Friday, October 31, 2014

La hiperinflación es tan golpista como las tanquetas

En: http://konzapata.com/2014/10/la-hiperinflacion-es-tan-golpista-como-las-tanquetas/

Por Gloria M. Bastidas @gloriabastidas.-

La economía le asestará una puñalada al establishment el próximo año. Será un año complejo. De grandes protestas. De mayor escasez. De convulsiones. De colas. De demandas salariales. Vienen tiempos de malestar social. El economista Pedro Palma calcula que para 2015 la inflación saltará a tres dígitos: 110 por ciento. Son palabras mayores. La hiperinflación se coloca en el horizonte. Y cuando la hiperinflación irrumpe, los gobiernos tiemblan. El statu quo se estremece. Entra en una fase epiléptica. ¿El huracán económico se llevará por delante a Maduro? ¿Arrasará con el Gobierno? ¿Será la tumba del chavismo? No necesariamente. Recordemos el caso del primer gobierno de Alan García, en el Perú. Es interesantísimo: el líder aprista se monta en el poder en 1985 e inmediatamente su nivel de aprobación alcanza cotas insólitas: 90 por ciento. Más, mucho más de lo que logró el carismático Chávez en sus mejores tiempos. Lo malo vino después.

García estatizó la banca. Se decantó por los controles de precios. Y durante los primeros años de su gestión logró mantener la inflación a raya. Bueno, a raya en comparación con lo que vendría después. En el 86, fue de 62,9 por ciento; en el 87, de 114,5 por ciento. Y estaban reyes los peruanos. Lo que vino luego fue el Armagedón. En el aciago año de 1988 la inflación cobró la fuerza de un tsunami: se montó en 1722, 3 por ciento. Ojo: Alan García no cayó por eso. Cierto, su popularidad se fue a pique: descendió por el despeñadero y se atrincheró en un pírrico 13 por ciento. Claro que hubo protestas. Colas. Escasez. Desabastecimiento. Trueque. Huelgas. Claro que la pobreza se disparó: en Lima llegó a ser de 43 por ciento. Claro que el malestar social era un ruido que estaba allí, presente. Lo mismo que ocurre hoy en Venezuela. Mirar el pasado es como verse en un espejo. Pero Alan García sobrevivió a eso.

Y el año 89 fue mucho, mucho peor para los peruanos: la hiperinflación pasó a ser una moneda de uso corriente. La cifra llegó a 2775,3 por ciento. Y Alan García no cayó por eso. Es verdad: su aprobación seguía por el piso, en 14 por ciento. Y sí: hubo grandes protestas, incluidas las del grupo terrorista Sendero Luminoso. Pero García logró resistir el temporal. Y el Armagedón se hizo costumbre: en 1990, la inflación trepó a la estratósfera, llegó a 7649,6 por ciento. Y parece increíble decirlo ahora, cuando se ven las cosas en perspectiva: Alan García, el aprista que, presionado por su pueblo por los rigores que imponía el alto costo de la vida juró que al culminar su mandato dejaría la política, tampoco cayó por eso. Logró culminar su período constitucional y entregó el poder en 1990, con una aceptación que rondaba el 20 por ciento. Pero no sólo eso, que ya es una hazaña. Alan García logró ser presidente por segunda vez para el período 2006-2011. Fue un gobierno de otro signo. Y también completó su ciclo. Desde luego: Venezuela no es el Perú. Acá hay otras complejidades. Pero la referencia resulta útil: no necesariamente la hiperinflación tumba gobiernos y mucho menos si ése gobierno, como es el caso nuestro, tiene el control del estamento militar y de instituciones clave como el Tribunal Supremo de Justicia, el Consejo Nacional Electoral y la Asamblea Nacional. Bajo este contexto, que el poder chavista salga indemne de la crisis económica no sería descartable.

Pero así como podemos citar el caso del sobreviviente Alan García (sobreviviente y reincidente), un caudillo que logró la proeza de culminar su período en medio de un sismo que rompía todos los récords, y que, contra todo pronóstico, pudo colocarle la banda presidencial a su sucesor, Alberto Fujimori, que primero fue aupado por darle un hachazo a la inflación y luego devino en dictador, también podemos citar otro caso que habla exactamente de lo contrario. Es el de Raúl Alfonsín, en Argentina. La hiperinflación lo eyectó prematuramente del poder. Porque el alto costo de la vida, efectivamente, es una bomba contra el establishment, a pesar de que pueda ocurrir que los políticos —como pasó con García— logren mantener el barco a flote en medio de la tempestad: igual que ocurre con ciertos animalillos que se hacen inmunes a un feroz ataque nuclear. Alfonsín no pudo con esas aguas. No era uno de esos animalillos dotados de un ADN especial.

Alfonsín, que pasaría a la historia por ser el primer mandatario electo tras el oscuro tiempo de la dictadura militar, debió entregar el poder antes de que concluyera su período. El líder de la Unión Cívica Radical (UCR) asumió el mando en 1983 y su ciclo se completaba en diciembre de 1989. Y llegó hasta el 89, pero el 89 fue un año fatal para Argentina (también para Venezuela, también para el Perú, también para otros países de América Latina): la inflación se montó en 4923,55 por ciento. Otro Armagedón. Ya en 1988, estaba en 387,74 por ciento. Y en 1987, en 174,79 por ciento. Y en 1986, en 81,91 por ciento. La temperatura social subió hasta partir el termómetro. Hubo revueltas. Saqueos. Los salarios se convirtieron en una entelequia. La pobreza se disparó: pasó de 25 por ciento a comienzos de 1989 a 47,3 por ciento en octubre de ese mismo año. La palabra que estaba en boca de los analistas, la que traía de cabeza a todos, la que preocupa al poder cuando la plataforma que lo sostiene cruje, la que pone a los ejércitos en guardia, la que perturbó a Alan García al punto de que su último discurso en el parlamento fue boicoteado, era la palabra ingobernabilidad.

El Plan Primavera ejecutado por el Gobierno para salvar la economía resultó fallido. Ya antes había resultado infructuoso el Plan Austral. Y sí: se produjo una puñalada mortal contra el statu quo. Alfonsín debió adelantar las elecciones para el 14 de mayo de 1989. Mientras unos argentinos estaban votando, otros estaban saqueando. Mientras unos se jugaban la carta de la política, otros, desesperados, se jugaban la carta de la protesta callejera. El Gobierno decretó el estado de sitio y Alfonsín entregó el poder a su sucesor, Carlos Menem, de manera anticipada, en julio de 1989.

Ésa era la atmósfera que privaba en Argentina cuando Menem, que en su campaña habló de medidas conservadoras en materia económica y luego se convirtió al más puro neoliberalismo, recibió el testigo de parte de Raúl Alfonsín. Por cierto: a pesar de que Alfonsín, cuyo lema era “Con la democracia se come, se cura, se educa”, no completó su período constitucional, la apurada transmisión de mando tuvo un significado especial para los argentinos: era la primera vez en años que un civil entregaba el poder a otro civil, y producto de unas elecciones. Lo que saboteaba el júbilo que había por la sepultura de la bota militar era la economía. La impertinente economía, capaz de defenestrar gobiernos.

La deuda externa de la Argentina sumaba 63 mil millones de dólares; la caída del Producto Interno Bruto (PIB) rozaba el 6 por ciento; y la hiperinflación era cercana, como dijimos, al 5 mil por ciento. ¿Qué gobierno puede sostenerse con estos indicadores tan nefastos? El de Alan García I. Pero no el de Alfonsín, que, como preámbulo de lo que sería su defenestración, vio cómo en las elecciones para diputados nacionales, celebradas en septiembre de 1987 —un año en que la inflación se colocó en 174,79 por ciento, una cifra relativamente menor, pero que ya presagiaba la catástrofe que se venía, la escalada hiperinflacionaria—, la Unión Cívica Radical apenas alcanzó 37,3 por ciento de los votos, en tanto que el Partido Justicialista, su contraparte, logró 41, 5 por ciento de los votos. Y esto es capital: refleja que el descontento hacia un gobierno puede irse conformando de manera progresiva y, antes de que cobre la forma de la defenestración, de la renuncia, del cambio definitivo de administración, se puede ir expresando por otras vías, como la del sufragio a escala parlamentaria.

El sucesor de Alfonsín (el Menem de las patillas al estilo del cantante Sandro: perdonen el inciso) logró mantenerse en el poder durante dos períodos presidenciales. Pero el gobernante que vendría después, Fernando de la Rúa, tendría un final parecido al de Alfonsín, aunque fue eyectado del poder de manera mucho más precipitada. De la Rúa asume el mando en diciembre de 1999 y le tocó salir del palacio de gobierno —y en helicóptero, a la vista del mundo entero, vía CNN— en diciembre de 2001. ¿Qué lo tumbó? La economía. La golpista economía, cuyos tanques son tan poderosos como los de un ejército. Y no sólo están los casos de Alfonsín y el de De la Rúa. En América Latina hay todo un repertorio de cómo las cuentas macroeconómicas pueden afectar la gobernabilidad y alterar los ciclos constitucionales. De cómo un problemita en la balanza de pagos o un dólar represado artificialmente pueden convertirse en un problemón. De cómo una inflación fuera de cauce puede provocar un estallido. Hay muchos otros ejemplos: los casos de Brasil y Bolivia también son paradigmáticos.

¿Qué pasará en Venezuela, donde la economía no rebosa de salud? ¿Qué pasará en Venezuela, que ha cuadruplicado su deuda externa durante la era chavista? ¿Qué pasará en Venezuela, donde el Gobierno ha optado por no honrar sus compromisos internos (la deuda con la empresa privada, según la firma Ecoanalítica, es de 21 mil millones de dólares) para quedar bien con Wall Street porque no puede saldar las dos acreencias a la vez, salvo que recurra al Fondo Monetario Internacional? ¿Qué pasará en Venezuela, un país que depende de las hormonas petroleras? ¿Qué pasará en Venezuela, donde la escasez de alimentos de primera necesidad está a la orden del día? ¿Qué pasará en Venezuela, donde la inflación galopa con furia?—no a los niveles astronómicos en que escaló en Argentina o en el Perú, desde luego, pero sí a cotas que encienden las alarmas.

¿Qué pasará en Venezuela si el margen de aceptación del Presidente está por encimita del 30 por ciento? ¿Qué pasará en Venezuela si la escasez de medicinas es de 70 por ciento? ¿Qué pasará en esa Venezuela del 2015 si para entonces ya muchos inventarios se habrán agotado? ¿Será una Venezuela como aquella Venezuela de 1989, desbordada por un caracazo? ¿Será una Venezuela como el Perú de Alan García, en la que el poder sobrevivirá al terremoto económico? ¿O será una Venezuela como la Argentina de Alfonsín? ¿Será una Venezuela en la que el poder será despojado de la longevidad que proclama? ¿La revolución dejará de ser irreversible?

Nadie puede saberlo. Ni los propios chavistas. Pero lo que sí es seguro es que en esa Venezuela no habrá paz social. No puede haberla con esos indicadores económicos tan deplorables. Porque esos indicadores tienen repercusiones sociales. No sólo las botas militares tumban gobiernos. La inflación desbocada es, en sí misma, desestabilizadora. Los bolsillos bajo estado de sitio son sediciosos y presionan a sus dueños. Hay gobiernos que sobreviven en medio de una atmósfera macroeconómica hostil, pero lo hacen colgados por alfileres. Penden de un hilo. Esos gobiernos, por más que vociferen, no son irreversibles. No son eternos. Tarde o temprano —si no toman medidas para enderezar la economía— se desploman. Y hasta ahora el chavismo no da señales de rectificación.

El Gobierno de Maduro se parece al rey Canuto, que pensaba que el mundo estaba allí para obedecerlo. Una vez se lanzó al mar y, como las olas no acataban su mandato de que se aquietaran, lo sacaron del agua cuando estaba a punto de ahogarse. Los causahabientes de Chávez no aprenden —o no entienden— que la economía no se maneja por decreto. Y ese desliz cognitivo puede significar su carta de defunción, cuya primera expresión veremos en las parlamentarias de 2015. Un escenario a lo Raúl Alfonsín. Pero también puede ocurrir que el Armagedón económico no los eyecte del poder porque las bayonetas hagan su trabajo y los mantenga en el poder. Un escenario de sobrevivientes. A lo Alan García, pero de color verde oliva.

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