Alonso Moleiro
Si alguna institución
cursa en este momento en una enorme crisis en Venezuela, ésa la
Presidencia de la República. Luego de años transitando un clima de
opinión con una Primera Magistratura disponedora y omnipresente, de la
mano de Nicolás Maduro el país se desplaza suspendido en medio de los
dominios de la nada.
Los datos que arrojan al
respecto los sondeos de opinión son particularmente elocuentes. Maduro,
un dirigente político sin arraigo alguno, desprovisto, en última
instancia, de atributos para ejercer una función tan delicada, transita
un peliagudo terreno enfangado con crisis económica y ausencia total de
liderazgo. Su presencia en el poder retrata por sí sola la gravedad del
momento venezolano actual. El abismo que se abre sobre los pies de este
país. Hace mucho tiempo que Venezuela no tenía en el Palacio de
Miraflores a una figura tan desprovista y accidental.
La circunstancia, en sí
misma muy problemática, no debería sorprender a nadie. La presencia de
Maduro es el resultado del desafortunado proceso de enfermedad y muerte
de Hugo Chávez. El desaparecido caudillo no tuvo previsto jamás, como no
podía tenerlo nadie, que podía morir, y terminó estructurando un
movimiento político en el cual nadie podía hacerle sombra.
Antes que un líder, cosa
que jamás ha sido, ni será, Nicolás Maduro es un funcionario público.
Un señor que dejaron encargado de ejecutar una encomienda sin tener los
atributos naturales para eso. Un dirigente sindical con algunas
aptitudes específicas, al cual los hados colocaron en el poder sin que
nadie, comenzando por él mismo, tuviera previsto qué hacer ante la
eventualidad.
Lo que las encuestas de
esta semana están revelando es un dato por demás paradójico: la “era
Maduro” es la cabal expresión del chavismo sin liderazgo. Toda una
ironía: si algo no se ha dejado de decir en el tránsito de estos 14
años es que el oficialismo es un movimiento caudillesco; articulado en
torno al mito del hombre fuerte, que coloca por delante la pasión y la
subjetividad frente a la desabrida racionalidad electoral de sus
adversarios.
Por insólito que suene,
cuatro de los cinco líderes fundamentales invocados por los estudios
demoscópicos de este momento son opositores: Maduro, el quinto en
discordia cuando toca evaluar atributos cualitativos, es además el único
chavista que aparece en el radar.
Venezuela cursa en este
momento un espantoso y cruel proceso de ruina en medio de la
abundancia. Sus efectos están parcialmente disueltos en medio del
eclipse informativo que han ido urdiendo con método los funcionarios
chavistas que ejercen la cartera de la comunicación. El naufragio de la
economía y los sectores productivos, tantas veces advertido por
economistas y académicos, es, sobre todo, una herencia de la terquedad y
el dogmatismo de Hugo Chávez, un astuto político que, como otros
líderes de su signo, no entendía nada de finanzas.
La papa caliente ha
recaído ahora sobre un inocente Maduro, a quien la Presidencia le ha
caído en las manos sin haberla pedido, haciendo buena aquella máxima
universal que contempla que el trajinar político, llevado a estos
extremos, es el escenario natural de lo inesperado.
Y mientras el país se
marchita sin que a nadie le importe, de cadena en cadena, vemos cada
tanto al pobre Maduro, forzando reflexiones pedagógicas apuradas y
ejerciendo un papel orientador que no puede cumplir. Maduro no transmite
nada. Lleva hasta el límite del absurdo los recursos del disimulo: si
los problemas nacionales no se resuelven, sino que se agravan, lo que
queda es apoyarse en la censura ministerial para comportarse como si no
estuviera pasando nada.
No es lo mismo: no lo
será jamás. No se trata sólo de la Oposición: parte importante del
chavismo tampoco le cree a Maduro. El país le está pidiendo decisiones a
una persona incapaz de tomarlas: preso, en medio de una encomienda
sentimental llamada Plan de la Patria, que profundizará la crisis;
desconocedor absoluto de cuestiones elementales de estado; sin
pensamiento geométrico; dogmático; y, ahora que ha visto lo endeble que
es su figura, amenazante y represivo.
Con su torpe retórica,
su discutible telegenia, sus equívocos y sus torpezas, Maduro expresa
con dramatismo el enorme vacío nacional que se registra con la muerte de
Chávez. Su presidencia tiene un amargo sabor a epitafio, a secuela, a
consecuencia indeseada. Es la expresión de la decadencia nacional.
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