Fernando Mires
Hay, en la vida de determinados autores algún momento en el que crean una obra que merece el calificativo de genial. La Gioconda en la pintura de Leonardo; el concierto para clarinete y orquesta de Mozart; el Manifiesto Comunista en la teoría marxista; El Viejo y el Mar en la literatura de Hemingway; Tiempos Modernos en el cine de Chaplin y, sin dudas, El Malestar en la Cultura en la producción de Freud. ¿En que consiste esa genialidad?, me he preguntado muchas veces.
Leyendo nuevamente, después de muchos años, El Malestar en la Cultura(Freud
1930) creo haber encontrado algunas respuestas a mi pregunta. Una de
ellas es que cada vez que he leído ese libro, ha sido posible entenderlo
de diferente manera. Pero la manera diferente no anula, curiosamente,
la impresión obtenida en el pasado, sino que agrega otras, las que
parecen ser tan inagotables como son las veces que se puede leer un
libro. Eso significa que parte de la genialidad de una obra reside en la
propiedad que ella tiene de comunicar al observador nuevas sugerencias
e ideas a través del tiempo. Genialidad estaría unida, en ese sentido,
con cierta noción de trascendencia, o con esa intranquilidad que produce
una obra cuando parece “estar viva”.
Decir que una obra parece “estar viva” no es en este caso un recurso literario. Porque en El Malestar en la Cultura,
escrita en 1930, está su autor más presente que nunca. En esas páginas
leemos a quien combina sus observaciones sobre la vida con su reflexión
científica; quien piensa sobre mitos y religiones; quien extrae de la
arqueología tantas ideas como de los manuales de medicina; quien vive
discutiendo, aceptando y rechazando ideas que surgen del movimiento
psicoanalítico de su tiempo —uno de los más interesantes movimientos
culturales en la historia de la modernidad— del cual él es indiscutido leader. Todo eso, y mucho más, es el trasfondo de El Malestar.
Quien tenga un conocimiento aunque sea superficial de la obra freudiana, puede captar, además, que El Malestar es
una especie de río mayor en donde confluyen muchos otros ríos.
Prácticamente en cada párrafo del texto encontramos la relación con un
trabajo anterior confluyendo en la dirección argumentativa. Pues, El Malestar es
síntesis y recapitulación, punto de llegada, pero a la vez, y eso es lo
asombroso, punto de salida para otros ríos para que sean navegados, ya
no por Freud, sino que por quienes se atrevan a continuar su viaje en
dirección a ese “séptimo continente” que no es sino tu propia alma. El Malestar es un río y un delta a la vez.
Es por esas razones que El Malestar interpela
a muchas personas de distintas culturas y disciplinas. Pues ese texto
puede no sólo ser interpretado de diversas maneras en diversos tiempos,
sino. además, en un mismo tiempo, de diversas maneras. El Malestar es
también un libro filosófico, antropológico, sociológico —y, con algunas
reservas, también psicológico—. Sostengo además, y trataré de probarlo,
que también es un libro político.
Aquel sentimiento oceánico de la vida. A primera vista pareciera que Freud hubiera decidido en El Malestar tomar
a la cultura como objeto de investigación. Esto es sólo en una parte de
la verdad. La otra parte es que siempre la cultura fue un objeto del
análisis freudiano. Y esto es válido no sólo para sus obras
metapsicológicas y culturales, sino que también para su obra
estrictamente psicológica. Como constata Reimut Reiche: “Si se considera
la obra escrita de Freud en su totalidad, se obtiene la sorpresiva
confirmación de que los escritos dedicados a temas como sociedad,
cultura, arte y literatura, conforman más de la mitad de sus obras
completas, y que estos temas le acompañaron hasta poco antes de su
muerte”
El alma de las personas no es para Freud
una instancia extracultural. Pero, a la vez, tampoco la cultura es en
Freud una instancia extrapsíquica. Hay una unidad interactiva entre
ambas instancias. Cultura y alma individuales no son dos realidades
distintas sino una sola que, a su vez, reconoce múltiples instancias.
Esto es importante decirlo, pues no hay pocos analistas, e incluso no
analistas, que hablan de la imposibilidad de traspasar el análisis
psicológico a lo social. Y tendrían razón si se tratara de establecer
analogías entre realidades distintas. Pero si no hay realidades
distintas, no hay traspasos ni analogías.
El tema de la cultura en Freud no es
diferente al del individuo sino que es el del individuo en la cultura,
del mismo modo que el tema individual es el de la cultura en el
individuo. De esta manera, el objeto de análisis freudiano en lugar de
ser buscado en un punto fijo ubicado en un espacio determinado, debe ser
encontrado en la interacción de diversos puntos.
El verdadero objeto de Freud es la
interacción, no el o los puntos interactivados. Sobre este tema se
insistirá más adelante, pero conviene retenerlo pues lleva a una
deducción que puede ser decisiva, y es la siguiente: que si el objeto es
la interacción, el psicoanálisis no puede sólo ser, y no lo era para
Freud, propiedad privada de determinados profesionales, en este caso,
los psiquiátras, sino un campo abierto al que podemos, incluso debemos,
tener acceso todos, seamos sociólogos, historiadores, antropólogos o
cualquiera cosa que estudie a esa especie tan extraña que es el ser
humano.[1] De este modo, el “afuera” y el “adentro” son simples
convenciones teóricas. Pongamos un ejemplo: la representación edípica
del Padre no tendría gran signifación para el hijo si el Padre no
representara la Ley que existe más allá del contorno familiar del mismo
modo que esta Ley no tendría ningún significado si no pudiera penetrar
al interior de la familia con lo cual, la Ley es representación hacia
adentro y hacia afuera al mismo tiempo. Es individual, es cultural y,
por eso mismo, es política. O lo que es parecido: el Padre es una
realidad multidimensional y no siempre tiene demasiado que ver con esa
persona a veces bastante insignificante que es el padre existente y
real.
Precisamente porque Freud hace de las
interacciones un objeto, no comienza su trabajo con una definición de
cultura, la que recién aparece en el capítulo lll. En cambio comienza
su libro con un aparentemente inofensivo comentario a una carta de
Romain Rolland quien critica a Freud haber dejado de lado en sus
estudios acerca de las religiones aquello que él llamaba el “sentimiento
oceánico”.
Para Rolland ese “sentimiento” era la
fusión del ser con aquella totalidad universal que lo precede y que lo
continuará, sentimiento proporcionado, aunque sea ilusoriamente, por la
religiosidad. En ese momento se tiene la impresión de que Freud, al
aceptar la sugerencia de su amigo, se apresta a hacer una autocrítica a
su teoría acerca de las religiones, impresión que desaparece cuando uno
se da cuenta que el objetivo de Freud es presentar ese “sentimiento
oceánico” como sinónimo del concepto de Ello. El Ello, o todo lo que no
es cultura, es la puerta de entrada a su libro.
Los modelos freudianos. Antes de referirme al Ello de El Malestar, es
necesario gastar un par de frases con relación al Ello en Freud. Porque
el Ello de Freud no es tanto de Freud. Viene de Nietzsche, quien en su Nacimiento de la Tragedia “inventó” al Ello.
Para Nietzsche el Ello está presente en
la literatura pre-clásica griega, representada en Dionisios y sus
bacanales, cuando el ser humano se permitía regresar a su animalidad
perdida, hasta que llegaba Apolo despertándolo con la armonía de sus
flautas y lo integraba en la cultura sin que se rompiera esa relación
del mundo pre-cultural con el cultural o social. La belleza y la
simetría de Apolo sólo podían ser posibles gracias al caos dionisiaco.
El regreso a Dionisos, imperativo nietzscheano, significaba recuperar la
naturaleza perdida frente al Estado, a la religión, a la moral y a la
cultura.
La intuición renaturalizante de
Nietzsche fue recogida tiempo después por el médico suizo Georg
Grodeck, verdadero eslabón perdido entre Nietzche y Freud . Según
Grodeck, considerado iniciador de la medicina psicosomática, el cuerpo
humano es una singularidad integrada en la cosmología universal de la
misma manera que cada ínfima molécula de nuestro cuerpo es una
singularidad independiente, que vive en la singularidad que somos
nosotros y en el universo al que pertenecemos el que en su totalidad,
forma otra singularidad.
Grodeck, llamado por sus
contemporáneos, “el psicólogo salvaje”, sostenía que en tanto venimos
del, y vamos al, universo cosmológico, no sólo vivimos sino somos
vividos por fuerzas que nos preceden y nos trascienden. Esas son, para
Grodeck, el Ello. En contra de muchos colegas, Freud que no era un
simpatizante de teorías cosmológicas —basta leer sus lapidarios juicios
frente a las tendencias esotéricas de Jung— tomó sin embargo muy en
serio a Grodeck, con quien sostuvo intensa correspondencia e incorporó
bastante de sus premoniciones metapsicológicas a sus teorías científicas
.
“No vivimos, somos vividos”, era una de
las frases favoritas de Grodeck. Digamos lo que digamos, hagamos lo que
hagamos, estamos de una u otra manera siguiendo los mandatos del Ello.
La autonomía del Yo es sólo una ilusión de la modernidad. Somos como
aquel jinete que al ser preguntado hacia donde cabalga con tanta prisa,
responde: “No sé: pregúntale a mi caballo”.
Freud reconoció siempre la fuerza del
Ello, pero al mismo tiempo exige como imperativo de la vida, individual
y cultural, la hegemonía del Yo. “Donde hay Ello” —era una de sus
máximas— “debe haber Yo”. Y como poseía fino humor, envió una vez una
cordial tarjeta de cumpleaños a Grodeck con el siguiente saludo: “Mi Yo y
mi Ello desean muchas felicidades a su Ello”. No obstante, ve en la
capitulación del Yo frente a las fuerzas del Ello una de las causas de
las alteraciones de la personalidad, en sus más diversas formas. Frente a
esa amenaza el Yo crea un protector: el Superyo, o introyección de la
moral y de la cultura representada originariamente por la presencia de
la figura paterna. Pero con eso Freud debería resolver un nuevo
problema: la posibilidad de capitulación del Yo frente a su Superyo. Más
todavía, la debilidad del Yo abría posibilidades para una alianza entre
el Ello y el Superyo. Estas fueron las preocupaciones que lo llevaron a
escribir en 1923 su famoso El Yo y el Ello (Freud
1923) que marca al mismo tiempo un viraje radical en la teoría freudiana
la que se evidencia ya en el primer capítulo de El Malestar.
Al incorporar al Ello en la constitución
“orgánica” del ser, Freud derribaba el cuarto pilar sobre el cual se
sustenta la modernidad. El primero lo había derrumbado Copérnico al
demostrar que no somos el centro del universo. El segundo lo derribó
Darwin al demostrar, en contra de explicaciones bíblicas, nuestra
animalidad originaria. El tercero lo derribó Einstein al probar la
relatividad del tiempo. Freud demostró que no somos dueños absolutos de
nuestros actos, como afirman ideologías racionalistas.
Hasta El Yo y el Ello,
Freud venía trabajando con su clásico modelo topográfico, bajando de lo
consciente hasta las guaridas de lo inconsciente y descubriendo entre
esas dos instancias diversas capas y sub-capas. Ese modelo topográfico
es considerado por muchos la esencia del psicoanálisis freudiano. Sin
embargo, el análisis freudiano no se basa en un sólo modelo. El
topográfico es sólo el inicial. En efecto: además encontramos otro que
podría llamarse “económico”, que se basa en las cuotas de importación y
exportación de energía libidinosa y que lleva a desarrollar la teoría
del “narcisismo” (o estancamiento de la energía libidinosa en el Yo)
tanto o más importante en la obra freudiana que el complejo de Edipo.
Un tercer modelo, que podría denominarse “dialéctico”, aparece ya en El Malestar, basado en la lucha que libran el principio de muerte frente al de la vida, cuyo texto básico de referencias es Más allá del Principio del Placer (1920). Un cuarto modelo, y a ese me estoy refiriendo, es el “dinámico”, que toma forma a partir de la publicación de El Yo y el Elloy
está constituido por el juego de relaciones que se establecen entre el
Ello, el Yo y el Superyo, las que pueden tomar las más diversas formas.
Ese modelo se continúa en sus obras de crítica cultural, especialmente
en El Malestar, cuando Freud agrega una cuarta instancia, la
cultural, que a su vez traza las líneas para la configuración de un
quinto modelo al que me atrevería a denominar como “sociológico”. Ahora
bien, lo particular de la teoría freudiana es que la aplicación de un
nuevo modelo, no implica renunciar al otro, de modo que casi nunca uno
aparece en forma “pura”.
La arraigada creencia relativa a que el
único modelo freudiano es el topográfico, ha llevado a pensar que el
Ello no es sino un simple sinónimo del inconsciente . Quizás parte de la
responsabilidad en ese equívoco corresponde a Freud al no haber marcado
siempre las diferencias, pues hay momentos, sobre todo en la terapia,
en que ambas instancias confluyen, ya que si él Ello es inconsciente, no
todo lo inconsciente es Ello. El Ello, en su acepción más amplia,
precede no sólo al Yo sino también al inconsciente. En ese sentido
podemos encontrar en Freud dos tipos de referencias al Ello: una
individualizada, que dice relación a las formas como se presenta el Ello
en cada persona, y otra metapsicológica, representada por toda aquella
realidad que existía antes del surgimiento de la cultura y que continúa
existiendo bajo su dominio (el “sentimiento oceánico” de Romain
Rolland).
Simplificando al máximo se puede decir:
Mientras el Ello individual se define negativamente como todo aquello
que no es Yo, el metapsicológico se define como todo aquello que no es
cultura. Y como el Yo en uno es el representante interior de la cultura,
las diferencias entre uno y otro se vuelven, en este caso, puramente
formales.
Cuando no había nadie más que tú. En los dos primeros capítulos de El Malestar parece Freud buscar la conexión con su crítica a la religión formulada en el Futuro de una Ilusión (1927).
No obstante, lo que interesa a Freud, mediante ese rodeo, es disertar
acerca de por qué el ser humano es, por el hecho de pertenecer al ámbito
de la cultura, un ser desdichado. De esa desdicha constitutiva viven
las religiones pues con su idea del “más allá” nos prometen un mundo en
donde encontraremos la felicidad que se ha hecho imposible en el “más
acá”. Esa promesa se encuentra para Freud no en el futuro sino en el
pasado. Pues hubo un tiempo, intenta decirnos Freud, en que ese
“sentimiento oceánico” era algo más que un recuerdo vago. Era una
realidad. El ser humano no estaba escindido en Yo y Ello y por lo tanto
no había necesidad de que existiera ningún Superyo. Era una unidad
integrada en la totalidad del cosmos, hasta que, al comer del árbol del
conocimiento (la formulación es mía), vale decir, de la cultura, se
produjo esa escisión que nos duele en lo más hondo del alma y que no nos
deja ser lo que somos. Esa es la triste historia de la humanidad. Pero
también es la triste historia de nuestras vidas, la que repetimos, casi
monótonamente, desde que nacemos hasta que nos vamos.
Hubo una vez, en un momento de nuestra
historia, en que no existíamos como Yo, o si se quiere, nuestro Yo
existía disuelto en el inmenso océano del Ello. Nadábamos en un líquido
tibio de placeres inmensos. No sabíamos que existía el tiempo con sus
horas y minutos. Fuera de nosotros no existía el mundo. El mundo éramos
nosotros: éramos intensos, infinitos, omnipotentes. Aún en el momento en
que irrumpimos a la superficie, no aceptábamos nuestra singularidad e
insistíamos en confundir nuestro cuerpo con esos volcanes de leche
caliente que nos inundaban. Nuestros líquidos se desparramaban en
colinas de piel blanda y salada. Hasta que un día descubriste que había
algo, una sombra gigantesca fuera de ti, que obedecía a tus gemidos, y
aprendiste a ordenar el mundo con tu llanto. Y esa figura inmensa
obedecía al mundo con tu llanto. Y de pronto escuchaste un ruido que ya
no era tu llanto. Existían voces fuera de ti. Entonces desesperado, te
apretaste a esa “otra”, mordiendo sin dientes el volcán de leche
caliente. Aprendiste a odiarla porque ella no era tu mismo(a), porque se
separaba de tu cuerpo, y aunque no te habían enseñado a contar, ya
sabías lo que eran dos. Y porque la odiaste por no estar en ti ni tu en
ella, la deseaste cuando no estaba cerca, y la llamaste con aquel
aullido de gorila herido que aprendiste en una vida que no era la tuya.
Estabas viviendo el primer amor de tu vida. El miedo; la tristeza del
abandono; el placer del reencuentro. El orgasmo de los cuerpos totales,
confundidos en uno, esperando el dolor de la separación. Y un día
apareció otra figura, aún más grande y sombría. Y tu primer amor, tu
único amor, se lo llevó esa sombra. Y gritaste, y aullaste, sintiendo
dolores inmensos, y cagaste hasta la última gota de leche. Todo en vano.
Entonces seguiste gritando, llamándola, hasta que un día ya no vino
ella. Vino esa sombra inmensa y dijo NO. Aprendiste así a callar tu
deseo. Ese No, el padre nuestro-santificado-sea-tu-nombre, te
ordenó que no desearas. Y tu deseaste con más fuerza todavía pero en
silencio. Y ese silencio te convirtió en culpable. Desde ese momento,
andamos dando vueltas por la vida, tratando de pagar la culpa no
cometida por el deseo no realizado. Y cuando nos damos cuenta que ni
todo el oro del mundo sirve para saldar esa deuda, dormimos, soñando que
regresamos a aquel valle donde tu eras todo, más allá de la vida, pero
no en la muerte, aunque sí, muy cerca de ella. Esa es la infelicidad de
nuestras vidas: el malestar en la cultura.
***
[1] Freud mantenía la opinión de que el
psicoanálisis no debía ser ejercido sólo por médicos. En muchas
ocasiones escribió a favor de que “laicos” pudieran ejercer actividades
psicoanalíticas.
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