Por Gloria M. Bastidas @gloriabastidas.- El
Gobierno está al borde de un ataque de nervios. Parece un hijo putativo
de Almodóvar. No puede con tantos frentes abiertos. Desde el del virus
chikungunya hasta el de la escasez de alimentos. Desde el del dengue
hasta el de la falta de medicinas. Pero el problema que más le cuesta
metabolizar, el que hace que se atragante, el que logra que pierda los
estribos, es el de una eventual cesación de pagos. La palabra default en labios de Ricardo Hausmann y de Miguel Ángel Santos, era una bofetada. Pero puesta a circular por la calificadora de riesgo Standard & Poor’s,
que ha bajado esta semana la nota de la deuda soberana, es casi un
nocaut. Y eso ha puesto mal al Gobierno, que se sabe escrutado por los
grandes sabuesos de las finanzas. El test de Wall Street es demasiado
importante como para reprobarlo. Y el Gobierno lo sabe muy bien. No se
puede dar el lujo de salir aplazado. Por eso ha hecho un intento por
parecer capitalista y ha dicho, para que no quede ningún margen de duda,
que honrará la deuda con los tenedores de bonos. No importa que los
estatutos del PSUV hablen de marxismo. No importa. Lo que importa es
garantizar el poder. Y estar bien con Wall Street es una condición para
ello.
Claro que el Gobierno querría hacer lo que hace el protagonista de la novela Crimen y Castigo de
Dostoiesvski: asesina a la usurera que lo subyuga. Desde luego que el
Gobierno desearía convertirse en un Raskólnikov, que cree que los fines
humanitarios justifican el asesinato de la codiciosa Alíona Ivánovna. El
Gobierno querría fusilar a Wall Street. Le encantaría mandarla al
paredón, como suele hacerse en los regímenes totalitarios con quienes
osan amenazar a la hegemonía gobernante. Pero no puede. Wall Street es
otra cosa. Wall Street no es Simonovis. Wall Street no es Leopoldo
López. Wall Street no es Franklin Brito. Wall Street no es Sairam Rivas.
Wall Street no es Fedecámaras. Wall Street es una deidad ante la cual
el gobierno revolucionario tiene que subordinarse. Wall Street es la
cruda realidad del poder global. Un asunto grande, a lo Alvin Toffler. Y
los hijos de Chávez tienen eso demasiado claro. La pregunta es: ¿Por
qué, si el Gobierno efectivamente va a cumplir con sus compromisos de
deuda externa, entra en pánico cuando en el horizonte asoma la palabra default? ¿Por qué la palabra default coloca al Gobierno al borde de un ataque de nervios? ¿Por qué lo irrita tanto?
Porque,
aunque el Gobierno honrara la deuda de cerca de 7 mil millones de
dólares (entre capital e intereses) que vence en octubre, para lo cual
deberá hacer maromas, tiene un problema de caja estructural. Y un
problema de caja estructural se traduce en una grave amenaza para la paz
social. El Gobierno puede que pague los vencimientos inmediatos, ¿pero
podrá pagar los que vienen luego? ¿Y cuál es el costo que tiene que
asumir (y de eso hablaron Hausmann y Santos en su artículo), en términos
de gobernabilidad, al darle prioridad a Wall Street en lugar de pagar
la deuda que tiene con el sector alimentos, con el sector salud, con el
sector automotriz? La herida que el Gobierno no quiere que le toquen es
ésa. El Gobierno sabe, en el fondo, que está metido en un problemón. Y Standard & Poor’s,
con su lenguaje financiero, se lo ha recordado. El paisaje que se le
viene encima a la revolución es el de la época de las vacas flacas y una
crisis política.
Por
eso el Gobierno está al borde de un ataque de nervios. Porque sabe que
su insolvencia arrojará fuertes conflictos en casa. Y que esos
conflictos pueden estremecerlo. O defenestrarlo. No es necesario que
caiga endefault con los tenedores de
bonos para que su poder se vea amenazado, aunque una cesación de pagos a
escala internacional sería una situación ultra complicada. Su poder
también se puede ver amenazado más allá de que honre sus compromisos de
deuda externa. Porque cumplir con los compromisos de deuda externa a
costa de que la gente no obtenga medicinas ni alimentos implica un
precio muy, muy alto. La situación interna del país puede hacerse
insostenible. Y eso es lo que advierten los analistas que están
monitoreando las cuentas del Gobierno. Desde la calificadora china Dagong Global Credit,
que bajó la nota a la deuda de Venezuela de BB+ a BB- en julio pasado
—y sobre cuyo dictamen Maduro hizo mutis, mientras que a Hausmann lo
amenazó con un juicio— y señaló que los desequilibrios macroeconómicos
exacerbarían el malestar social en el país, hasta Standard & Poor’s,
que sostiene que las distorsiones económicas y la polarización aumentan
el riesgo de un incumplimiento de pagos de la deuda externa.
Lo que realmente le preocupa al Gobierno es que las calificadoras—y los economistas— van al quid del
asunto: alertan que en Venezuela podría desatarse una crisis
económico-política de proporciones mayúsculas. Una crisis Inmanejable. Y
eso, a Maduro, no le gusta que se lo recuerden. No se puede hablar del
apocalipsis en el paraíso de la revolución.
El
Gobierno, probablemente, apostaba a un alza de los precios del petróleo
para capear el temporal. Calculaba que la crisis del Oriente Próximo
dispararía el precio del crudo y que ese factor lo ayudaría a cuadrar la
caja. Eso no ha ocurrido hasta ahora. El periodista José Suárez Núñez
recordaba esta semana, en un artículo publicado en Tal Cual,
que, en 1973, a propósito de la Guerra de Yom Kipur, el precio del
barril pasó de 2,83 dólares a 10,41 dólares. Pero lo que se aprecia hoy
es que, a pesar de que hay un conflicto internacional que involucra a
actores petroleros, la cotización del crudo no se ha disparado. Y un
factor que ha jugado un papel clave en esto es que, como recordaba
Moisés Naím en una de sus columnas, Estados Unidos vive una revolución
energética que ha incidido en un aumento de la oferta petrolera. Hoy día
produce (la cifra es citada por Suárez Núñez) 9,7 millones de barriles
diarios cuando antes su producción estaba en 5,3 millones de barriles
diarios. Casi el doble.
Eso
también debe poner nervioso al Gobierno: que los precios del crudo no se
hayan disparado. Esa variable juega mucho en el tema de la
gobernabilidad. Así que no sólo es el asunto de un eventual default (hoy
o después), sino que sobre el precio del petróleo se cierne una sombra.
De pronto el Gobierno se percata de que lo que ha sido su sostén
político-electoral, de que lo que le ha permitido financiar un proyecto
a todas luces inviable, es ahora un potencial enemigo. Sí, el precio
puede ser un enemigo. ¿Cómo estará la cotización mañana? ¿Caerá más? El
azar es también un enemigo. Y jamás cumplieron con lo que prometieron,
que hubiera sido una forma de compensar el azar. ¿O no hablaba Chávez,
al inicio de su primer mandato, de un Fondo de Estabilización
Macroeconómica, que es como decir la alcancía de la República? Chávez en
1999 exhalaba un aire noruego y hablaba del ahorro. Del futuro. Pero
qué lejos estamos de los noruegos. Los noruegos cuentan con un fondo
soberano —una alcancía— que asciende a 800 mil millones de dólares. Ese
astronómico monto está destinado a la seguridad social y al desarrollo
económico del país. Y Venezuela, de un millón de millones de dólares que
recibió en 15 años, sólo cosecha deudas.
Hay
una gran diferencia entre cómo puede manejar una inmensa fortuna un país
con visión y cómo puede manejarla un país gobernado por un caudillo
mesiánico que piensa más en sí mismo que en las cuentas macroeconómicas.
Eso es lo que Maduro no quiere que le recuerden, y lo que tiene al
Gobierno al borde de un ataque de nervios: que por no haber administrado
bien los colosales recursos que recibió el chavismo ahora la revolución
está en graves aprietos. Y que las implacables leyes de la economía —no
los edictos emitidos por el Estado revolucionario, que parten de la
base de que los problemas se arreglan por decreto—se lo pueden llevar
todo por delante. Uslar Pietri lo planteaba muy bien: decía que mientras
Adam Smith describió una realidad en su obra La riqueza de las naciones (a
partir de la observación, explicó cómo funcionaba el mercado y en qué
consistía el libre juego de la oferta y la demanda), Carlos Marx la
inventó.
Y esa
realidad marxista tiene algo de falso: está montada sobre una utopía.
Es, por así decirlo, una realidad irreal. Que la palabra default se
convierta en una etiqueta, en un término de uso común en Venezuela y
afuera —en una matriz— es lo que lleva de cabeza al Gobierno. Puede que
él lo sepa, que en su fuero interior esté consciente de que puede caer
en cesación de pagos, pero no quiere que se lo recuerden. No quiere que
se lo recuerden porque, si se lo recuerdan, la advertencia ejerce un
impacto psicológico en los inversionistas y agrava aún más la crisis. No
quiere que se lo recuerden porque, si se lo recuerdan, queda en
evidencia que el exceso de irrealidad amenaza con hundir a Venezuela y,
con ello, devorarse el proyecto que Chávez comenzó a construir cuando
estaba en el Ejército. O mucho antes: cuando era cadete de la Academia
Militar y apuntaba en su diario que algún día le gustaría llevar las
riendas de su país.
Como
está al borde de un ataque de nervios, el Gobierno se convierte en una
entidad peligrosa. Es capaz de todo: hasta de clausurar las viñetas de
Rayma porque son un electrocardiograma que revela, con la firma
autógrafa del comandante, el estado de postración en que está Venezuela.
Un Gobierno al borde de un ataque de nervios (y con vocación
revolucionaria) no se refugia en la valeriana para calmar su ansiedad.
Un gobierno al borde de un ataque de nervios del tipo del que estamos
hablando no apela a los psicotrópicos para controlar sus emociones. Un
gobierno al borde de un ataque de nervios de estirpe autoritaria apelará
a las armas más bajas para tratar de controlar la situación. Para que
el problema no se le vaya de las manos en términos de gobernabilidad.
Para no perder el poder. Un gobierno al borde de un ataque de nervios ve
la palabra defaultpor una cara de la
moneda y por la otra ve la tanqueta de la represión. Eso es lo que
Maduro teme tanto que le recuerden: que va a pasar a la historia como un
gorila porque la crisis social que se incuba no le dejará margen de
acción y tendrá que reprimir más —muchísimo más— de lo que ha reprimido
este año.
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