Frente a
la crisis económica que azota a casi todos los venezolanos, hay para el
gobierno sólo 3 opciones posibles. Una, negarla. Otra, reconocerla y buscar la
forma de superarla. Y la tercera, inventar otra crisis que le compita.
La
primera opción ya la intentó, pero el tamaño de las penurias de la gente
sobrepasó cualquier pretensión de desconocerlas. La segunda es imposible, pues
requeriría que el gobierno haga cosas que simplemente no sabe hacer. Dada su
mentalidad primitiva, había que optar por la tercera.
Así, la
única forma de atenuar los impactos y el descontento por la crisis económica y
social, era generando una crisis política que compitiera con aquella. Y nada
mejor que jugar a proscribir a la Oposición democrática, encarcelando y
amenazando a varios de sus principales dirigentes, no sólo para darle algo de
credibilidad al fabricado cuento del golpe de estado, sino para buscar que la
política se juegue en el único terreno donde el gobierno no es hoy débil: el de
la confrontación violenta. Porque esto hay que repetirlo: el oficialismo pierde
hoy en votos y en pueblo, pero no en fuerza bruta. Por eso su insistencia en
provocar que la Oposición abandone el camino de la organización popular para
que caiga en el único espacio –el de la violencia- donde se concentra su
fortaleza. Caer en ese juego no es sólo poco inteligente, sino criminal.
Sin
embargo, la legítima indignación clama por “hacer algo”. Por supuesto,
esta exigencia por “algo” encubre el desconocimiento, la mayoría de las
veces involuntario, sobre las cosas que se hacen todos los días en los barrios,
pueblos y caseríos del país en términos de organización popular y
acompañamiento ciudadano. Aquí, el bloqueo informativo que ha impuesto el
gobierno a la mayoría de los medios de comunicación ha cumplido con creces su
objetivo. Pero, reconozcámoslo, lo que falta por hacer supera en mucho lo que
se ha hecho. Ciertamente entonces, hay que hacer algo más. Y la respuesta a ese
“hay que hacer algo” está en que todos, sin excepción, tomemos la calle. Ahora
bien, ¿eso qué significa en la práctica?
La calle
no es sólo una porción de metros cuadrados de asfalto. Ni tampoco el combate de
calle se reduce a la presencia física masiva –necesaria, legítima y conveniente
por lo demás- en labores de protesta o movilización. Esta última es apenas una
parte importante de la tarea, pero no toda ella. Por eso hemos insistido desde
hace tiempo en complementar, reforzar y migrar de esta concepción restringida,
a una noción de “calle” entendida como “actitud política”, que se traduce en
“politizar la cotidianidad”.
La
“calle”, en sentido amplio, es asumir que en cualquier actividad que
desarrollemos y donde quiera que estemos, nuestro deber es convencer y seducir
a quien piensa distinto, solidarizándonos con su problema pero ayudándole a
entender qué y quienes están detrás de su desdicha. La “calle” es una
actitud de apostolado permanente, que consiste en nunca dejar de hablar, de
denunciar, de convencer, de conquistar gente para nuestra causa.
Por
distintas razones, no todos pueden estar en las siempre necesarias actividades
políticas de movilización física. Pero si todos asumimos “actitud de calle” –en
el sitio de trabajo, en el mercado, en las colas, en la universidad, dentro de
las empresas, en el autobús o al interior de las organizaciones populares- nos
convertiremos en un poder social indetenible y poderoso.
El gran reto de la “calle”,
entendida como actitud de politizar nuestra cotidianidad, es ayudar a
transformar el enorme descontento social en fuerza política. Pero ello pasa por
que la mayoría entienda la asociación de sus problemas con el gobierno y su
fracasado modelo. Y pasa también por ayudar a desmontar la polarización
artificial entre venezolanos y a procurar, en nuestro entorno inmediato, el
acercamiento de todos los afectados por esta tragedia devenida en gobierno, no
importa sus creencias o la orientación de sus simpatías. Eso es la calle, y eso
es hacer algo.
Vía El Nacional
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