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Me llamo Sofía Imber, y tengo 90 años. Hay quienes dicen o piensan que son más, quizá porque ven el estado físico en que me encuentro y consideran que este cuerpo es aún más viejo; quizá porque creen que todas las mujeres mienten sobre su edad y que yo entro en esa categoría de “todas las mujeres”. Pero no. Me llamo Sofía Imber y tengo 90 años. Lo sé por mi madre, Ana Barú, que nunca mentía y siempre me dijo que yo nací el 8 de mayo de 1924, en Soroca, entonces ciudad de Besarabia, luego de Rusia, hoy de Moldavia. Casi todo lo que sé de ese lugar lo sé porque me lo contaron, pues no tengo recuerdos. Apenas si todavía guardo en la memoria la figura de Kostik, el cochero de mi familia, el primer hombre del que me enamoré o, en todo caso, el primer hombre que se me hizo necesario en la vida. Todo lo demás es un relato verbal que escuché desde antes de tener uso de razón y que me ha acompañado desde siempre como una historia de persecuciones, pérdidas y muerte. Siendo judía mi familia, se comprenderá muy bien por qué tuvimos que escapar de aquellos lados del mundo cuando comenzó el asedio a nuestra raza.
Llegué
a Venezuela muy niña, en 1930. El general Gómez aún estaba vivo, pero
para nosotros, que veníamos huyendo de todos los horrores, este era un
país de paz. Mi madre, mi hermana Lya y yo desembarcamos en La Guaira.
Mi padre, Nahúm Imber, ya estaba aquí. Había venido unos meses antes.
Nos instalamos en La Victoria, Aragua. Aquello fue una tragedia para mi
madre, que no entendía ni aceptaba su nuevo entorno. De Besarabia a
Venezuela. De un día para el otro. Nada fácil para una mujer como ella,
tan correcta, tan habituada a sus costumbres y sus modos. Al año nos
vinimos a Caracas. Lya, mayor que yo, se había mudado aquí para estudiar
Medicina en la Universidad Central y lo lógico era que la
acompañáramos.
Nuestra
primera casa en Caracas quedaba en el número 18 de Bolsa a Pedrera.
Después, como nos fue posible, nos mudamos a otras, un poco mejores.
Éramos gente pobre, es la verdad, pero personas bien dispuestas, y a
pesar de todos los fracasos, que fueron muchos, logramos salir adelante.
Mis padres ganaron una reputación muy respetable en Venezuela, mi
hermana Lya fue la primera mujer que se graduó como médico en este país,
y yo… bueno, yo soy Sofía, una trabajadora.
Comencé
a luchar cuando aún era pequeña. Tendría 10 años, quizá un poco más.
Iba al Country Club a darles clases de ruso a dos señoras de sociedad,
la señora Dagnino y la señora Gil Fortoul. Cuando no me embarcaban me
pagaban 5 bolívares. No aprendieron nada. Creo que no les interesaba
demasiado aprender. Era una diversión, simplemente. Por ese mismo tiempo
me dieron trabajo en Radio Continente, en el programa de Alberto
Ravell, que era muy popular. Como yo tocaba el piano porque mamá me
había hecho estudiar música en la escuela del maestro Sojo, por alguna
circunstancia que no recuerdo, Ravell se interesó en mí y me invitó a
trabajar con él. Me pagaba la misma cantidad de 5 bolívares y me
presentaba como “Astrid, la niña prodigio del piano”. Fue mi primera
aparición en un medio de comunicación, pero nada ni nadie podía prever
entonces que mi destino estaría atado al periodismo. De hecho, apenas
salí del Liceo Fermín Toro, donde hice el bachillerato y comencé a ser
una persona de verdad, mi decisión fue estudiar Medicina. Era buena
alumna. Recuerdo en especial las clases de Anatomía. Tenía buen pulso
para las disecciones.
Pero
sucedió que el periodismo volvió a ponerse en mi camino y de un momento
a otro ya estaba de reportera en Últimas Noticias, donde tuve como jefe
a Oscar Yanes, que nos hacía inventar historias truculentas cuando no
había ninguna noticia que diera que hablar en la ciudad. Por supuesto,
no era lo único. También hacía reportajes y entrevistas. En esas andaba
cuando, en 1944, conocí a quien sería mi primer esposo, Guillermo
Meneses, con quien tuve a mis cuatro hijos: Sara, Adriana, Daniela y
Pedro. Nos casamos de un impulso, 17 días después del momento en que
comenzamos a frecuentarnos. Les avisamos a nuestras familias por
teléfono, cuando ya éramos marido y mujer. Durante los años que
estuvimos juntos lo quise mucho. Todavía lo quiero. Cuando yo quiero,
quiero con terror… Guillermo era perfecto. Perfecto.
Claro
que no han faltado los que me acusan y me culpan por haberlo dejado
cuando lo dejé. Por haberlo dejado y por haberme casado con Carlos
Rangel, mi segundo esposo. Por haberlo dejado cuando Guillermo me amaba
como a nadie, porque yo era el mundo para él. Yo acepto todo —se alza de
hombros—, pero me pregunto por qué la gente tiene tanta curiosidad en
mi vida. Por qué les interesa tanto: a qué hora me acuesto, a qué hora
me levanto, qué comida como, qué dejo de comer, cuánto dinero tengo,
cuánto gasto. Que si tuve amantes. Que quiénes fueron. Es algo que no me
explico. De pronto se me ocurre que como siempre hice lo posible por
mantener mis cosas en privado, eso contribuyó a que algunos crean que yo
soy un misterio o que guardo una infinidad de secretos. No puedo hacer
nada. De la puerta de mi casa no pasa nadie excepto los amigos, aunque
ya casi no tengo porque han muerto.
Con
Guillermo viví en Caracas, en Bogotá, en París y en Bruselas. En Bogotá
nos exilamos en 1945, a voluntad, como consecuencia del derrocamiento
del general Isaías Medina Angarita, muy admirado por nosotros. A París
fuimos a dar en 1949, gracias a que la Junta Militar de Gobierno
presidida por Carlos Delgado Chalbaud nombró a Guillermo como
subsecretario de la embajada de Venezuela en esa ciudad. Es otra de las
cosas de las que nos acusan. De las que me acusan. Que hayamos vivido,
que yo haya vivido en París, primero, y luego en Bruselas, durante la
dictadura de la década de los años cincuenta. Siempre respondo que
nosotros no conocíamos los horrores que se estaban cometiendo en
Venezuela.
¿Es
necesario que me defienda? Desde que pude hacerlo hasta que la vejez
comenzó a cercar mi vida no hice otra cosa excepto trabajar, trabajar y
trabajar. Además de dedicarme a la prensa escrita, ingresé en la
televisión e hice, entre otros, el programa “Buenos Días”, un hito en la
historia del periodismo venezolano. Al principio éramos tres los
anfitriones: Reinaldito Herrera, Carlos Rangel y yo. Luego quedamos
Carlos y yo. Luego quedé yo. Sola. Porque Carlos, mi segundo esposo,
hombre afectuoso y de una inteligencia muy fina, se suicidó en 1988. Fue
un golpe muy duro para mí, pues él y yo hacíamos todo, todo juntos,
pero fue su decisión y yo supe comprenderla. Me dejó una carta, que a
veces vuelvo a leer. Allí me dice que sabré sobreponerme, que debo hacer
esto y aquello… Carlos era perfecto. Perfecto.
Quizá
nadie como él podría dar el mejor testimonio sobre lo que fue hacer el
Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, que inauguramos en 1974 y llegó a
ser uno de los mejores de América Latina, como se ha dicho y se sabe.
El museo fue mi segunda casa durante casi 30 años, hasta el día de 2001
en que Hugo Chávez me botó de la dirección, a través de un programa de
televisión. Yo estaba haciendo ejercicio en la Cota Mil cuando me
enteré. Me llamaron de casa para informarme. No alteré mi rutina. De la
Cota Mil fui a tomarme un café en la panadería St. Honoré, como lo tenía
previsto. Eso fue en enero. Yo pensaba renunciar en marzo. Sabía que no
iba a poder trabajar con una persona como Chávez en el gobierno. Él se
adelantó a mi decisión.
Hoy
en día, cuando me preguntan si me siento satisfecha, siempre digo lo
mismo: me siento satisfecha de las cosas que hice bien. ¿Feliz? Lo he
sido a veces. No se puede ser feliz constantemente. Mi mayor logro, eso
sí, son mis hijos, a pesar de las dificultades que hemos enfrentado.
Quise para ellos tres cosas en la vida: que hablaran inglés, que
supieran nadar y que tuvieran unos buenos dientes. Pedro, mi único
varón, murió en enero de 2014. Tenía 51 años… Horrible… Horrible… Lo
pienso mucho. El dolor hace pensar. A muchos les parece insólito que yo
no llore. Dicen: “Es una mujer cruel, es una mujer insensible”.
Si yo llorara, lloraría el mar entero.
Los
que me frecuentan han visto que tengo mucho sentido del humor. Me río
de mí misma. Reflexiono. Me analizo. Hago psicoanálisis desde que vivía
en París, donde comencé a verme con el doctor Daniel Lagache, en el
número 270 de la rue du Bac. Luego seguí mi terapia en Caracas, hasta
hoy. Uno nunca termina de conocerse. El análisis es como un espejo. Solo
da lo que uno muestra. Tal vez lo único que lamento es no haber podido
creer todavía en Dios. No nací con la virtud de creer. Si creyera, la
vida sería más fácil. El que cree se siente acompañado. El que no, está
solo. Con todo, pienso que si hay un Dios bueno para mí, cuando llegue
el momento de mi muerte, será rápida. No quiero que, dado el caso, me
prolonguen innecesariamente la existencia. ¿Para qué? ¿Qué sería de la
vida? ¿Qué sería de la vida sin pasiones? Nada. ¿Tragar, cagar y dormir?
No. Para mí, eso no. Y mis hijos ya lo saben.
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