Enrique Krauze
No son estos tiempos propicios para la libertad. En casi todo el mundo
está en repliegue, asediada por los fanatismos de la identidad (racial,
religiosa, nacional, ideológica). Pero, ante esos y otros adversarios, el
repliegue debe ser temporal: para tomar fuerzas, para adquirir perspectiva
histórica, para imaginar soluciones prácticas a las nuevas formas de opresión y
a los problemas ancestrales de marginación y pobreza que minan los fundamentos
mismos de la sociedad abierta. Y algo más debe hacer el pensamiento liberal:
ejercer la autocrítica. Pero debemos porfiar en la libertad porque –como el
aire– solo se vuelve tangible, se palpa, cuando falta.
En esta entrega del “Premio de la Libertad” que FAES ha tenido la
generosidad de otorgarme, quisiera ofrecer una reflexión en torno al
preocupante estado de la libertad en tres países que me competen: México (mi
país y puerto de libertad que abrigó a mi familia); España, nación que inventó
el sustantivo liberal y que desde 1978 ha sido vanguardia democrática del orbe
hispano, tierra que por razones de gratitud y admiración considero mía; y
finalmente Venezuela, cuya historia y política he estudiado con pasión
democrática.
Dos fuerzas terribles y convergentes amenazan la libertad en México: la
corrupción y el crimen. Ambas hunden sus raíces en la historia y no es este el
lugar para explorarlas. Pero es un hecho doloroso que la democracia –que
descentralizó el poder, que liberó las energías políticas y cívicas del
mexicano– haya tenido el efecto centrífugo de alentar también los poderes
oscuros que ahora imponen su ley sangrienta en vastas zonas, ya intransitables,
del país. Hay fuerzas del bien que se les oponen, y son mayoritarias: las
decenas de millones de mujeres y hombres que trabajan honestamente, y que esperan
mejorías tangibles de las reformas que se han aprobado en los ámbitos de la
energía, la educación, las finanzas y las telecomunicaciones. De este infierno
–la alianza del crimen organizado y la corrupción política– no hay salida
fácil: hay que vertebrar, casi desde el origen, un Estado de Derecho que no
solo respete y haga respetar las leyes y libertades, sino lo más preciado: la
vida misma. No sé cuánto tiempo nos llevará la tarea. Tal vez una generación.
Pero es una batalla que se va a ganar.
El respeto a la vida y el Estado de Derecho me lleva a proponer una
modesta reflexión sobre España. Después de una terrible guerra civil, después
de décadas de una férrea dictadura, España hizo un pacto consigo misma, un
pacto de civilidad que provocó la admiración del mundo y –nunca lo olviden– fue
el catalizador del cambio democrático en América Latina. La civilidad a la que
me refiero no es algo abstracto: se manifiesta, precisamente, en el respeto a
la vida individual que en España se advierte en hechos aparentemente nimios
como la indignación ante cualquier crimen pasional que llega a las primeras
páginas de los diarios. Esa consideración por la vida (que, trágica y
vergonzosamente, no existe en México) es el cimiento imprescindible de una
sociedad abierta y moderna. Contra todo pronóstico, España se volvió esa
sociedad moderna y abierta. En esta severa crisis, España no puede cerrar los
ojos al milagro de civilidad democrática que ella misma construyó y que le
permitió dar un salto histórico en todos los órdenes.
Al hacer el encomio de la civilidad en España, al recordar aquel pacto,
no cierro los ojos, en absoluto, a los escándalos de corrupción. Tampoco ignoro
el despilfarro de riqueza, las malas administraciones, los sacrificios
inmensos, los millones de desempleados, y el desaliento que todo ello provoca.
Pero es mi deber de amigo advertir los riesgos del populismo que veo crecer en
España, sobre todo entre la gente joven. Ya vimos en la Argentina peronista esa
película. Y la seguimos viendo, en tiempo real, en Venezuela, uno de los países
petroleros más ricos del mundo, empobrecido por el chavismo. A ese horror
–hecho de humo y mentira– lleva el populismo. Destruye por generaciones la
noción misma de civilidad, instaura el culto a la personalidad, empobrece las
naciones, envilece la vida pública y parte en dos mitades irreconciliables a la
sociedad. La sensatez, en España, debe privar sobre la desesperación. Es la
batalla definitiva por la libertad.
Pienso
mucho en los jóvenes de Venezuela, pienso en su soledad. Ellos no necesitan
lecturas liberales. Ellos conocen de manera inmediata el significado de la
libertad porque prácticamente la han perdido pero, ¿quién los escucha?
Escuchémoslos nosotros. Por eso desde este foro envío un saludo solidario a
esos valerosos estudiantes y uno mi voz a la de quienes en foros diversos,
incluido el de las Naciones Unidas, han exigido la libertad inmediata de
Leopoldo López, preso político del régimen chavista que ha convertido al país
petrolero más rico del mundo en lo que siempre buscó: una nueva, precaria y
pesarosa Cuba.
Vía El Nacional
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