RICARDO GIL OTAIZA | EL UNIVERSAL
jueves 8 de septiembre de 2011 11:32 AM
Recientemente se entregó en Venezuela el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos al escritor argentino Ricardo Piglia, por su novela Blanco nocturno. Y sin pretender ser más papista que el papa, el acto estuvo deslucido, eclipsado por este vaho politiquero que todo lo impregna en nuestras vidas, y que hace de ellas en eco monocorde de lo que hizo o está por hacer el Presidente de la República. Nos hemos olvidado lastimosamente que una nación es más que lo palaciego (en su acepción más pedestre), para erigirse —en los casos donde impera la democracia, por supuesto— en el conglomerado de circunstancias, hechos y actuaciones que responden a la diversidad en todos los órdenes de la existencia. Entiéndase: político, cultural, social, económico, religioso, educativo e intelectual.
En el caso preciso que me ocupa, recuerdo con nostalgia los tiempos en los que la convocatoria y la entrega del Rómulo Gallegos (como se le conoce al premio a secas, dentro y fuera del país), constituía toda una fiesta de la cultura. Los más importantes medios de comunicación, nacionales y regionales, se hacían eco de inmediato, y todo confluía en una amalgama de matices de diversa índole, para denotar entre la población la necesidad de apoyar a la cultura como expresión genuina del alma humana. Y así lo sentíamos. Fue tan grande la impronta de este premio entre nosotros y en el ámbito general de las letras iberoamericanas, que se erigió en la plataforma natural de aquellos escritores que años después alcanzaron la unánime consagración planetaria. Creo que no hace falta recordar —por ser conocido por todos— que nombres como los de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Javier Marías y Roberto Bolaño, entre otros, constituyen hoy generaciones de creadores literarios del más alto nivel, y que en su momento dieron el salto cualitativo desde la magnífica plataforma que les proporcionó el Rómulo Gallegos.
Considero que el otorgamiento del premio al escritor Ricardo Piglia fue un acierto (en una próxima entrega les comentaré in extenso su novela ganadora). Como no lo fue —permítanme expresarlo de nuevo— en el obsceno caso de la escritora mexicana Ángeles Mastretta y su inabordable libro Mal de amores, que dejó sin la posibilidad de alcanzarlo al escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, con su magnífica novela Contravida (1994). Piglia se ha ido posicionando lentamente en un sitial de honor de las letras españolas, consolidándose en géneros diversos como lo son el ensayo, el cuento y la novela, sin desestimar —lógicamente— su afortunada incursión en la crítica literaria con libros como Crítica y ficción y Formas breves. Sin olvidarme de un libro delicioso que ha sido reacio a ser clasificado dentro de algún género tradicional, como lo es El último lector, que para algunos estudiosos de su obra se podría enmarcar en una especie de híbrido a caballo entre el ensayo, la crítica, la autobiografía y la crónica. Aunque llama poderosamente la atención el hecho de que la editorial española Anagrama, que sacó el libro al mercado en el 2005, lo haya incluido en su colección Narrativas Hispanas, referida —como es lógico suponer— a los géneros cuento y novela.
Como ávido lector, y también como narrador, lamento el que Ricardo Piglia haya llegado tarde, tanto a España como al resto de países de América Latina, ya que en su país de origen se había consolidado décadas atrás, desde la aparición de sus primeros cuentos (concisos y perfectos), que nos asaltan a las primeras de cambio para dejarnos sin aliento. Relatos como "El joyero", "La invasión", "El pianista", "Desagravio" y "Un pez de hielo", entre otros, incluidos en el tomo titulado La invasión (2006), son premonitorios —si se quiere— de un inmenso talento narrativo, que poco a poco fue ganando adeptos aquí y allá, hasta alcanzar una consagración tardía (repito), pero que alegra a los amantes de la buena literatura.
En el caso preciso que me ocupa, recuerdo con nostalgia los tiempos en los que la convocatoria y la entrega del Rómulo Gallegos (como se le conoce al premio a secas, dentro y fuera del país), constituía toda una fiesta de la cultura. Los más importantes medios de comunicación, nacionales y regionales, se hacían eco de inmediato, y todo confluía en una amalgama de matices de diversa índole, para denotar entre la población la necesidad de apoyar a la cultura como expresión genuina del alma humana. Y así lo sentíamos. Fue tan grande la impronta de este premio entre nosotros y en el ámbito general de las letras iberoamericanas, que se erigió en la plataforma natural de aquellos escritores que años después alcanzaron la unánime consagración planetaria. Creo que no hace falta recordar —por ser conocido por todos— que nombres como los de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Javier Marías y Roberto Bolaño, entre otros, constituyen hoy generaciones de creadores literarios del más alto nivel, y que en su momento dieron el salto cualitativo desde la magnífica plataforma que les proporcionó el Rómulo Gallegos.
Considero que el otorgamiento del premio al escritor Ricardo Piglia fue un acierto (en una próxima entrega les comentaré in extenso su novela ganadora). Como no lo fue —permítanme expresarlo de nuevo— en el obsceno caso de la escritora mexicana Ángeles Mastretta y su inabordable libro Mal de amores, que dejó sin la posibilidad de alcanzarlo al escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, con su magnífica novela Contravida (1994). Piglia se ha ido posicionando lentamente en un sitial de honor de las letras españolas, consolidándose en géneros diversos como lo son el ensayo, el cuento y la novela, sin desestimar —lógicamente— su afortunada incursión en la crítica literaria con libros como Crítica y ficción y Formas breves. Sin olvidarme de un libro delicioso que ha sido reacio a ser clasificado dentro de algún género tradicional, como lo es El último lector, que para algunos estudiosos de su obra se podría enmarcar en una especie de híbrido a caballo entre el ensayo, la crítica, la autobiografía y la crónica. Aunque llama poderosamente la atención el hecho de que la editorial española Anagrama, que sacó el libro al mercado en el 2005, lo haya incluido en su colección Narrativas Hispanas, referida —como es lógico suponer— a los géneros cuento y novela.
Como ávido lector, y también como narrador, lamento el que Ricardo Piglia haya llegado tarde, tanto a España como al resto de países de América Latina, ya que en su país de origen se había consolidado décadas atrás, desde la aparición de sus primeros cuentos (concisos y perfectos), que nos asaltan a las primeras de cambio para dejarnos sin aliento. Relatos como "El joyero", "La invasión", "El pianista", "Desagravio" y "Un pez de hielo", entre otros, incluidos en el tomo titulado La invasión (2006), son premonitorios —si se quiere— de un inmenso talento narrativo, que poco a poco fue ganando adeptos aquí y allá, hasta alcanzar una consagración tardía (repito), pero que alegra a los amantes de la buena literatura.
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