacia de conciliación y apaciguamiento con respecto a las convulsiones
europeas de la época, y de modo especial hacia las arremetidas del fascismo
italiano y el nacionalsocialismo alemán.
El pueblo
británico quería la paz, y la diplomacia de conciliación con Hitler y Mussolini
desarrollada por sucesivos gobiernos en Londres expresaba ese deseo. Igual
impulso de apaciguamiento hacia los dictadores totalitarios dominaba la
diplomacia francesa, y semejante propósito de diálogo y negociación casi a toda
costa llegó a su humillante conclusión en el infame acuerdo de Munich de
septiembre de 1938, suscrito por Chamberlain, Daladier, Hitler y Mussolini,
mediante el cual la Gran Bretaña y Francia cedieron a las presiones nazis, y
sin disparar un tiro ni consultar a las víctimas aceptaron el desmembramiento
de Checoslovaquia y la incorporación de la mitad de ese país al Reich alemán.
Hasta ese
momento, aunque abrigando crecientes dudas, los británicos habían respaldado a
Chamberlain, a pesar de las incesantes advertencias de Churchill. El acuerdo
suscrito en Munich había contado con reiteradas promesas de Hitler, según las
cuales con la anexión de parte sustancial del territorio checo sus ambiciones
territoriales habían sido colmadas, y ya no buscaría expandir más allá el poder
nazi en Europa. Pero Churchill comprendía la verdadera naturaleza del enemigo.
La hazaña de Churchill fue primeramente intelectual y psicológica, y consistió
en entender a tiempo que Hitler era un verdadero revolucionario, es decir, un
actor histórico con objetivos ilimitados que no sabía detenerse, y
con el cual todo diálogo y toda negociación no eran otra cosa que eslabones
tácticos de una cadena aferrada a la meta estratégica del poder absoluto.
Si bien
durante esos años anteriores a la claudicación de las democracias en Munich,
Churchill se había dedicado con incansable tesón a advertir y alertar acerca de
quién era Hitler y qué representaba el nihilismo nacionalsocialista, los
británicos en general prefirieron evadir el panorama que el ya viejo político
dibujaba persistentemente con sus discursos parlamentarios, artículos de prensa
e intervenciones radiales. No se trató de que los británicos le ignorasen por
completo, sino que simplemente escogían mirar con aprensión hacia otro lado.
Munich
fue un momento clave. Cuando pocos meses después, en marzo de 1939, Hitler
ocupó el resto de Checoslovaquia violando así sus más solemnes y repetidas
promesas, se produjo en lo más hondo de los espíritus de millones de británicos
una sacudida fundamental y una decisión sin retorno. Se hizo evidente para
ingleses, galeses, escoceses e irlandeses, en una especie de revelación súbita
pero raigal, que ante Hitler el apaciguamiento no funcionaba, y que el diálogo,
la conciliación y la negociación con el Fuhrer nazi no significaban sino
pasajeros fuegos de artificio que dejaban atrás solamente la huella de un
espejismo.
Una
política de apaciguamiento, como han apuntado diversos autores, solo tiene
sentido si se lleva a cabo con relación a actores políticos “normales”, es
decir, actores políticos con propósitos limitados, así como dispuestos, como
ocurre en genuinas democracias, a ceder el poder pacíficamente de acuerdo con
la libre voluntad popular. Pero ante actores revolucionarios, cuyos objetivos
son ilimitados, una política de apaciguamiento es expresión de un error de
diagnóstico, de una equivocación analítica, y también a veces de una
claudicación moral. Por esto último mi frase favorita de Churchill es la
siguiente: “La guerra es mala, pero la esclavitud es peor”. A veces resulta
imperativo e inevitable confrontar, pues la alternativa es una indigna e
irreparable sumisión.
Durante los meses heroicos de
junio a noviembre de 1940, cuando la Real Fuerza Aérea británica doblegó a
la Luftwaffe e impidió a Hitler el dominio del aire, condición
indispensable para invadir Inglaterra, Churchill se convirtió en el líder, el
inspirador y el pedagogo de un pueblo que superó todas sus dudas, para
entregarse con extraordinaria tenacidad, generosidad y valentía a la tarea de
derrotar a Hitler y el nazismo. A esa etapa pertenecen memorables discursos, en
los que Churchill, a la vez de decir la verdad y explicar a los británicos que
la victoria exigiría “sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas” (“blood, toil, sweat,
and tears”), transmitió una vibrante e indoblegable fe en el triunfo,
escribiendo un hermoso capítulo en el libro que narra las luchas por la
libertad.
Vía El Nacional
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