Fernando Mires
Debo decir que el acercamiento a ese
magistral thriller no fue del todo desinteresado: hace ya tiempo que me
persigue la obsesión por entender los motivos que llevan a determinadas
personas a seguir el mandato de una religión como coartada para obviar
la presencia de Dios. No sé si muchos concuerdan con esa opinión, pero
estoy seguro de que el exceso de ritualidad constituye un obstáculo que
impide el acceso a la fe. Por cierto, esa idea no es sólo mía. Uno de
los primeros en formularla fue Baruch Spinoza (1632-1677), hecho que le
costó serios problemas con las autoridades de las dos religiones que lo
circundaban: la judía y la cristiana.
No voy a generalizar, pero ha habido
seres humanos que guiados por la búsqueda de “la verdad” se han acercado
mucho más a una verdadera espiritualidad que otros que siguen al pie de
la letra los rituales de una determinada religión.
“Dios es la Verdad, pero la verdad no es
Dios” fue una de las frases de ese profundo filósofo judío llamado
Franz Rosenzweig, frase que también puedo entenderla de esta otra
manera: “quienes buscan la verdad no encuentran al espíritu pero están
más cerca del espíritu que quienes no la buscan”. Y agregaría: “aunque
sean muy religiosos”. Y la posibilidad de la verdad no sólo está en la
religión –no me cabe ninguna duda— también se encuentra en las ciencias,
en el arte, en la poesía, o en el dialogo con los nosotros, con los
vosotros y con los otros
Las religiones, pienso yo, no llevan
directamente a Dios. En el mejor de los casos crean algunas condiciones
para que determinados grupos ordenen su realidad facilitándose así el
acceso colectivo a una determinada fe. Con occidental ironía dijo una
vez Joseph Ratzinger: “sería un absurdo pensar que sólo los católicos
van al cielo”. Pues bien, en ese absurdo —el monopolio celestial— creen
muchos miembros de diversas religiones, incluyendo a algunos de la de
Ratzinger
Los llamados terroristas islámicos,
también llamados islamistas, pertenecen también a esa última categoría.
Por supuesto, no todo fanático es un terrorista pero los terroristas son
o provienen de círculos fanáticos. No hay, luego, ningún motivo para
afirmar —en aras de una falsa “corrección política”— que los terroristas
islámicos no son verdaderamente religiosos. Lo son: rezan cinco veces
al día, practican todos los rituales y creen en el “más allá”. Son tan o
tan poco religiosos como los religiosos no terroristas. De la misma
manera no hay ningún motivo para afirmar que Franco o Pinochet no eran
buenos cristianos. Claro que lo eran. Nunca dejaron un sólo domingo de
asistir a misa, confesaron sus espantosas carnicerías, comulgaron y –a
través de los curas- obtuvieron la absolución de sus pecados. Si se
fueron al cielo o no, ese es otro problema frente al cual me declaro
absolutamente incompetente.
No hay contradicción entre practicar una
religión y ser un criminal. Ese tema ya lo tengo resuelto. El problema
es otro: ¿por qué hay seres humanos que a través y no en contra del
seguimiento de una religión llegan a la criminalidad como es el caso
(entre otros) de los terroristas islámicos, también llamados islamistas?
Ese fue el motivo por el cual me acerqué a la novela de John Updike:
“Terrorista”. Y debo confesar: en esa novela encontré, si no la
respuesta, por lo menos una gran parte de ella.
2.
Entre los muchos errores cometidos por
la Academia Sueca, el más grande de todos —es mi opinión— fue no haber
conferido el Premio Nobel de Literatura a John Updike.
Updike –y esta vez no es sólo mi
opinión— fue el más grande escritor norteamericano del siglo XX. Aún más
grande que Philip Roth (para mí, algo monotemático)
Como suele suceder, John Updike ha sido
una de las tantas víctimas de los clichés que inventan los críticos
quienes, en este caso con una miopía increíble, nos han hecho creer que
Updike es “sólo” un investigador de la “clase media protestante” o de
“la burguesía” norteamericana, algo así como un sociólogo con vocación
literaria. Es cierto que varios de los personajes de las novelas de
Updike pertenecen a ese sector social, pero ellos jamás aparecen en su
literatura como representantes de “una clase” sino, cada uno de ellos,
en su más radical individualidad
El caso de Rabitt, el Harry de cinco de
sus novelas, es ilustrativo. Emerge de sectores obreros; a través de un
matrimonio escala hacia el sector empresarial automovilístico; como
consecuencia de la debacle económica que sufre por culpa de un hijo
malcriado y de la penetración de Toyota en USA decae socialmente y
después de morir sus descendientes pasan a formar parte de la clase
media-baja, o empleados de poca monta. Vale decir, a través de un sólo
personaje hay un recorrido por tres sectores sociales. En otra de sus
novelas, quizás en la mejor: “Parejas”, los personajes pertenecen a las
clases profesionales adineradas. En “Hacia el fin del tiempo”, otra de
sus novelas mnumentales, los personajes de clase media se retiran al
agro, donde viven rodeados por un lumpen socialmente indefinible. Y así
sucesivamente. Pero hay mucho más todavía. A diferencia de la mayoría de
los autores norteamericanos quienes nunca pudieron escapar al influjo
de Hemingway, Faulkner o Below, Updike se emancipa de ellos no sólo
estilística sino también temáticamente, no vacilando en penetrar en
terrenos desconocidos. Por ejemplo, afirmo que su erótica novela
“Brasil” es la mejor exponente del realismo mágico latinoamericano (sí,
he escrito “latinoamericano”; y no es un error). En otra ocasión
incursionó en la historia de la literatura escribiendo su maravilloso
“Gertrudis y Claudio” donde, desafiando a la más escogida tradición
“schakesperiana”, tomó partido por el padrastro y por la madre de Hamlet
en contra de este último, a quien hace aparecer como un superficial
desatinado. En fin, podría seguir escribiendo páginas sobre la
literatura de John Updike pero lamentablemente no viene al caso. Mi
interés ahora es ”Terrorista”
3.
La historia (o story) de “Terrorista” es
relativamente simple. Ahmed, un joven norteamericano de 18 años se
convierte desde los 11 años de edad a la religión islámica. Gracias a su
innegable vocación religiosa llega a conocer hasta los más íntimos
secretos del Corán, superando incluso a su maestro Sheij Rachid,
encargado de la pequeña mezquita de la localidad. El padre de Ahmed fue
un joven egipcio, un estudiante de intercambio nada religioso quien
abandonó su hogar poco después del nacimiento de Ahmed, regresando a su
patria. Su madre, una atractiva mujer de origen irlandés trabaja como
asistente de enfermera, pero además de sus inquietudes sexuales —que la
lleva a tener distintos amantes después que su “Omar Scharif” la
abandonara— las tiene también artísticas: en sus momentos de ocio,
pinta.
Ahmed es un muchacho inteligente, muy
sensible y su buena educación contrasta radicalmente con la de los
escolares amatonados y brutales, casi todos afromaericanos, con los
cuales debe compartir en la escuela. Llegada la adolescencia, Ahmed se
enamora de una chica morena poseedora de una hermosa voz, Jorileen, amor
que expresa de un modo muy sublime, contraviniendo el sexismo imperante
en el medio escolar. Jorileen es cristiana, pero de un modo muy
superficial, hecho que molesta a Ahmed quien no intenta convertirla al
Islam, pero sí de que sea consecuente con su propia religión. Como
muchas niñas del lugar, Jorileen se convertirá muy pronto en una
prostituta.
El segundo actor en importancia dentro
de la novela es un orientador escolar, un profesor de sesenta años de
origen judío, aunque no practica ninguna religión. El agnóstico y
liberal Jacob Levy se siente bien como americano y no quiere ser otra
cosa. Incluso cambia su nombre Jacob, por el de Jack. Está casado con
Beth, una mujer protestante que en su juventud fue agraciada pero, como
suele suceder en muchos casos, ha engordado enormemente, lo que hace
declinar la atracción sexual que alguna vez sintió por ella. Pero aparte
de la sexualidad, conforman un buen matrimonio, sobre todo en comidas,
conversaciones, cine, y otros gustos comunes amigablemente compartidos.
Jack es un hombre muy responsable en su trabajo el que en condiciones
muy adversas desarrolla con mucha conciencia y seriedad. Particularmente
le interesa el caso Ahmed pues ha captado la inteligencia del joven y
estima que puede continuar adelante en su vida, y le ofrece todo su
apoyo para que ingrese, mediante una beca, a un College. Pero Ahmed no
acepta. El Iman Sheij Rachid lo ha inducido –seguía un plan oculto— para
que ejerza el trabajo de conductor de camiones
Con el objetivo de convencer a Ahmed,
Jack lo visita en su casa donde conoce a la madre del chico, de la cual
se enamora y termina, como también suele suceder, acostándose con ella.
Al cabo de un breve periodo de frenético amor, la madre de Jack decide
terminar la relación pues pese al cariño que siente por Jack advierte
que éste no ha podido separarse del último resquicio de judaísmo que le
resta: el sentido de culpa. De más está decir: el pobre Jack perdió la
culpa, pero también la felicidad. Siguió enamorado de ella, aún más que
antes.
Ahmed obtiene el oficio de camionero en
una empresa transportadora de muebles cuyos propietarios son también
musulmanes. Allí establece relaciones de camaradería con Charlie Chehab
un joven que no tiene la vocación religiosa de Ahmed, pero la suple con
un radical anti-occidentalismo y con ideas antimperialistas muy
elementales. Al cabo de cierto tiempo Ahmed es reclutado por Sheij
Rachid y Charlie, a fin de ejecutar un acto de terrorismo, donde
encontrarán la muerte, como en el 11.09, muchísimas personas. Los
explosivos deberían ser cargados en el camión y los ejecutores iban a
ser Charlie y Ahmed. En el último momento Charlie no apareció, quedando
toda la responsabilidad de la ejecución del acto terrorista en las manos
de Ahmed quien no vacila en seguir adelante y cumplir las instrucciones
encomendadas por el Iman Sheij Rachid. Pero en el camino es
interceptado por Jack, su profesor, quien logra encaramarse al camión.
Jack se ha enterado, gracias a una cuñada, empleada de gobierno, de que
la deserción de Charlie no fue casual. Charlie era agente de la CIA, lo
que fue descubierto por la secta islamista y pagó la culpa, como suele
suceder en estos casos: fue decapitado. Los miembros de la secta, Iman
incluido, huyeron hacia Afganistán, dejando solo a Ahmed quien pese a
todo lo que ha revelado Jack no desiste en continuar la operación.
Sin embargo, casi al final del libro,
desde un Volvo que iba adelante del camión conducido por Ahmed, dos
niños afroamericanos sonríen y saludan. Ahmed les responde con una débil
sonrisa. Ahí comprende Ahmed que esos niños también iban a morir con la
explosión y en el último segundo desiste y no la lleva a cabo
El libro termina con un pensamiento de
Ahmed. “Esos demonios me han quitado mi Dios”. La primera frase del
libro también comienza con un pensamiento de Ahmed: “Esos demonios
quieren quitarme mi Dios”.
4.
Quizás muchos que no han leído
“Terrorista” están enojadísimos conmigo pues pensarán que al contar la
story les he arruinado la lectura del thriller. Pero no hay ningún
problema. Como todos sabemos, las buenas novelas no son su argumento
Mucho más que el argumento, lo
importante de “Terrorista” son los diálogos, los pensamientos y las
reflexiones que indirectamente deja deslizar el autor. Así, rápidamente
captamos que la religión adoptada por Ahmed tiene un valor agregado; y
es la negación de la vida mediocre que el joven debe vivir cada día. Los
demonios, para Ahmed, son los otros. Y los otros son todos los miembros
de una sociedad en la cual Ahmed no se siente miembro. La religiosidad
que transmite el Iman, en cambio, contrasta con la superficial idolatría
de objetos como la televisión de la cual los infieles —así piensa
Ahmed— son esclavos. Esclavos de imágenes que no les pertenecen.
Esclavos de deseos que no realizan. Esclavos de su propio cuerpo, y de
sus drogas. De ahí que la espiritualidad que ha creído encontrar Ahmed
en las bellísimas palabras del Corán, actúan como un contraste y como un
sostenimiento a la vez.
Incluso las enseñanzas que son
impartidas en la escuela parecen a Ahmed superficiales comparadas con la
profundidad que ha encontrado en la religión islámica donde todo es
pureza, limpieza, espiritualidad. En la escuela en cambio sólo se
aprende lo que es mensurable, cuantificable, material y tangible. Y,
sobre todo, nada es tomado en serio. Eso es lo que más irrita a Ahmed:
la relatividad de la vida cotidiana del hombre norteamericano. En esa
gente, piensa Ahmed, podemos encontrar de todo, menos a Dios.
Particularmente escandaloso es para
Ahemd la hipersexualización de la vida cotidiana mediante la cual los
humanos dejan de serlo para convertirse en objetos destinados a
satisfacer sus simples impulsos inmediatos. Más problemática todavía
resulta la sexualidad para Ahmed si se toma en cuenta que Joryleen
–novia de un matón de barrio— es condenadamente bella y deseable y el
cuerpo de Ahmed la exige con urgencia.
Joryleen produce una escisión en el alma
de Ahmed. Por un lado la desea; por otro, anhela compartir con ella una
relación pura, espiritual, religiosa. Tiene lugar así en Ahmed una
verdadera batalla campal: una Yihad que, como muy bien aclara el propio
Ahmed, no sólo significa “guerra santa” sino también, lucha interior,
confrontación con ese enemigo que todos llevamos dentro, con el demonio
que viene de afuera pero que acosa desde los propios genitales. La
fornicación reducida a su propia materialidad no sólo no es amor –se
dice Ahmed a sí mismo— es desprecio por el propio ser.
El mundo, el verdadero mundo no puede
ser sólo este mundo y si sólo es este mundo no vale la pena vivirlo
—piensa Ahmed. El mundo debe tener un sentido, un más allá que no es
esta suma de violencias y deseos materiales que vivimos. De más está
decir que el interés de Ahmed por la política es igual a cero. ¿Qué más
da un presidente u otro? Todos prometen dinero, bienes, riquezas para
ser elegidos. Al lado de los políticos, de las falsas autoridades, el
Sheij Rashi no sólo es un santo. Es para él, su padre, el que nuca tuvo
¿Y la madre? Una buena mujer —es la
percepción de Ahmed— pero como todos los americanos, extremadamente
superficial. En el fondo, para Ahmed, su madre no es más que una víctima
de la religión de la libertad, una niña que juega con el arte y con el
amor sin tomar nada en serio. Sin embargo, la madre no ha opuesto
ninguna resistencia a la islamización de Ahmed. Por el contrario, piensa
ella —y de modo muy inteligente— el Scheij Rashid es el padre ideal que
Ahmed por su propia iniciativa ha buscado para sí
Como su padre real, Rashid viene del
cercano Oriente. Pero a la vez reúne cualidades que nunca tuvo su padre.
Sin embargo, como suele ocurrir, el amor de padre e hijo no es
compartido. Rashid solo busca instrumentalizar la profunda devoción
religiosa de su discípulo. En cambio, y he aquí el interesante juego
freudiano de Updike, Jack, el judío americanizado, estima y quiere
proteger a Ahmed como si fuera un hijo hasta el punto de poner en juego
su propia vida. Una vez más se demuestra, esta vez a través de la pluma
genial de Updike, como buscamos lo que no tenemos donde no debemos
pudiendo encontrarlo donde de verdad ya lo tenemos.
Charlie, a su vez, es el hermano mayor
que hubiera querido tener Ahmed. Es, si así se quiere, su contraparte.
Gusta de los placeres, es fanático por la televisión y ama con deleite
la pornografía. Pero, así lo ve Ahmed, es, al fin, un buen creyente.
Además –y esto es lo decisivo— ofrece a Ahmed el suplemento de lo que ya
ha recibido de Rashid: la posibilidad de dar a su vocación religiosa no
sólo una actitud contemplativa sino también un destino activo y, sobre
todo, trascendente. Algo por lo que luchar y morir dignamente, si así
fuera necesario.
La prédica de Charlie es la prédica del
odio. Charlie no es un místico; es un revolucionario, un
anticolonialista, un antimperialista, y a pesar de su gusto por los
placeres mundanos, un anticapitalista. Charlie, en fin, es un islamista.
Un hombre de acción. Y, como excelente agente de la CIA, eso no podía
saberlo Ahmed, conoce el discurso islamista mejor que cualquier
islamista. Así, cuenta Charlie al entusiasmado Ahmed, ambos morirán en
el atentado. Pero, a la vez, y gracias a esa inmolación, los pueblos
islámicos saldrán a las calles de El Cairo y Damasco a festejarlos por
la muerte de tantos infieles. Charlie y Ahmed, desde las bellezas del
Paraíso, rodeados de mujeres de ojos grandes y oscuros, oirán los
clamores de batalla de los pueblos oprimidos que despiertan al buscar su
redención. Ahmed, al escuchar el mítico relato, cae en un estado de
éxtasis y se apresta gozoso a ejecutar su glorioso martirio. En nombre
de la vida eterna, la muerte se ha apoderado de su alma y ejerce sobre
ella una implacable dictadura.
Hasta que aparece Jack con su, para
Ahmed, inaguantable sentido común y, por si fuera poco, esos niños que
sonriendo a través de las ventanillas de un auto le hicieron señas,
convenciéndolo con ese simple gesto de que ningún Dios podía desearles
la muerte. Las últimas palabras del libro “esos demonios me han quitado a
mi Dios” son, en consecuencia, grandiosas en toda su imprecisión. Esos
demonios no le han quitado a Dios, sino a “mi Dios”. Es decir, no a Dios
sino al Dios de Ahmed.
Ahmed sin su Dios ha quedado vacío.
¿Habrá comprendido Ahmed que ese vacío de Dios es la condición para que
Dios llegue alguna vez? ¿Habrá entendido Ahmed al fin, que para que ese
Dios llegue necesitamos ser libres, no tanto del cuerpo y del sexo sino
de otros dioses que no lo son? Lamentablemente, como suele ocurrir a
todos los mortales, John Updike se fue de este mundo antes de darnos una
respuesta. Mas, como todos los grandes escritores nos ha dejado no sólo
su inimitable arte sino también sus ardientes preguntas. Aquellas que
quizás nunca podremos contestar pero que debemos intentar contestar para
darle un sentido, un sentido al menos, a esta maldita vida que tanto
amamos ya que por el momento, que yo sepa, no tenemos otra.
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