Leandro
Area
A primera vista daría la
impresión de estar viva, al menos eso se comenta en los pasillos. Se ha hecho
de una existencia distante y presuntuosa. Nos mira desde su lejanía de
sarcófago profanado y en su misterio mudo se comunica con nosotros a través de
mensajes de telepatía encriptada que cada quien traduce a su manera. Parece aún
respirar por el vaho que le inventamos a su silencio de urna y si uno se acerca al vidrioso cajón que nos
separa, diera la impresión, a la luz de sus linos roídos, dientes inmensos,
mechones encrespados y uñas larguísimas, de que come de más o mal, pues se la
encuentra barrigona y propensa al bocio.
Reposa allí, entre los muebles que la costumbre ha
hecho propios, y da órdenes sin que nadie a ciencia cierta la oiga, sobre
deberes, sumisiones y límites, no sólo para guardar las apariencias sino además
para que nos mantengamos limpios ante tanta mundana ingratitud. Posee también
el oculto poder de castigarnos si cometemos deslices que la conciencia reclama
como culpa. Su nombre es casi ya nuestro tatuaje y apellido. Los perros de la
casa ya ni siquiera le ladran.
Cuando salimos a la calle, oímos hablar de ella por
doquier: que si la democracia esto, que si la democracia aquello. La leemos en
los titulares de prensa, oímos de sus cuitas, de sus fastuosos y tanta veces engorrosos
trámites electorales en cuanto rincón del mundo se permiten, porque también,
hay que decirlo, vive evadiendo acérrimos enemigos que pretenden destruir su
castillo de naipes encantados, cuyos custodios no son más, ni menos, que
emplumados ángeles cruzados que enarbolan ajedrezados estandartes en los que se
representa la libertad, la justicia, la paz y demás virtudes teologales frente
a un mundo voraz y caribe de dardos y curares.
La democracia de hoy, y no solo en estos rincones
aceitosos, se ha convertido en un cuento de hadas, cajita de música guardada en
la memoria de la computadora con cuya melodía solemos arrullar a niños y
ciudadanos llorones que despiertan a cada rato en busca de sustento y caricias.
En esa cancioncilla dormilona se cuenta que la democracia es un unicornio azul,
un obsequio de la casualidad afortunda de una rifa, una hamburguesa gratis en
cajita feliz para merendar en nuestro ingrato y escaso mercadeo.
Como si ella fuera simplonamente un método de
repartición de regalías, corrupción incluida, cesta ticket vacacional, y no la
lucha cotidiana, la hemos dejado envilecer, envileciéndonos por falta de pasión
y de fé; por ausencia, errores o traspiés, de acumuladores sociales de energía
dispersa, líderes, agrupaciones, partidos políticos los llamábamos antes; por
la dejadez que ha entregado a los otros, no los mejores por supuesto, se
encarguen de lo que debería ser cuestión de dignidad, de honor personalísimo,
hígado, corazón y pensamiento, que implican a cada quien antes que a nadie más,
ya que el nosotros es un yo posterior, plural, multiplicado.
Creo entender en el mensaje recogido en el silencio
petrificado de las momias que lo que no quieren es que las miren disecadas, lo
que desean es vivir y por ello su sueño es despertar para morir de nuevo, si
fuera el caso, por un ideal de carne y hueso.
No le demos más vueltas a la pirámide de nuestras
cavilaciones intentando encontrar al culpable, pues aquí no hay más
desperdicios que los propios. Desierto es lo que sobra y lo que falta es paso
para hacer el camino que la democracia extravió sin los partidos, los políticos
digo, que sin ser querubines de inocencia, al menos ejercían y distribuían la
ambición de poder con más equidad que los de ahora y nos daban sentido y
pertenencia. Hoy lo que somos es selva que nos traga.
Vía Tal Cual / Que pasa Margarita
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