Editorial de El Nacional
Escueta y
espeluznante, la noticia da cuenta del ajusticiamiento de dos jóvenes
estudiantes cuyos cadáveres -maniatados, amordazados, golpeados y
baleados con saña- fueron encontrados en Catia el viernes por funcionarios
policiales que, en comunicado también escueto y sospechosamente expedito,
señalan, para curarse en salud, que los familiares de Luis Arianyi García, de
21 años de edad, y Yasmir Jesús Tovar Madrid, de 23, habrían negado “que hayan
sido detenidos y asesinados por efectivos policiales por participar en
protestas en Caracas”.
Sin
embargo, los periodistas apostados en la morgue de Bello Monte no pudieron
corroborar con allegados a las víctimas esa declaración que suscita más dudas
que convicciones; y, si no tenía velas en ese entierro, ¿por qué el gobierno
pagó los gastos del funeral?
Con este
infausto hallazgo, el número de jóvenes asesinados en la capital desde el 19 de
febrero se eleva a seis, media docena de ejecuciones que sólo serán tomadas en
cuenta con fines estadísticos y, lo mismo que otras similares, engrosarán el
archivo de casos sin resolver, y sus autores, que podrían pertenecer a esos
colectivos parapoliciales que actúan -con tácito visto bueno gubernamental- al
margen de la ley, pero cuadrados con la revolución, gozarán de
libertad absoluta y hasta subsidiada.
Acierta
María Corina Machado cuando sostiene que “el asesinato de los estudiantes
ratifica la urgencia de la transición”, pues es un hecho que este régimen no
está en capacidad de garantizar la seguridad ciudadana, como revelan las
escalofriantes cifras referentes a robos, secuestros y homicidios que son
perpetrados al por mayor en todo el territorio nacional.
Esas
muertes ocurren en un país aquejado por la precariedad del abastecimiento
alimentario, la recurrencia de las colas, los fallos reiterados en la
prestación de servicios públicos, la agudización de la represión del justo
reclamo y la coerción del ejercicio de los derechos y libertades ciudadanas; es
decir, en términos del acontecer nacional, se reducen a una tragedia sin más
dolientes que los parientes y amigos de los fallecidos, cuya sed de justicia no
será satisfecha, como no es satisfecha la mayor parte de sus necesidades.
En este
contexto cabe preguntarse para qué existe un supuesto poder moral -que de ética
no puede presumir, porque sus órganos están al servicio del opresor- cuyo
emblema, la Defensoría del Pueblo, no ampara a quien, teóricamente, debe
representar y es su razón de ser: el hombre común y corriente maltratado por un
gobierno que le persigue, raciona y limita su ya de por sí reducida capacidad
de compra y escamotea la protección que, constitucionalmente, está obligado a
prestarle.
Razón, y mucha, tienen quienes
han empezado a sumarse al “acuerdo para la transición” porque está claro que no
se habrá de resolver con prontitud ni diligencia lo que no se ha
entendido ni atendido a lo largo de los 16 años que llevamos viviendo al borde
del peligro y de un ataque de nervios.
Vía El Nacional
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