Fernando Mires
El pensamiento es ejercicio relacional.
Por lo mismo, suele suceder que entre dos hechos dispares pero ocurridos
al unísono, aparezcan imprevistas cadenas asociativas. Lo pude
comprobar cuando en la TV fueron dadas a conocer dos noticias, una
detrás de la otra: la penúltima decapitación realizada por el EI y la
elección de la serie Breaking Bad como la más popular de los
últimos diez años. ¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro? Aparentemente
nada. Nada con excepción de que en ambos casos vemos a través de la
pantalla a la maldad en sus más radicales expresiones
Ahí hay un problema. Nos guste o no, la representación de la maldad ejerce fascinación entre múltiples espectadores.
En el mundo islámico cientos de jóvenes
se identifican con los cortadores de cabezas. Quizás la decapitación
representa para ellos el triunfo biológico de una religión verdadera
sobre una “falsa”. Puede ser también que las cabezas cortadas reactiven
mitos arcaicos.
Mientras en el lejano pasado era practicada la castración, es decir, la extirpación de los órganos de reproducción, hoy es llevada a cabo la extracción del órgano del pensamiento: la cabeza. El odio al pensamiento occidental se transforma así en odio a las cabezas que lo producen. Sin intención de jugar con palabras, los decapitadores de EI estarían haciendo una transición que va desde la fase fálica a la ce-fálica.
Más difícil aún es explicar por qué
miles de “civilizados” espectadores occidentales se sintieron tan
fascinados por la maldad que destila la serie Breaking Bad.
Aparte de los méritos cinematográficos y del innegable suspenso –no me
perdí un solo capítulo- creo advertir que en no pocos existe una cierta
identificación con Walter White, el héroe negativo del filme.
Entiéndase: no se trata de escenas de crueldad. En muchos otros thrillers hay espectáculos que superan lejos a las maldades de Breaking Bad.
No obstante, en la mayoría de ellos nos identificamos con el bien, casi
siempre representado por un sagaz inspector, llámese Columbo o
Wallander. En Breaking Bad, en cambio, con excepción del último
capítulo donde un leve triunfo del bien aparece metido casi a la
fuerza, el objeto de identificación es un personaje radicalmente
malvado.
Pero Walt –este es el punto- no siempre
fue malo. El mal aparece en Walt como resultado de un proceso de
auto-corrupción. No por casualidad el film se titula Breaking Bad.
En versión libre: “ir corrompiéndose de a poco”. Walt en un comienzo
era un tipo como “tú y yo” cuyos “dispositivos del mal” fueron siendo
activados lentamente. El mensaje entonces es claro: “Todos podemos ser
tan malos como Walt”. Es cosa de proponérselo.
¿No ocurre lo mismo con los
decapitadores islámicos? Ninguna religión, la islámica tampoco, proclama
literalmente el mal; todo lo contrario. Y sin embargo, cuando
contemplamos a los malhechores podemos comprobar como el mal, en su más
radical expresión, se ha apoderado de ellos. Quizás los decapitadores
fueron en un comienzo simples creyentes, después soldados, más tarde
terroristas, para terminar siendo lo que hoy son: exhibicionistas
asesinos: ¿Un Breaking Bad colectivo?
La idea del mal como proceso corrosivo y
no como “esencia”, ocupa también un lugar central en la moderna
teología cristiana. Joseph Ratzinger en su libro “Dios y el Mundo” nos
dice que el mal no es lo contrario del bien, sino una “ausencia de
bien”. De acuerdo a dicha teología, el mal no está representado en el
demonio como adversario épico de Dios, sino en un vacío de Dios en el
ser. “Olvido de Dios” lo llama Ratzinger, siguiendo a Agustín. “Olvido
de ser” llamó también Hannah Arendt a la maldad de los nazis. El
demonio, así entendido, es la corrosión del ser: un Breaking Bad, pero no una criatura externa al bien.
El mal no viene desde fuera sino desde
los vacíos del alma. Lo demoníaco (ausencia de bien) yace en nosotros
mismos como una posibilidad entre otras. El mismo Hitler “no era un
demonio, sino un ser endemoniado”, escribió Sartre. En sentido
filosófico, un ser que lleva en sí al no-ser. En términos freudianos: un
ser en el cual se ha impuesto “la pulsión de la muerte” por sobre el
principio de la vida.
De acuerdo al último Freud, la muerte,
al preceder y continuar a la vida, ejerce una atracción magnética sobre
la materia orgánica. Eso significa que cada uno de nosotros es un
escenario corporal de una cruenta guerra entre la vida y la muerte (a la
cual pertenece el mal). No obstante, la muerte interior, proyectada
hacia el espacio de “la muerte del otro”, emerge bajo formas aleatorias,
revestida de bien.
No han sido pocas las veces en las
cuales el mal radical nos es presentado como un medio para la
realización del un fin superior a todo mal. Los crímenes cometidos en
nombre de la patria, de la religión, de la raza, del socialismo y hasta
de la democracia, son innumerables. Ahí reside justamente la fascinación
que ejerce el mal. En ese mismo sentido los asesinos del EI fascinan a
los jóvenes musulmanes no porque son asesinos sino porque matan en
nombre de Dios.
No obstante, Walt pareciera
contradecirnos. El personaje no es religioso ni moralista. Y sin embargo
Walt, profesor de química con bajísimos ingresos, maltratado por la
vida y el destino (cáncer pulmonar), producirá y traficará droga,
mentirá y matará, hasta alcanzar el Éxito. ¿Y qué es el Éxito para él?:
El Éxito es su dios supremo.
Walt White estaba dispuesto a todo en
aras de su dios particular. En ese punto no se diferencia de los
cortadores de cabezas. Las víctimas que deja Walt en su camino son
ofrendas que deposita devotamente frente al altar del Éxito. Por eso, al
situarse más allá de la moral y de las leyes, Walt ejerce indudable
atracción entre quienes se sienten “perdedores” en la vida, entre los
que creen ser “fracasados”, entre los que nunca han conocido la maligna
divinidad del Éxito. Breaking Bad es una biblia pagana del capitalismo global.
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