ELÍAS PINO ITURRIETA | EL UNIVERSAL
domingo 11 de diciembre de 2011 12:00 AM
Las imágenes que adornan las calles de Caracas informan de una historia común, pero también de una historia diversa. Son las efigies de los fundadores de las nacionalidades latinoamericanas, en las cuales se registra una evolución a la que se ha atribuido un origen y un desarrollo partiendo de los cuales se pronostica un futuro compartido debido a los lazos que las unen. No es así, sin embargo. El simple hecho de que, en la mayoría de los casos, seamos incapaces de identificar a cada uno de los personajes que cuelgan de los faroles, nos habla de las distancias y las diferencias de los pueblos que usualmente se han convocado a la unión. ¿No es posible, entonces, la unificación de nuestros sociedades, como se anuncia en las esporádicas reuniones de sus mandatarios? Se trata de una meta deseable, desde luego, si se cambian las premisas manejadas hasta ahora para su logro. Sobre tales premisas se sugerirán algunas pistas ahora, apenas como boceto.
La idea de la historia común de América Latina es la más difícil de poner en cuestión, no sólo por los lazos antiguos que efectivamente juntan a los miembros de su comunidad debido a su procedencia de un entendimiento de la vida impuesto por el colonialismo español, sino también porque se trata de un lugar común de los documentos públicos desde la época de las Independencias. Sin embargo, es un análisis del pasado sobre el cual convienen unos matices gracias a cuya advertencia se puede debatir la idea de integración que ha predominado partiendo de tal supuesto. La influencia del imperio tiende a unificar a las colonias hispanoamericanas cuando les impone la obediencia a un solo centro de poder, el respeto de unos principios irrebatibles desde la perspectiva de la ortodoxia, el uso de la misma lengua y la adoración del mismo Dios. De tales imposiciones surge la idea de un conglomerado gigantesco de semejantes quienes, así como se unieron a la fuerza por disposición de la monarquía, marcharán en un solo desfile jubiloso con el correr del tiempo. Pero las cosas no son tan simples.
Las necesidades de la Corona no congeniaron con el plan de fundar un conglomerado uniforme en ultramar, o los hechos la condujeron a establecer un mosaico de comunidades sin vínculos permanentes y profundos, que no podían juntarse después debido a las necesidades pasajeras de la insurgencia. En términos comerciales y de la economía en general, pero igualmente en consideración de la obediencia a las instituciones y aun de las peculiaridades del culto y de la composición humana de cada sección del descomunal mapa, no existió una relación cercana, constante y coherente entre sus partes. Si se agrega a esos factores el descoyuntamiento provocado por las carencias de las comunicaciones, morosas y sacrificadas en la mayoría de los casos, difícilmente se pudo formar una sociedad homogénea como la que idealmente se fabrica en la posteridad. Cada comunidad se cocinó en su salsa, sin saber sino apenas un poco sobre lo que se amasaba en los hornos del vecindario. Las búsquedas del republicanismo hacen más complicado el panorama. Las repúblicas se forman de una variedad de elementos intestinos que se interesan por lo comarcal, por las necesidades y los derechos de sus microclimas, pensando en las fundaciones nacionales como una opción posterior o secundaria. Los partidismos federales reflejan esas tendencias cuando comienzan las guerras, y no son proclives a apreciaciones que traspasen el ámbito de sus nacionalidades. Las comarcas se separan, en lugar de reunirse, cuando nacen por fin los Estados nacionales.
La situación es más compleja de lo que se puede describir aquí, aun sin considerar los ingredientes de mayor diversidad que se agregan cuando también se pretende la unión con las sociedades que fueron colonias de Portugal, Inglaterra, Francia y Holanda, provenientes de historias todavía más distantes y distintas. Sólo en el caso de las antiguas colonias de España se puede hablar de un conjunto de encierros sin preparación para relacionarse con el correspondiente vecindario, pese a que en ellas se hable el mismo idioma, imperen regulaciones parecidas y se asista a los templos católicos. El culto tiene peculiaridades susceptibles de crear una lejanía, lo mismo que la interpretación de la legalidad, los fundamentos de los hábitos y las formas de hablar lengua castellana. La historia común es apenas un enunciado, no en balde la metrópolis prefirió la creación de derroteros separados en cuya evolución se pueden apreciar vivencias y anhelos comunes solamente en la superficie. En los papeles de Bolívar sobre la heterogeneidad colombiana y sobre el derrumbe de la gran nación, redactados a partir de 1821, sobran advertencias sobre el particular.
No se trata de negar las alternativas de integración. Sólo conviene mirar con seriedad los antecedentes de un continente heterogéneo, para buscar un rumbo que jamás dependerá de la reunión de los políticos cada cierto tiempo. El tema tiene más tela y más sastrería; hacen falta más espacio y argumentos para su adecuado desarrollo. Se debe tratar con la seriedad que merece, alejados de los prejuicios y los clisés, mientras seguimos sin saber quiénes son y qué representan de veras los personajes del vecindario que cuelgan de los postes de una ciudad que contempla una inhabitual cruzada de hermandad promovida por la cúpula. ¿Acaso no es la ignorancia de la historia de América un factor fundamental de desintegración?
La idea de la historia común de América Latina es la más difícil de poner en cuestión, no sólo por los lazos antiguos que efectivamente juntan a los miembros de su comunidad debido a su procedencia de un entendimiento de la vida impuesto por el colonialismo español, sino también porque se trata de un lugar común de los documentos públicos desde la época de las Independencias. Sin embargo, es un análisis del pasado sobre el cual convienen unos matices gracias a cuya advertencia se puede debatir la idea de integración que ha predominado partiendo de tal supuesto. La influencia del imperio tiende a unificar a las colonias hispanoamericanas cuando les impone la obediencia a un solo centro de poder, el respeto de unos principios irrebatibles desde la perspectiva de la ortodoxia, el uso de la misma lengua y la adoración del mismo Dios. De tales imposiciones surge la idea de un conglomerado gigantesco de semejantes quienes, así como se unieron a la fuerza por disposición de la monarquía, marcharán en un solo desfile jubiloso con el correr del tiempo. Pero las cosas no son tan simples.
Las necesidades de la Corona no congeniaron con el plan de fundar un conglomerado uniforme en ultramar, o los hechos la condujeron a establecer un mosaico de comunidades sin vínculos permanentes y profundos, que no podían juntarse después debido a las necesidades pasajeras de la insurgencia. En términos comerciales y de la economía en general, pero igualmente en consideración de la obediencia a las instituciones y aun de las peculiaridades del culto y de la composición humana de cada sección del descomunal mapa, no existió una relación cercana, constante y coherente entre sus partes. Si se agrega a esos factores el descoyuntamiento provocado por las carencias de las comunicaciones, morosas y sacrificadas en la mayoría de los casos, difícilmente se pudo formar una sociedad homogénea como la que idealmente se fabrica en la posteridad. Cada comunidad se cocinó en su salsa, sin saber sino apenas un poco sobre lo que se amasaba en los hornos del vecindario. Las búsquedas del republicanismo hacen más complicado el panorama. Las repúblicas se forman de una variedad de elementos intestinos que se interesan por lo comarcal, por las necesidades y los derechos de sus microclimas, pensando en las fundaciones nacionales como una opción posterior o secundaria. Los partidismos federales reflejan esas tendencias cuando comienzan las guerras, y no son proclives a apreciaciones que traspasen el ámbito de sus nacionalidades. Las comarcas se separan, en lugar de reunirse, cuando nacen por fin los Estados nacionales.
La situación es más compleja de lo que se puede describir aquí, aun sin considerar los ingredientes de mayor diversidad que se agregan cuando también se pretende la unión con las sociedades que fueron colonias de Portugal, Inglaterra, Francia y Holanda, provenientes de historias todavía más distantes y distintas. Sólo en el caso de las antiguas colonias de España se puede hablar de un conjunto de encierros sin preparación para relacionarse con el correspondiente vecindario, pese a que en ellas se hable el mismo idioma, imperen regulaciones parecidas y se asista a los templos católicos. El culto tiene peculiaridades susceptibles de crear una lejanía, lo mismo que la interpretación de la legalidad, los fundamentos de los hábitos y las formas de hablar lengua castellana. La historia común es apenas un enunciado, no en balde la metrópolis prefirió la creación de derroteros separados en cuya evolución se pueden apreciar vivencias y anhelos comunes solamente en la superficie. En los papeles de Bolívar sobre la heterogeneidad colombiana y sobre el derrumbe de la gran nación, redactados a partir de 1821, sobran advertencias sobre el particular.
No se trata de negar las alternativas de integración. Sólo conviene mirar con seriedad los antecedentes de un continente heterogéneo, para buscar un rumbo que jamás dependerá de la reunión de los políticos cada cierto tiempo. El tema tiene más tela y más sastrería; hacen falta más espacio y argumentos para su adecuado desarrollo. Se debe tratar con la seriedad que merece, alejados de los prejuicios y los clisés, mientras seguimos sin saber quiénes son y qué representan de veras los personajes del vecindario que cuelgan de los postes de una ciudad que contempla una inhabitual cruzada de hermandad promovida por la cúpula. ¿Acaso no es la ignorancia de la historia de América un factor fundamental de desintegración?
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