Fernando Mires
El humano es malo por naturaleza; y
bueno; o es malo en parte y bueno en parte. No obstante, y ésta es la
propiedad de su condición, está dotado de instrumentos para ser bueno o
para ser malo. Eso no corresponde a la naturaleza. Es más bien una
capacidad que ha dado la naturaleza al humano, la de optar por su
naturaleza mala o buena. Es decir, llega un momento en que la
determinación de la naturaleza debe desentenderse del humano Ello ocurre
cuando éste ha alcanzado uso de razón, razón que le permite optar, o lo
que es igual, que permite al humano “ser su propio creador” (Kant 1794
pág.32) y, por lo tanto, responsable de su creación. Es ese uso de razón
el que además le permite avanzar “desde lo peor hacia lo mejor” (Ibíd.
pág.30).
El mal y la libertad
Quiso natura entonces dotar al humano de libertad para ser bueno o para ser malo, lo que lo convierte en alguien responsable de ser bueno, o malo, o ambas cosas a la vez. “Aquello que es el ser humano en sentido moral, bueno o malo, eso lo debe hacer, o haber hecho el mismo” (Ibíd. pág.59). Por lo tanto, ni la maldad ni la bondad es condición antropológica ya que corresponden ambas a procesos electivos en el que intervienen múltiples factores pero que, en última instancia, debe resolver cada individuo frente al espejo que le devuelve la imágen de su maldad o de su bondad. La libertad de elegir: esa es la maldición del humano. Pero sin dicha maldición, no sería humano.[1]
Lo bueno se va haciendo a partir de lo
malo, de modo que utilizando nuestras disposiciones podemos ser cada vez
menos malos sin dejar de ser nunca malos, pues o sino no podríamos ser
nunca más buenos que antes, a menos que alcancemos un estado de
perfección totalmente ajeno a la filosofía kantiana. No se trata en
consecuencias, la de Kant, de una teoría evolucionista que determine el
desarrollo de lo malo en menos malo, sino que de actos electivos que nos
hacen a veces más malos y otras veces más buenos (Ibíd. pág.35).
La razón es inseparable de la elección y
aquello que racionalmente elegimos para vivir mejor con y entre
nosotros, son las llamadas máximas. Ahora bien, hay máximas malas y
máximas buenas. La malo y lo bueno de cada uno depende de las máximas
que incorporamos en el curso de la vida. No hay nadie bueno con malas
máximas. Y las máximas buenas son para Kant aquellas que se ajustan a
las normas del Derecho moral, es decir, a reglas que nos hemos inventado
para poder vivir juntos. Las máximas malas, por definición, son
aquellas que se apartan del Derecho moral (Ibíd. pág.63).
Las máximas, tanto buenas como malas, son a su vez “seguridades” que imaginamos para ajustar los actos con nuestra conciencia. Dichas “seguridades” dejan de serlo si es que no logran construir el puente entre nuestra subjetividad y los demás, es decir, si al aplicar dichas máximas, resuenan ecos de protesta. Habermas: “Acerca del fracaso de seguridades orientadas a la acción no decide la incontrolada contingencia de condiciones desilusionantes sino que el grito de contra-actores sociales con orientaciones disonantes de valor” (Habermas 1999 pág.295). Eso quiere decir: no sólo yo decido acerca del valor de mis máximas, sino que también el otro, con su protesta o grito. Las máximas morales obedecen a procesos de construcción racional, individual y colectivo a la vez
Las máximas, tanto buenas como malas, son a su vez “seguridades” que imaginamos para ajustar los actos con nuestra conciencia. Dichas “seguridades” dejan de serlo si es que no logran construir el puente entre nuestra subjetividad y los demás, es decir, si al aplicar dichas máximas, resuenan ecos de protesta. Habermas: “Acerca del fracaso de seguridades orientadas a la acción no decide la incontrolada contingencia de condiciones desilusionantes sino que el grito de contra-actores sociales con orientaciones disonantes de valor” (Habermas 1999 pág.295). Eso quiere decir: no sólo yo decido acerca del valor de mis máximas, sino que también el otro, con su protesta o grito. Las máximas morales obedecen a procesos de construcción racional, individual y colectivo a la vez
El humano es precaria construcción. La
precariedad deviene de tres determinaciones de “lo humano” que establece
Kant: 1.- los dispositivos para la animalidad del humano, en tanto ser
viviente. 2.- para su humanidad, como ser viviente y al mismo tiempo
racional y 3.- para su personalidad como especie racional y al mismo
tiempo con capacidad de discernimiento” (1793 pág.37). La determinación
decisiva, para Kant, es la última, pues esa es la que permite al humano,
gracias al uso de razón, alcanzar el estadio moral. De donde se ve que
la razón pura o en sí, no garantiza, sólo posibilita llegar al estadio
moral, lo que es evidente: hay seres inteligentísimos y profundamente
inmorales. Seres no racionales y morales, en cambio, no hay, pues, como
ya ha dicho Kant, la moral presupone la elección (entre máxima mala o
buena) y, por tanto, la existencia de una razón.[2]
La moral es una adquisición de la razón (individual o colectiva) pero la razón en sí, no es moral. Como una vez expuso Kant: “Nosotros somos civilizados hasta el agobio, en todas las formas de sociabilidad y de decencia. Pero, para considerarnos moralizados; aun falta mucho” (Kant 1784 pág.152)
La moral es una adquisición de la razón (individual o colectiva) pero la razón en sí, no es moral. Como una vez expuso Kant: “Nosotros somos civilizados hasta el agobio, en todas las formas de sociabilidad y de decencia. Pero, para considerarnos moralizados; aun falta mucho” (Kant 1784 pág.152)
Ahora bien, gracias a esa moral, mala o
buena, y que adquirimos de acuerdo a nuestra capacidad de discernimiento
(que viene de la razón) somos reconocidos como personas. La moralidad,
dice Kant, es la personalidad misma, pues es la personalidad que tenemos
(o que asumimos) aquella propiedad que, en su conjunto, permite
reconocernos como buenos o malos los unos a los otros. “La idea de la
ley moral (…) no puede ser considerada como una disposición para la
personalidad; ella es la personalidad misma” (1794 pág.39). O dicho al
revés: la persona es la representación de su moral.
Pero, si la moral viene de la razón, hay
que aceptar necesariamente que de ahí proviene también la inmoralidad.
Pues sólo puede haber inmoralidad cuando existe noción de moralidad. De
modo que nos encontramos con dos tipos de maldad en Kant: (a) una
amoral, que es la maldad que aparece cuando el humano no había
construído nociones morales, las que sólo podemos juzgar en
retrospectiva desde las perspectivas del estadio racional-moral; y (b)
otra inmoral, que es la que se produce como resultado de la regresión
y/o transgresión a la Ley moral.
Existe, afirma Kant, una permanente
propensión al mal en el ser ya que su moral no sólo proviene de la
maldad. Además, debe permanentemente coexistir con ella. Quiere decir
que con la adquisición de buenas máximas hemos sólo encontrado límites
que separan a lo bueno de lo malo. Lo malo sigue habitando al otro lado
del límite, invitándonos a entrar en la oscuridad seductora de sus
secretas noches. El mal es tentación permanente; es el diablo que quiere
comprar nuestra alma faústica; y el diablo, porque es diablo, sabe que
cada alma tiene precio. Kant, que no era ningún inocente, también lo
sabía. Por eso afirma que la permanente propensión al mal en cada ser
humano proviene de su propia alma. Primero, porque la “naturaleza
humana” es frágil. Segundo, debido a la “impureza del corazón” (que a
veces no sabe diferenciar entre lo que es bueno y lo que es malo).
Tercero, como consecuencia de la corruptibilidad de ese mismo corazón
que lo lleva frecuentemente a perder virtudes adquiridas (Ibíd. págs.
41-42) Fragilidad, impureza y corrupción, son las puertas que cada uno,
hasta el más bueno, deja a veces abiertas, con la secreta esperanza de
que la maldad venga alguna vez de visita.
El mal es radical y banal al mismo tiempo
No basta entonces respetar la Ley moral
para ser bueno, sino que esa Ley habite en el corazón. Dicho en los
términos que impuso el psicoanálisis, se requiere que la moralidad no
sólo sea obedecida, sino que además “introyectada”. Si Kant hubiése sido
un filósofo puramente legalista se habría conformado con la primera
posibilidad. Pero como no lo era,hizo la fina diferencia entre “un ser
humano de buenas costumbres morales” y un “ser humano moralmente bueno”.
Del primero se puede decir que “sigue las palabras de la Ley”, del
segundo, que “sigue el espíritu” (de la Ley) (Ibíd. pág.42).
Hoy ya sabemos que la diferencia entre
ambos tipos es mucho más abismante que la imaginada por Kant. Hoy
también sabemos aquello que no sabía Kant: que el poder de la maldad
puede ser tan grande que es incluso capaz de infiltrar las leyes y
convertirlas, simplemente en las leyes del mal. Porque tanto el facismo
como el stalinismo produjeron constituciones y leyes, de acuerdo a cuyo
dictámen el mal, en sus más monstruosas formas, fue cuidadosamente
legalizado. Peor aún, banalizado. Pues si el mal podía ser legalizado,
cometerlo era banal.
La banalidad del mal, que descubrió en todas sus dimensiones Hanna Arendt en el caso Eichmann (Arendt 1995), es un fenómeno de la modernidad tardía que no pudo percibir Kant. Porque Eichmann, asesinó a miles de judíos, no porque los odiara, sino en estricto cumplimiento de ordenes avaladas por la autoridad de la Ley, como adujeron sus abogados defensores en Israel. Como Eichmann, cientos de funcionarios facistas se acogieron a ese argumento: “solo cumplíamos órdenes, y las órdenes venían de un poder legalmente constituído”. De acuerdo a ese argumento, uno de los genocidios más terribles ocurridos en la historia de la humanidad era banalizado; radicalmente banalizado.
La banalidad del mal, que descubrió en todas sus dimensiones Hanna Arendt en el caso Eichmann (Arendt 1995), es un fenómeno de la modernidad tardía que no pudo percibir Kant. Porque Eichmann, asesinó a miles de judíos, no porque los odiara, sino en estricto cumplimiento de ordenes avaladas por la autoridad de la Ley, como adujeron sus abogados defensores en Israel. Como Eichmann, cientos de funcionarios facistas se acogieron a ese argumento: “solo cumplíamos órdenes, y las órdenes venían de un poder legalmente constituído”. De acuerdo a ese argumento, uno de los genocidios más terribles ocurridos en la historia de la humanidad era banalizado; radicalmente banalizado.
El mal es radical, es la tesis de Kant.
El mal puede ser también banal, fue la deducción de Arendt. ¿Hay
contradicción? Creo que no. Ambas tesis pueden ser comprimidas en una
sóla: el mal es tan radical que puede ser banal. Eso quiere
decir: la radicalidad del mal es tan destructiva que en ocasiones se
apodera de sus propios límites, las normas y las leyes. De ahí que,
siguiendo a Kant, podría ser formulada la siguiente máxima: Actúa
siempre observando que el espíritu moral no sólo de una Ley, sino que de
todas las Leyes, sea el de la Ley que obedeces, tanto en su letra, como
en su espíritu.
El bien es la flor del mal
Como el bien nace del mal, nunca ese
basamento de todo lo bueno que es todo lo malo desaparece por completo
porque si el mal desapareciera no habría bien. Hay, por lo tanto, en
cada humano, una coexistencia de lo malo y de lo bueno de modo que se
trata en el fondo de una cuestión hegemónica. Pero ¿cómo puede nacer el
bien del mal? La respuesta kantiana, como de costumbre, es doble.
En primer lugar, no se trata del
cualquier mal, sino que de un mal radical que, al producir tanto mal en
uno y en los demás, origina como reacción el bien. “La maldad moral
posee por naturaleza la inseparable cualidad que en sus propósitos
(fundamentalmente en las relación con un semejante) es tan repulsiva y
destructiva que por sí misma abre espacio al principio (moral) del bien,
aunque a través de muy lentos progresos” (1795, págs. 323-324). O sea,
el mal puede ser tan malo que al arruinarlo todo se arruina también a sí
mismo. En su propia radicalización comete suicidio, y desde sus
cenizas, nace el bien.
La dialéctica kantiana que se da entre
el mal y el bien tuvo que esperar mucho tiempo para ser entendida. Fue
esa rama especial de la psicología que es también filosofía (o por lo
menos, teoría del conocimiento) y que recibió el nombre, no siempre
apropiado de psicoanálisis, la que captó en su esencia la relación
intrínsica que se da entre el mal y el bien. Freud la entendió
perfectamente. El bien viene del mal. Del arrepentimiento frente al mal
cometido, o simplemente deseado, viene el remordimiento, y desde ahí la
moral y desde la moral, el amor. Freud percibió esa dualidad, tanto con
sus pacientes; tanto en sus estudios antropológicos. La tendencia hacia
el mal, es decir, hacia la destrucción del uno y del otro, pudo
observarla como consecuencia de una mala conformación del carácter cuya
conciencia no había logrado interiorizar en el momento infantil más
primario relaciones empáticas que se superpusieran a las destructivas
que laten en cada uno de nosotros.
A partir de estudios realizados con lactantes, analistas como Winnicott lograron después de Freud, captar que la hegemonía de lo no destructivo comienza organizarse en la relación más primaria que es la que se mantiene con la madre, o con quien ocupe ese lugar (Winnicott 1992 pág.213).
A partir de estudios realizados con lactantes, analistas como Winnicott lograron después de Freud, captar que la hegemonía de lo no destructivo comienza organizarse en la relación más primaria que es la que se mantiene con la madre, o con quien ocupe ese lugar (Winnicott 1992 pág.213).
El recién nacido tiende a la fusión con
el cuerpo del que ha sido escindido, busca su tibia protección, y cuando
no la recibe a tiempo, protesta, aulla, es decir, odia, y porque odia,
quiere destruir a ese, el objeto de su único placer. Pero hay en esa
relación un momento en que el bebé “entiende” que no puede destruir el
cuerpo odiado (amado) porque si lo hace pierde el objeto de su odio
(amor) (Benjamin 1996 pág.40) Es decir, hay un momento pre-racional, en
que uno descubre y lo seguirá descubriendo el resto de su vida, que la
presencia de ese otro cuerpo es necesaria para que exista el deseo de
destrucción pues, si ese cuerpo desapareciera, ya no habría nada que
destruir (poseer, comer, beber, succionar, y mucho después, copular).
Entonces, ese bebé desea que ese cuerpo siga existiendo para destruirlo.
Ese deseo de que el otro exista, completo y pleno para mí, es ya amor en su forma primaria. De ahí al deseo de que ese objeto de la destrucción no sea destruído, es decir, que esté bien, hay un solo paso. El amor nace del odio y desde el momento en que ese amor se encuentra con el odio, nace el bien. El amor, al comienzo, cuando es sólo pre-amor, no es el bien. Es sólo un deseo consumidor y destructivo; y así lo experimentan muchas personas. Del amor reflexivo, vale decir, del deseo de que el otro esté bien para mí, nace la noción de bien (Ricoeur 1996). Te amo, quiere decir en su forma primaria: “deseo que estés bien para consumirte”. El deseo del otro para mí lleva al deseo del otro para sí; y no a la inversa
Ese deseo de que el otro exista, completo y pleno para mí, es ya amor en su forma primaria. De ahí al deseo de que ese objeto de la destrucción no sea destruído, es decir, que esté bien, hay un solo paso. El amor nace del odio y desde el momento en que ese amor se encuentra con el odio, nace el bien. El amor, al comienzo, cuando es sólo pre-amor, no es el bien. Es sólo un deseo consumidor y destructivo; y así lo experimentan muchas personas. Del amor reflexivo, vale decir, del deseo de que el otro esté bien para mí, nace la noción de bien (Ricoeur 1996). Te amo, quiere decir en su forma primaria: “deseo que estés bien para consumirte”. El deseo del otro para mí lleva al deseo del otro para sí; y no a la inversa
Se trata, pues, en segundo lugar, el
bien, de una noción que no sólo viene del mal, sino que de una
reflexión, por muy elemental que sea, acerca de la radicalidad del mal.
Esa reflexión lleva a cada uno a concluir que la radicalidad del mal
debe tener límites, es decir, la radicalidad no debe ser absoluta para
no caer en la destrucción total. Es desde ese límite que frena la
radicalidad del mal donde comienzan a fluir, gota a gota, los
manantiales del bien. Porque si el mal es radical – no hay ninguna razón
práctica para contradecir a Kant en ese punto – no significa que es absoluto.
Si es absoluto, no hay salida. El mal absoluto sobrepasa su propia
radicalidad. Y ese mal sin posibilidad de bien ya no es el mal: es la
nada. O lo que es peor: es la muerte
***
[1] “Causa del mal moral en la filosofía
de la autonomía no puede ser la sensorialidad del ser, sino su
libertad” (Schulte 1988 pág.50)
[2] En los términos de Christoph
Schulte: El conflicto entre lo bueno y lo malo no es un conflicto
entre la razón y los sentidos (….) ni entre espíritu y cuerpo, sino un conflicto al interior de la razón….(Schulte,
Christoph 1988 pág.36) Esa formulación recuerda otra vez a Freud quien
constantemente insistía que el conflicto entre inconciente y conciente
no es un conflicto entre pulsiones (Triebe) y conciencia, sino que un conflicto al interior de la conciencia
*
Referencias
Arendt, Hanna Eichmann in Jerusalem. Ein Bericht von der Banalität des Bösen, Piper, München 1995
Benjamin, Jesicca, Die Fesseln der Liebe, Fischer, Frankfurt 1996
Habermas, Jürgen Wahrheit und Rechfertigung, Suhrkamp, Frankfurt 1999
Kant, Immanuel 1796 (a) Das Ende Aller Dinge, Werke 6 Könemann, Köln 1995
Kant, Immanuel 1797 Methaphysik der Sitten, Werke 5, Könemann, Köln 1995
Kant, Immanuel 1784 (a) Idee zur allegemeinen Geschichte in weltbürgerlicher Ansicht Werke 6, Könemann, Köln 1995
Kant, Immanuel 1787 Kritik der reinen Vernunft, Werke 2, Könemann, Köln 1995
Kant, Immanuel 1794 Religion innerhalb der Grenzen der blossen Vernunft, Werke 5, Könemann,Köln 1995
Kant, Immanuel 1795 Zum ewigen Frieden Werke 6, Könemann, Köln 1995
Schulte, Christoph Radikal Bösse. Die Karriere des Bösen von Kant bis Nietzsche, Wibeln Fink Verlag, München 1988
Ricoeur, Paul Sí mismo como el otro, Siglo XXl, México 1996
Winnicott, Donald Familie und individuelle Entwicklung, Fischer, Frankfurt 1992. Original The family and individual development, Tavistock Publication, London 1965
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