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http://konzapata.com/2014/10/la-hiperinflacion-es-tan-golpista-como-las-tanquetas/
Por Gloria M. Bastidas @gloriabastidas.-
La economía le asestará una
puñalada al establishment el próximo año. Será un año complejo. De
grandes protestas. De mayor escasez. De convulsiones. De colas. De
demandas salariales. Vienen tiempos de malestar social. El economista
Pedro Palma calcula que para 2015 la inflación saltará a tres dígitos:
110 por ciento. Son palabras mayores. La hiperinflación se coloca en el
horizonte. Y cuando la hiperinflación irrumpe, los gobiernos tiemblan.
El statu quo se estremece. Entra en una fase epiléptica. ¿El huracán
económico se llevará por delante a Maduro? ¿Arrasará con el Gobierno?
¿Será la tumba del chavismo? No necesariamente. Recordemos el caso del
primer gobierno de Alan García, en el Perú. Es interesantísimo: el líder
aprista se monta en el poder en 1985 e inmediatamente su nivel de
aprobación alcanza cotas insólitas: 90 por ciento. Más, mucho más de lo
que logró el carismático Chávez en sus mejores tiempos. Lo malo vino
después.
García estatizó la banca. Se decantó por los controles de precios. Y
durante los primeros años de su gestión logró mantener la inflación a
raya. Bueno, a raya en comparación con lo que vendría después. En el 86,
fue de 62,9 por ciento; en el 87, de 114,5 por ciento. Y estaban reyes
los peruanos. Lo que vino luego fue el Armagedón. En el aciago año de
1988 la inflación cobró la fuerza de un tsunami: se montó en 1722, 3 por
ciento. Ojo: Alan García no cayó por eso. Cierto, su popularidad se fue
a pique: descendió por el despeñadero y se atrincheró en un pírrico 13
por ciento. Claro que hubo protestas. Colas. Escasez. Desabastecimiento.
Trueque. Huelgas. Claro que la pobreza se disparó: en Lima llegó a ser
de 43 por ciento. Claro que el malestar social era un ruido que estaba
allí, presente. Lo mismo que ocurre hoy en Venezuela. Mirar el pasado es
como verse en un espejo. Pero Alan García sobrevivió a eso.
Y el año 89 fue mucho, mucho peor para los peruanos: la
hiperinflación pasó a ser una moneda de uso corriente. La cifra llegó a
2775,3 por ciento. Y Alan García no cayó por eso. Es verdad: su
aprobación seguía por el piso, en 14 por ciento. Y sí: hubo grandes
protestas, incluidas las del grupo terrorista Sendero Luminoso. Pero
García logró resistir el temporal. Y el Armagedón se hizo costumbre: en
1990, la inflación trepó a la estratósfera, llegó a 7649,6 por ciento. Y
parece increíble decirlo ahora, cuando se ven las cosas en perspectiva:
Alan García, el aprista que, presionado por su pueblo por los rigores
que imponía el alto costo de la vida juró que al culminar su mandato
dejaría la política, tampoco cayó por eso. Logró culminar su período
constitucional y entregó el poder en 1990, con una aceptación que
rondaba el 20 por ciento. Pero no sólo eso, que ya es una hazaña. Alan
García logró ser presidente por segunda vez para el período 2006-2011.
Fue un gobierno de otro signo. Y también completó su ciclo. Desde luego:
Venezuela no es el Perú. Acá hay otras complejidades. Pero la
referencia resulta útil: no necesariamente la hiperinflación tumba
gobiernos y mucho menos si ése gobierno, como es el caso nuestro, tiene
el control del estamento militar y de instituciones clave como el
Tribunal Supremo de Justicia, el Consejo Nacional Electoral y la
Asamblea Nacional. Bajo este contexto, que el poder chavista salga
indemne de la crisis económica no sería descartable.
Pero así como podemos citar el caso del sobreviviente Alan García
(sobreviviente y reincidente), un caudillo que logró la proeza de
culminar su período en medio de un sismo que rompía todos los récords, y
que, contra todo pronóstico, pudo colocarle la banda presidencial a su
sucesor, Alberto Fujimori, que primero fue aupado por darle un hachazo a
la inflación y luego devino en dictador, también podemos citar otro
caso que habla exactamente de lo contrario. Es el de Raúl Alfonsín, en
Argentina. La hiperinflación lo eyectó prematuramente del poder. Porque
el alto costo de la vida, efectivamente, es una bomba contra el
establishment, a pesar de que pueda ocurrir que los políticos —como pasó
con García— logren mantener el barco a flote en medio de la tempestad:
igual que ocurre con ciertos animalillos que se hacen inmunes a un feroz
ataque nuclear. Alfonsín no pudo con esas aguas. No era uno de esos
animalillos dotados de un ADN especial.
Alfonsín, que pasaría a la historia por ser el primer mandatario
electo tras el oscuro tiempo de la dictadura militar, debió entregar el
poder antes de que concluyera su período. El líder de la Unión Cívica
Radical (UCR) asumió el mando en 1983 y su ciclo se completaba en
diciembre de 1989. Y llegó hasta el 89, pero el 89 fue un año fatal para
Argentina (también para Venezuela, también para el Perú, también para
otros países de América Latina): la inflación se montó en 4923,55 por
ciento. Otro Armagedón. Ya en 1988, estaba en 387,74 por ciento. Y en
1987, en 174,79 por ciento. Y en 1986, en 81,91 por ciento. La
temperatura social subió hasta partir el termómetro. Hubo revueltas.
Saqueos. Los salarios se convirtieron en una entelequia. La pobreza se
disparó: pasó de 25 por ciento a comienzos de 1989 a 47,3 por ciento en
octubre de ese mismo año. La palabra que estaba en boca de los
analistas, la que traía de cabeza a todos, la que preocupa al poder
cuando la plataforma que lo sostiene cruje, la que pone a los ejércitos
en guardia, la que perturbó a Alan García al punto de que su último
discurso en el parlamento fue boicoteado, era la palabra
ingobernabilidad.
El Plan Primavera ejecutado por el Gobierno para salvar la economía
resultó fallido. Ya antes había resultado infructuoso el Plan Austral. Y
sí: se produjo una puñalada mortal contra el statu quo. Alfonsín debió
adelantar las elecciones para el 14 de mayo de 1989. Mientras unos
argentinos estaban votando, otros estaban saqueando. Mientras unos se
jugaban la carta de la política, otros, desesperados, se jugaban la
carta de la protesta callejera. El Gobierno decretó el estado de sitio y
Alfonsín entregó el poder a su sucesor, Carlos Menem, de manera
anticipada, en julio de 1989.
Ésa era la atmósfera que privaba en Argentina cuando Menem, que en su
campaña habló de medidas conservadoras en materia económica y luego se
convirtió al más puro neoliberalismo, recibió el testigo de parte de
Raúl Alfonsín. Por cierto: a pesar de que Alfonsín, cuyo lema era “Con
la democracia se come, se cura, se educa”, no completó su período
constitucional, la apurada transmisión de mando tuvo un significado
especial para los argentinos: era la primera vez en años que un civil
entregaba el poder a otro civil, y producto de unas elecciones. Lo que
saboteaba el júbilo que había por la sepultura de la bota militar era la
economía. La impertinente economía, capaz de defenestrar gobiernos.
La deuda externa de la Argentina sumaba 63 mil millones de dólares;
la caída del Producto Interno Bruto (PIB) rozaba el 6 por ciento; y la
hiperinflación era cercana, como dijimos, al 5 mil por ciento. ¿Qué
gobierno puede sostenerse con estos indicadores tan nefastos? El de Alan
García I. Pero no el de Alfonsín, que, como preámbulo de lo que sería
su defenestración, vio cómo en las elecciones para diputados nacionales,
celebradas en septiembre de 1987 —un año en que la inflación se colocó
en 174,79 por ciento, una cifra relativamente menor, pero que ya
presagiaba la catástrofe que se venía, la escalada hiperinflacionaria—,
la Unión Cívica Radical apenas alcanzó 37,3 por ciento de los votos, en
tanto que el Partido Justicialista, su contraparte, logró 41, 5 por
ciento de los votos. Y esto es capital: refleja que el descontento hacia
un gobierno puede irse conformando de manera progresiva y, antes de que
cobre la forma de la defenestración, de la renuncia, del cambio
definitivo de administración, se puede ir expresando por otras vías,
como la del sufragio a escala parlamentaria.
El sucesor de Alfonsín (el Menem de las patillas al estilo del
cantante Sandro: perdonen el inciso) logró mantenerse en el poder
durante dos períodos presidenciales. Pero el gobernante que vendría
después, Fernando de la Rúa, tendría un final parecido al de Alfonsín,
aunque fue eyectado del poder de manera mucho más precipitada. De la Rúa
asume el mando en diciembre de 1999 y le tocó salir del palacio de
gobierno —y en helicóptero, a la vista del mundo entero, vía CNN— en
diciembre de 2001. ¿Qué lo tumbó? La economía. La golpista economía,
cuyos tanques son tan poderosos como los de un ejército. Y no sólo están
los casos de Alfonsín y el de De la Rúa. En América Latina hay todo un
repertorio de cómo las cuentas macroeconómicas pueden afectar la
gobernabilidad y alterar los ciclos constitucionales. De cómo un
problemita en la balanza de pagos o un dólar represado artificialmente
pueden convertirse en un problemón. De cómo una inflación fuera de cauce
puede provocar un estallido. Hay muchos otros ejemplos: los casos de
Brasil y Bolivia también son paradigmáticos.
¿Qué pasará en Venezuela, donde la economía no rebosa de salud? ¿Qué
pasará en Venezuela, que ha cuadruplicado su deuda externa durante la
era chavista? ¿Qué pasará en Venezuela, donde el Gobierno ha optado por
no honrar sus compromisos internos (la deuda con la empresa privada,
según la firma Ecoanalítica, es de 21 mil millones de dólares) para
quedar bien con Wall Street porque no puede saldar las dos acreencias a
la vez, salvo que recurra al Fondo Monetario Internacional? ¿Qué pasará
en Venezuela, un país que depende de las hormonas petroleras? ¿Qué
pasará en Venezuela, donde la escasez de alimentos de primera necesidad
está a la orden del día? ¿Qué pasará en Venezuela, donde la inflación
galopa con furia?—no a los niveles astronómicos en que escaló en
Argentina o en el Perú, desde luego, pero sí a cotas que encienden las
alarmas.
¿Qué pasará en Venezuela si el margen de aceptación del Presidente
está por encimita del 30 por ciento? ¿Qué pasará en Venezuela si la
escasez de medicinas es de 70 por ciento? ¿Qué pasará en esa Venezuela
del 2015 si para entonces ya muchos inventarios se habrán agotado? ¿Será
una Venezuela como aquella Venezuela de 1989, desbordada por un
caracazo? ¿Será una Venezuela como el Perú de Alan García, en la que el
poder sobrevivirá al terremoto económico? ¿O será una Venezuela como la
Argentina de Alfonsín? ¿Será una Venezuela en la que el poder será
despojado de la longevidad que proclama? ¿La revolución dejará de ser
irreversible?
Nadie puede saberlo. Ni los propios chavistas. Pero lo que sí es
seguro es que en esa Venezuela no habrá paz social. No puede haberla con
esos indicadores económicos tan deplorables. Porque esos indicadores
tienen repercusiones sociales. No sólo las botas militares tumban
gobiernos. La inflación desbocada es, en sí misma, desestabilizadora.
Los bolsillos bajo estado de sitio son sediciosos y presionan a sus
dueños. Hay gobiernos que sobreviven en medio de una atmósfera
macroeconómica hostil, pero lo hacen colgados por alfileres. Penden de
un hilo. Esos gobiernos, por más que vociferen, no son irreversibles. No
son eternos. Tarde o temprano —si no toman medidas para enderezar la
economía— se desploman. Y hasta ahora el chavismo no da señales de
rectificación.
El Gobierno de Maduro se parece al rey Canuto, que pensaba que el
mundo estaba allí para obedecerlo. Una vez se lanzó al mar y, como las
olas no acataban su mandato de que se aquietaran, lo sacaron del agua
cuando estaba a punto de ahogarse. Los causahabientes de Chávez no
aprenden —o no entienden— que la economía no se maneja por decreto. Y
ese desliz cognitivo puede significar su carta de defunción, cuya
primera expresión veremos en las parlamentarias de 2015. Un escenario a
lo Raúl Alfonsín. Pero también puede ocurrir que el Armagedón económico
no los eyecte del poder porque las bayonetas hagan su trabajo y los
mantenga en el poder. Un escenario de sobrevivientes. A lo Alan García,
pero de color verde oliva.