ANÍBAL ROMERO
24 DE AGOSTO 2016 - 12:01 AM
Una vez escuché decir a un ex presidente venezolano que “los políticos escriben sus memorias cuando han perdido la memoria”. Hay bastante de verdad en la sarcástica aseveración. Ahora bien, en no pocas ocasiones las memorias políticas son relevantes fuentes históricas, que si bien no interpretan con objetividad en todos sus aspectos los hechos comentados, pueden al menos, y en el peor de los casos, ser útiles como pistas para analizar la psicología de quienes las escriben.
Lo que debe exigirse de unas memorias políticas es que se apeguen a la que fue línea editorial de la BBC de Londres durante la Segunda Guerra Mundial: jamás decir mentiras, pero no necesariamente decir siempre toda la verdad. En tal sentido, carezco del suficiente conocimiento de la historia moderna de la República Dominicana en general, y de la extensa y compleja carrera política de Joaquín Balaguer (1906-2002) en particular, para hacer un juicio ponderado de los contenidos propiamente históricos de sus memorias, inicialmente publicadas el año 2000 y varias veces reimpresas. El libro cayó en mis manos y lo he leído con genuino interés. En primer lugar pues no es común que los políticos latinoamericanos, y en especial uno de tan larga y polémica trayectoria como la que tuvo Balaguer, escriban memorias; y en segundo lugar por las consideraciones que realiza el autor sobre algunos temas de la lucha política y la existencia personal, que han llamado mi atención y merecen un comentario.
Insisto que no es mi propósito polemizar en torno a la figura de Balaguer y sus ejecutorias políticas. Al respecto se nos ofrece una amplia y controversial literatura, que el lector puede consultar si lo desea. Como es sabido, Balaguer se desempeñó en diversos y relevantes cargos públicos durante la llamada “era de Trujillo” (1930-1961), tiempos de una feroz tiranía que ensangrentó la tierra dominicana. Luego del asesinato de Trujillo en mayo de 1961, momento en que Balaguer ocupaba la Presidencia nominalmente, este enigmático y elusivo personaje dio inicio a otra larga etapa de acción política que le condujo a ejercer de nuevo la Presidencia de su país seis veces, sufriendo su final derrota electoral el año 2000 con más de 90 años encima y prácticamente ciego.
Conviene distinguir entre las memorias políticas y las autobiografías propiamente dichas. Desde luego, no se trata de géneros literarios antagónicos, sino con frecuencia complementarios. Algunas memorias, como las del general De Gaulle y Henry Kissinger, entre otras, aportan elementos de gran valor histórico, pero más bien escasas reflexiones puramente personales. Las obras estrictamente autobiográficas escritas por políticos, como es el caso del extraordinario libro de Churchill, My Early Life, publicado en 1930, narra las peripecias de su autor desde su nacimiento hasta 1902, aproximadamente, y está lleno de pasajes que revelan el carácter y temperamento de quien se convertiría en uno de los más grandes estadistas del siglo XX. Pero en realidad, My Early Life no es un libro introspectivo, sino un retrato del ímpetu expansivo de Churchill, en contacto con las vicisitudes de la acción. Una excelente memoria política en sentido estricto es la de Alexis de Tocqueville, titulada justamente Souvenirs (1893), que de nuevo se centra en el análisis de eventos, en este caso la revolución de 1848 en Francia, pero no procura explorar a fondo los claroscuros de la conciencia individual.
Podrían citarse otras, y si bien no pretendo colocar el libro de Balaguer en el mismo plano que las obras antes mencionadas, en cuanto a su calidad literaria se refiere, tampoco desmerezco sus Memorias de un cortesano en la Era de Trujillo, que ocupa un punto medio entre la memoria política y la autobiografía. El libro narra y analiza eventos y es también un ejercicio de autoevaluación personal, guiado por un espíritu alerta y comedido. Están bien escritas, aunque a veces en estilo un tanto ampuloso y con sabor a otra época. Lo que más atrajo mi interés fueron, de un lado, sus motivaciones al escribirlas, tal y como las he percibido; y de otro lado las contradicciones que sobre diversos asuntos exhibe su autor. En cuanto a lo primero, intuyo que las principales motivaciones del libro son la nostalgia y el intento de justificarse, mediante mesurada autocrítica. En cuanto a lo segundo, la contradicción esencial tiene que ver con la descarnada estimación que hace Balaguer tanto de la política como de la naturaleza humana, coexistiendo de manera paradójica con su implacable apego al poder y su afanosa dedicación por conquistarlo y preservarlo.
La nostalgia es una fuerza notable cuando avanzan los años y procuramos dar un sentido al camino andado. A ello se suma el creciente peso de los recuerdos de las fases iniciales, en las que forjamos el rumbo posterior de la vida adulta, de sus logros, dificultades, alegrías y desencantos. Se destacan las páginas en que Balaguer rememora su infancia, sus relaciones familiares, los atisbos de su vocación literaria y su encuentro con la política. Varias de las semblanzas que realiza sobre personajes que conoció en la vida pública resultan agudas y trazadas con pluma ágil, provista de un soterrado sarcasmo que en ocasiones convierte presuntos elogios en afiladas dagas, que hieren hondamente pero de modo sutil.
Balaguer procura dibujar un perfil balanceado del dictador Rafael Leonidas Trujillo, una tarea desafiante que podría escaparse de las manos a personas aún menos comprometidas de lo que el propio Balaguer estuvo con el déspota. Afirma Balaguer que Trujillo “no fue el tipo común del dictador latinoamericano”, que no se trató del “dictador ilustrado” al estilo del Dr. Francia en Paraguay o de García Moreno en el Ecuador, pero tampoco fue “del tipo del capataz montaraz, a la usanza de Cipriano Castro y de Juan Vicente Gómez” en Venezuela. A decir verdad, no obstante, los diversos pasajes en que Balaguer describe a Trujillo le asemejan al resto de tiranos que han plagado la historia de América Latina.
Balaguer no ahorra palabras para plasmar en su obra la magnitud de la claudicación ética, ante la que él y muchos otros sucumbieron durante esos treinta años de oprobio: “Los hombres más obligados, por razones de educación y por otros motivos no menos legítimos, a defender sus fueros individuales, incurrimos entonces en actos de sumisión sin precedentes en la historia de ningún otro país latinoamericano” (p. 103, edición de 2008). ¿Y ello por qué? Llegado al punto de explicar qué le llevó a someterse, el autor nos dice que “la política pone una venda en los ojos de los hombres y los convierte muchas veces, inconscientemente, en instrumentos dóciles de causas que en lo íntimo de su ser rechazan como incompatibles con sus sentimientos más elementales”. Sostiene además que en los países que viven bajo regímenes autocráticos, “la conciencia de la responsabilidad individual se atenúa para diluirse finalmente en la responsabilidad colectiva… El individuo… empieza a justificarse a sí mismo con la excusa de que el mal es aceptado por toda la sociedad, congraciada con el despotismo como un mal necesario” (pp. 113-114). Balaguer insiste en que no es su intención “justificar con esos razonamientos la responsabilidad moral que pueda caberme por mi participación durante 30 años en el régimen dictatorial de Trujillo”, sino más bien “explicarme a mí mismo y a los que en el futuro me lean, el porqué de mi pasividad ante hechos y situaciones en pugna con los dictados de mi conciencia y con los sentimientos que gobiernan moralmente mis ideas” (pp.114-115).
Busqué en vano en las páginas del libro una explicación satisfactoria, aunque no es difícil imaginar la carrera política del autor como otra manifestación de la ambición y orgullo humanos. En el caso de Balaguer, en particular, se expresa una contradicción entre su clara conciencia sobre las limitaciones y flaquezas de la condición humana y de la acción política, por una parte, y por la otra su afanosa y obsesiva persecución del poder. Se palpa además una severa tensión entre un temperamento aparentemente sereno y ponderado, de un lado, y del otro una personalidad férrea pero templada por el permanente dominio de sí mismo, en lo que debió ser un duro ejercicio diario de autocontrol. Sin jamás levantar la voz, cumpliendo a cabalidad y sosegadamente sus deberes burocráticos, intentando pasar desapercibido en numerosas circunstancias, vistiendo regularmente con trajes oscuros, blancas y bien planchadas camisas y sobrias corbatas, Balaguer sobrevivió, tal parece que sin ser humillado por el tirano, a través de la larga y vejatoria dictadura trujillista, y después se impuso sobre un entorno que exigía finos y afilados instintos políticos.
Balaguer fue también un intelectual que cultivó la poesía, la narrativa y el ensayo histórico. Como tantos otros intelectuales latinoamericanos se vio tentado y conquistado por la ambición política. Atribuyo este hecho recurrente a la inestabilidad de nuestros países, donde los vaivenes y la precariedad de la existencia convierten el poder en moneda corriente y a veces casi única del prestigio y el reconocimiento. Recuerdo en tal sentido mi experiencia de vida en Inglaterra, país donde los políticos y el poder político son comúnmente vistos con cínico sentido del humor y no poco desdén. Allí las conversaciones sobre política pueden fácilmente adquirir el carácter de gestos de mal gusto y expresiones de una educación deficiente. Esto es propio de sociedades estables, de sociedades en las que la continuidad institucional tiende a mayores equilibrios. En nuestros países latinoamericanos, con pocas y temporales excepciones, los poderosos acaban siendo árbitros de ámbitos muy amplios, absorbiendo, distorsionando y descarrilando diversas y legítimas ambiciones.
Fue por cierto un gran inglés, el brillante parlamentario conservador J. Enoch Powell, quien aseveró que “todas las carreras políticas, a menos que por un viraje del destino sean truncadas a mitad de camino, terminan en fracaso”. Como anoté anteriormente, no dispongo de suficientes elementos de juicio para pronunciarme con certeza acerca del periplo vital y político de Joaquín Balaguer. Sus críticos le acusan con severidad y sus defensores elogian lo que consideran fueron sus aportes, luego del fin de la “era de Trujillo”, orientados a encaminar a su país hacia otra etapa histórica, minimizando pugnas y rencores. A fin de cuentas fue un caudillo civil, un personaje de rasgos poco usuales en el panorama político de nuestra tormentosa región caribeña y latinoamericana. Sobre el personaje me aventuro a formular la siguiente crítica: no supo retirarse a tiempo, y durante su excesivamente largo camino asfixió en su país la necesaria renovación de rostros y generaciones que demanda la política.
¿Escribió mentiras Balaguer en sus memorias? No puedo determinarlo, pero ciertamente no dijo siempre toda la verdad. El libro contiene una página que el autor dejó deliberadamente en blanco. Dicha página tendría que incluir en su momento la versión del autor acerca del asesinato del periodista de izquierda dominicano Orlando Martínez Howley, hecho acaecido en 1975, tiempo en que Balaguer ejercía la Presidencia de la República. Dice Balaguer en su libro que encargó a una persona de su confianza para que, luego de su muerte, incluyese el texto correspondiente en nuevas ediciones de la obra. Balaguer falleció en 2002. La edición que he comentado es de 2008, y la página sigue en blanco.
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