MARCOS R. CARRILLO P. | EL UNIVERSAL
viernes 16 de septiembre de 2011 12:30 PM
La semana pasada un grupo de altos personeros del PSUV y de la Fuerza Armada -todos íntimos del Presidente- fueron incluidos en la lista de colaboradores con el narcotráfico del Departamento de Estado de EEUU por haber asistido a los terroristas de las FARC, organización que, además, es una conocida mafia de narcotraficantes. La reacción del Gobierno fue la esperada: salir en defensa automática de los implicados, alegando que es una afrenta al país, asimilando, una vez más, las presuntas actuaciones de individuos con las de toda una nación. La acusación debe leerse en el contexto moral de la "revolución bonita", cuya característica principal es la de abrogarse una superioridad moral sobre todo aquel que no se declare revolucionario.
Para que la supremacía que alegan pueda permear a toda la sociedad y construir el "hombre nuevo" es indispensable la permanencia indefinida en el poder. El único principio, entonces, no es teórico, como argumentan constantemente, sino puramente pragmático: mantenerse en el poder. En función de esto todo lo demás es excusable. De allí, que la superioridad moral que dicen tener es necesariamente flexible, debe mutar conforme a las necesidades del Gobierno. Toda una paradoja: la moral revolucionaria es inevitablemente dócil y maleable, acomodaticia y subordinada, alterable a conveniencia, es decir, una antimoral.
Las implicaciones de esta alegada preeminencia se notan más claramente en el día a día: ayer era indispensable vestir de rojo, hoy es sospechoso el que lo haga, según dijo el propio Presidente. Hace unos años la Constitución era la mejor del mundo, de un tiempo para acá es una insoportable camisa de fuerza, que logró romper a medias con la posibilidad de reelegirse indefinidamente y la ayuda del TSJ. Las invasiones son buenas siempre que no sea a La Chavera o cualquier otra finca del latifundio de los Chávez. Las elecciones se respetan cuando se ganan, de lo contrario se hace lo que se hizo con la Alcaldía Mayor, se vacía de poder y se nombra a dedo a algún segundón. La vida de, por ejemplo, Franklin Brito es prescindible, pero se horrorizan por la muerte de los mercenarios que defienden a Gadafi. El Poder Judicial es abiertamente parcializado y subordinado a los caprichos presidenciales. La independencia de los poderes se considera una afrenta al Gobierno.
En el ámbito internacional no es distinto. La injerencia de Venezuela en otros países es natural y deseable, pero las decisiones de EEUU que afectan a personas naturales -no al Estado- son abusos imperiales. Atroces dictadores, violadores de derechos humanos, como los Castro, Gadafi, Ajmadineyad o Saddam Hussein son víctimas del imperio a quienes debe darse todo apoyo.
Esta plasticidad moral abre puertas para que el Gobierno adelante acciones concretas como persecuciones judiciales, sometimiento de presos políticos o la utilización del insulto y la amenaza como forma de degradación de quien piense distinto. La trampa se hace necesaria, el peculado es justificado y la corrupción excusable. Todo es amparado por la impunidad que otorga la moral revolucionaria.
En definitiva, la pureza moral de la que se jactan se revela como lo que verdaderamente es: una obscena falta de escrúpulos que justifica cualquier cosa en nombre de la revolución, inclusive apoyar atrocidades como las que comenten las FARC y el ELN, sus aliados ideológicos.
Para que la supremacía que alegan pueda permear a toda la sociedad y construir el "hombre nuevo" es indispensable la permanencia indefinida en el poder. El único principio, entonces, no es teórico, como argumentan constantemente, sino puramente pragmático: mantenerse en el poder. En función de esto todo lo demás es excusable. De allí, que la superioridad moral que dicen tener es necesariamente flexible, debe mutar conforme a las necesidades del Gobierno. Toda una paradoja: la moral revolucionaria es inevitablemente dócil y maleable, acomodaticia y subordinada, alterable a conveniencia, es decir, una antimoral.
Las implicaciones de esta alegada preeminencia se notan más claramente en el día a día: ayer era indispensable vestir de rojo, hoy es sospechoso el que lo haga, según dijo el propio Presidente. Hace unos años la Constitución era la mejor del mundo, de un tiempo para acá es una insoportable camisa de fuerza, que logró romper a medias con la posibilidad de reelegirse indefinidamente y la ayuda del TSJ. Las invasiones son buenas siempre que no sea a La Chavera o cualquier otra finca del latifundio de los Chávez. Las elecciones se respetan cuando se ganan, de lo contrario se hace lo que se hizo con la Alcaldía Mayor, se vacía de poder y se nombra a dedo a algún segundón. La vida de, por ejemplo, Franklin Brito es prescindible, pero se horrorizan por la muerte de los mercenarios que defienden a Gadafi. El Poder Judicial es abiertamente parcializado y subordinado a los caprichos presidenciales. La independencia de los poderes se considera una afrenta al Gobierno.
En el ámbito internacional no es distinto. La injerencia de Venezuela en otros países es natural y deseable, pero las decisiones de EEUU que afectan a personas naturales -no al Estado- son abusos imperiales. Atroces dictadores, violadores de derechos humanos, como los Castro, Gadafi, Ajmadineyad o Saddam Hussein son víctimas del imperio a quienes debe darse todo apoyo.
Esta plasticidad moral abre puertas para que el Gobierno adelante acciones concretas como persecuciones judiciales, sometimiento de presos políticos o la utilización del insulto y la amenaza como forma de degradación de quien piense distinto. La trampa se hace necesaria, el peculado es justificado y la corrupción excusable. Todo es amparado por la impunidad que otorga la moral revolucionaria.
En definitiva, la pureza moral de la que se jactan se revela como lo que verdaderamente es: una obscena falta de escrúpulos que justifica cualquier cosa en nombre de la revolución, inclusive apoyar atrocidades como las que comenten las FARC y el ELN, sus aliados ideológicos.
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