El
reciente acuerdo entre Cuba y Estados Unidos me recordó las páginas del célebre
ensayoNuestra América, donde Martí critica al vecino poderoso que nos
desconoce y desdeña. Citando a Martí, Obama reescribía la historia: ni nos
desdeña ni nos desconoce. Y así, se ha empezado a reescribir una historia que
comenzó en 1898 en Cuba, estalló en 1959 en Cuba, y puede comenzar a concluir
en Cuba, en 2014: la historia del antiamericanismo.
La Guerra
del 98 unió a los países de Hispanoamérica contra Estados Unidos y los
reconcilió con España, de quien todos –salvo Cuba– se habían independizado. A
raíz de esa guerra, los liberales de la región padecieron un síndrome similar
al de los marxistas tras la caída del Muro de Berlín: se sintieron huérfanos.
Vieron en aquellos hechos una contradicción insalvable entre los valores
democráticos que habían fundado a Estados Unidos y los designios explícitos de
hacer ondear la bandera de las barras y las estrellas desde el río Bravo hasta
la Tierra del Fuego. En el caso particular de Cuba, muchos iberoamericanos se
negaron a admitir una independencia convertida en protectorado. Fue entonces
cuando los liberales de América Latina comenzaron a converger con los
católicos, los conservadores y los primeros socialistas en la concepción de un
nacionalismo iberoamericano de nuevo cuño: imaginar una sociedad militantemente
opuesta a la americana.
Entre
1898 y 1959, el balance político, diplomático, económico y militar de Estados
Unidos en América Latina fue desastroso: desembarco de marines, ocupaciones
militares, aliento a golpes de Estado y, junto a todo ello, la machacante
presencia de las grandes empresas americanas. En Estados Unidos, la
supeditación de la diplomacia a los grandes negocios era vista como algo
normal, pero a estos países les resultaba una muestra intolerable de codicia.
Como
reacción, la región vivió un ascenso del nacionalismo tanto local como
continental, que los presidentes americanos del período de entreguerras leyeron
como una antesala al comunismo. Con su “Good neighbour policy” Roosevelt
corrigió un tanto el rumbo pero en Cuba aquella vinculación entre negocios y
política fue continua y visible. Con todo, la cooperación panamericana alcanzó
su mejor momento en la Segunda Guerra Mundial.
Al inicio
de la Guerra Fría, el nacionalismo iberoamericano se orientó hacia las diversas
variedades del marxismo. Muchos atribuían la pobreza y la desigualdad a la
presencia estadounidense, y pensaron que el socialismo era una alternativa.
Para colmo, Estados Unidos apoyaba dictaduras militares como la de los Somoza y
terminó por desacreditarse como fuente de valores democráticos. Los defensores
de esos principios quedaron aún más aislados.
La
Revolución cubana abrió un ciclo de intenso antiamericanismo. La “Alianza para
el Progreso” no pudo contrarrestar el encono provocado por las duras
administraciones republicanas. La intervención del Departamento de Estado en el
golpe a Salvador Allende terminó por incitar a dos generaciones de jóvenes a
emular al Che Guevara y Fidel Castro. Los crímenes de Reagan en Centroamérica
avivaron aún más los ánimos. En las aulas de América Latina, el odio contra el
imperialismo yanqui se volvió canónico. Y para el régimen dictatorial cubano,
fue su mejor arma de supervivencia.
En 1989
ocurrió casi un milagro: las unánimes transiciones democráticas de
Latinoamérica (Chile, Nicaragua, El Salvador). Ahora eran los marxistas los que
se sentían huérfanos de ideología y ese vacío lo llenó –hasta cierto punto– el
casi olvidado ideario democrático liberal o socialdemócrata.
Aunque no
desaparecerá del horizonte, el antiamericanismo en la región comenzó a pasar de
moda. Lo mantuvo artificialmente el histrionismo incendiario de Hugo Chávez
contra “el imperio”. Pero era (y es) difícil disimular el carácter anacrónico
del discurso chavista contra su principal cliente petrolero. Solo quedaba el
diferendo con Cuba. Era tiempo de resolverlo.
Al restablecer relaciones con
Cuba, Estados Unidos ha recobrado la legitimidad moral para refrendar los
valores que lo fundaron igual que a todos los países de América. El arraigo de
esos valores fue el verdadero sueño de Martí para Cuba. Ninguno más prioritario
que la libertad de expresión. Ningún pueblo es una isla entera por sí mismo.
Los cubanos lo han sido por demasiados años.
Vía El Nacional
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