JUAN CARLOS PÉREZ-TORIBIO | EL UNIVERSAL
sábado 10 de diciembre de 2011 12:00 AM
El último hombre bueno se llama la reciente novela de A. J. Kazinski, seudónimo bajo el cual se ocultan el director de cine danés Anders Ronnow Klarlund y el escritor de esa misma nacionalidad Jacob Weinreich. Según dicen los entendidos, y por la forma en que ésta nos atrapa durante las 518 páginas que la componen, parece estar destinada a suceder a la trilogía Milenium, del también escandinavo Stieg Larsson. Como aquélla y como toda buena novela, no deja de plantearnos algunas cuestiones universales y, por lo tanto, sustantivas. Así, por ejemplo, el engreimiento de las ciencias ("la certeza es para tontos. Se requiere un talento lúcido para entender lo poco que sabemos", se dice allí); los misterios del universo y lo poco que conocemos de éste; el papel que juega el mito y los textos sagrados en nuestra cultura; pero por sobre todo, la incapacidad de conocer el bien versus la forma inmediata en que reconocemos el mal o la maldad. En este sentido, estos autores se dan el lujo de poner como ejemplo a aquel señor que por ser tan bueno no podía decir que no a nada ni a nadie, lo que terminó llevándolo a no cumplir con todos los compromisos que contraía y ser aborrecido por todos; a convertirse, en fin, en alguien que no sólo hacía daño a otros sino también a sí mismo.
Desde antiguo, el mal ha sido visto y estudiado desde muy diferentes planos. Platón, por ejemplo, suponía que quién hacía mal no conocía el bien, pues este autor aseguraba que si realmente supiéramos lo que está bien sería prácticamente imposible acometer el mal. Para algunos pensadores neoplatónicos en la jerarquía de los seres que emanaban de Dios, donde los ángeles eran los seres que estaban más cerca de la perfección, el mal representaba un grado de imperfección o pobreza ontológica, situándose en las antípodas de la perfección por el contacto que los humanos tenemos con los seres más imperfectos de esa jerarquía, como los animales o las cosas. Para los padres de la iglesia Católica, como San Agustín, la creación no albergaba el mal, y el mismo solo era una consecuencia de nuestra voluntad y nuestro amor desmesurado por las cosas terrenales; el pecado en fin como algo similar a aquella hybris griega, aquel descomedimiento por la cual terminaban padeciendo tanto los hombres. Para otros, como Leibniz, la maldad era parte del orden del universo, sin el cual este estaría incompleto. Y para la tradición que viene de Heráclito y que se concreta en Hegel, el mal es la otra parte necesaria en la dialéctica y el enfrentamiento por el que se constituye el porvenir y nuestra historia. Hoy en día, sin embargo, podríamos decir que tanto el aspecto físico del mal, como el metafísico y el moral , son englobados popularmente en la concepción del mal (o la maldad) como daño, es decir, como el acto voluntario que infringimos a los demás a sabiendas del mal físico y moral que producimos en los otros. Es tal vez una concepción pragmatista y pragmática, que atiende más a las consecuencias de nuestros actos y tiene más que ver con el antropocentrismo que caracteriza al hombre moderno.
En resumidas cuentas, esta novela nos hace reflexionar sobre un aspecto nada baladí de nuestras vidas, y lastimosa e irremediablemente termina remitiéndonos a una serie de circunstancias como las que estamos viviendo actualmente en nuestro país. ¿Cómo calificar, por ejemplo, el trato que se le da a una persona como Henry Vivas (a quien por cierto no conozco), cuando no solo se le ha condenado a 30 años de presidio sin que haya sido resuelto la cuestión de la Comisión de la Verdad que debía pronunciarse sobre los sucesos del 11 de abril, sino que a pesar de haber sido incluido por la Defensoría del Pueblo en una lista de 65 presos que debían recibir beneficios por razones de salud, se le mantiene preso sin reparar en las 17 enfermedades que padece (que se dice pronto)?
Así, pues, por mucho que alguien como Althusser haya dicho que la ética de una revolución desafía los cánones morales vigentes, creo que los autores no se equivocan del todo cuando sostienen que la bondad, aunque la haya, es más difícil de reconocer que la maldad y que, como allí se deja entrever, esta última no respeta ideologías.
Desde antiguo, el mal ha sido visto y estudiado desde muy diferentes planos. Platón, por ejemplo, suponía que quién hacía mal no conocía el bien, pues este autor aseguraba que si realmente supiéramos lo que está bien sería prácticamente imposible acometer el mal. Para algunos pensadores neoplatónicos en la jerarquía de los seres que emanaban de Dios, donde los ángeles eran los seres que estaban más cerca de la perfección, el mal representaba un grado de imperfección o pobreza ontológica, situándose en las antípodas de la perfección por el contacto que los humanos tenemos con los seres más imperfectos de esa jerarquía, como los animales o las cosas. Para los padres de la iglesia Católica, como San Agustín, la creación no albergaba el mal, y el mismo solo era una consecuencia de nuestra voluntad y nuestro amor desmesurado por las cosas terrenales; el pecado en fin como algo similar a aquella hybris griega, aquel descomedimiento por la cual terminaban padeciendo tanto los hombres. Para otros, como Leibniz, la maldad era parte del orden del universo, sin el cual este estaría incompleto. Y para la tradición que viene de Heráclito y que se concreta en Hegel, el mal es la otra parte necesaria en la dialéctica y el enfrentamiento por el que se constituye el porvenir y nuestra historia. Hoy en día, sin embargo, podríamos decir que tanto el aspecto físico del mal, como el metafísico y el moral , son englobados popularmente en la concepción del mal (o la maldad) como daño, es decir, como el acto voluntario que infringimos a los demás a sabiendas del mal físico y moral que producimos en los otros. Es tal vez una concepción pragmatista y pragmática, que atiende más a las consecuencias de nuestros actos y tiene más que ver con el antropocentrismo que caracteriza al hombre moderno.
En resumidas cuentas, esta novela nos hace reflexionar sobre un aspecto nada baladí de nuestras vidas, y lastimosa e irremediablemente termina remitiéndonos a una serie de circunstancias como las que estamos viviendo actualmente en nuestro país. ¿Cómo calificar, por ejemplo, el trato que se le da a una persona como Henry Vivas (a quien por cierto no conozco), cuando no solo se le ha condenado a 30 años de presidio sin que haya sido resuelto la cuestión de la Comisión de la Verdad que debía pronunciarse sobre los sucesos del 11 de abril, sino que a pesar de haber sido incluido por la Defensoría del Pueblo en una lista de 65 presos que debían recibir beneficios por razones de salud, se le mantiene preso sin reparar en las 17 enfermedades que padece (que se dice pronto)?
Así, pues, por mucho que alguien como Althusser haya dicho que la ética de una revolución desafía los cánones morales vigentes, creo que los autores no se equivocan del todo cuando sostienen que la bondad, aunque la haya, es más difícil de reconocer que la maldad y que, como allí se deja entrever, esta última no respeta ideologías.
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