Luis Vicente León
En un par de semanas maratónicas, entre
Navidad y Año Nuevo, finalmente el gobierno logró renovar, por mayoría
simple, el Consejo Nacional Electoral, la Fiscalía, la Contraloría, la
Defensoría del Pueblo y el Tribunal Supremo de Justicia en los cargos
pendientes.
No me corresponde realizar el análisis
jurídico de los métodos seguidos para esos nombramientos, pero es
evidente que se han forzado las barras para evadir el espíritu de la
Constitución, que plantea el requerimiento de seleccionar estos
funcionarios por mayoría calificada del Parlamento, cosa que
evidentemente no sucedió. Pero más allá de evaluar si las estrategias
seguidas tienen o no basamento jurídico, lo que está claro es que nadie
puede estar orgulloso de elegir las principales autoridades del país sin
acuerdos políticos básicos, sin cumplir el espíritu de la Constitución,
sin que haya balance de poder y, lo más importante, sin que esas
instituciones hayan ganado independencia, credibilidad y objetividad,
sino exactamente lo contrario.
Pero una cosa es que lamentemos que el
país no logre tener instituciones independientes y otra totalmente
distinta es que alguien se sorprenda con esto.
La sorpresa es que se sorprendan.
Si consideramos que el gobierno enfrenta
su peor momento en términos de soporte popular; si entendemos que así
tiene que navegar por aguas turbulentas en materia económica; si tomamos
en cuenta que con ese entorno hostil tendrá que enfrentar las
elecciones parlamentarias, entonces es fácil inferir que la estrategia
dominante del gobierno sería mantener como fuera el control
institucional que ya venían ejerciendo igual desde hace mucho tiempo.
No hay nada nuevo.
La idea de que se podrían lograr
negociaciones para balancear el poder o, en todo caso, lograr
nombramientos que no estuvieran sesgados y fuesen técnicos y
profesionales, era, por decir lo menos, temeraria. Pasó lo que era
previsible: el gobierno preserva su control y lo usará sin tapujos para
intentar mantener el poder.
La gran pregunta es: ¿qué debe hacer la oposición ahora?
No es una situación fácil. Es evidente.
La estrategia “exitosa” de control político que ha aplicado el gobierno
agarra a la oposición en un momento de divisiones y conflictos internos.
Es previsible que los grupos extremos utilicen esto para llamar a una
lucha radical por la defensa de los derechos políticos y afirmen que la
ruta democrática está acabada. Y los argumentos que usarán son
conocidos, porque ya los han usado en el pasado: ¿para qué ir a una
elección con un CNE sesgado?; ¿cuánto tiempo pasará antes de que el
gobierno use a la Fiscalía para encerrar más adversarios?; ¿cómo ganarle
un caso al gobierno en un TSJ que controla y hace años no falla nunca
en su contra?; ¿cuánto tiempo más debe pasar para darse cuenta de que
esto no es un democracia y que no saldrán por votos?
No voy a cuestionar el derecho que tiene
cada quien de pensar como quiera, pero sí me gustaría retarlos con una
frase que aprendí de mi padre margariteño: “Tengan o no tengan razón,
¿con qué se sienta la cucaracha?”
Los grupos que se desatan pidiendo
“sangre” por Internet, quienes llenan Twitter con llamadas a la
rebelión, esos que insultan a quienes buscan alternativas democráticas y
electorales, pese a las condiciones adversas, y los llaman
colaboracionistas, ¿qué es lo que ofrecen para lograr su objetivo?
¿Con cuál organización pretenden
enfrentar por la fuerza al gobierno? ¿Dónde están las masas que los
acompañan en las calles? ¿Dónde están los líderes rebeldes, yéndose
abiertamente a la clandestinidad a dirigir esos grupos de combate? ¿Son
esos que ya no están en los medios diciendo que son políticos pacíficos
pidiendo la renuncia de un Presidente que ya no renunció? ¿Con
cuáles recursos se financiarían esas revueltas armadas contra el
gobierno despótico? ¿Dónde están las armas con las que enfrentarán a un
gobierno respaldado por el sector militar, entre otras cosas, porque
está pragmáticamente interesado y teóricamente obligado a defenderlo?
No voy a responder estas preguntas
porque estoy seguro que todos ustedes saben las respuestas y, por lo
tanto, pueden inferir los resultados. No se trata ni siquiera de
cuestionar la validez de los planteamientos radicales ni los
sentimientos de frustración y rabia que los generan. Lo que cuestiono es
el simple hecho de que ésa sea una opción de respaldo masivo, así como
su viabilidad operativa.
En algunas oportunidades hemos criticado
a la oposición por su incapacidad de capitalizar la frustración de la
gente ante la crisis y el hecho de que sus peleas internas impidan
consolidar un liderazgo sólido que los articule. Pero es importante
entender que ése es un mensaje secundario. El mensaje principal para el
país es que el chavismo ya no es mayoría, que la gente está cansada y
busca cambios, que los electores están esperando propuestas alternativas
y estarían dispuesto a votar en contra de quienes han sido incapaces de
resolver sus problemas.
Pelear con el gobierno por la fuerza
(cuando en eso él es el fuerte) y desechar el plano electoral (donde la
oposición tiene sus mayores opciones) parece un contrasentido.
La protesta es un derecho y un deber
cuando estamos ante la violación de un derecho. Incluso: la protesta
ahora tiene más sentido que nunca, pero con el objetivo de convertirlo
en energía para los procesos electorales, para fortalecer la democracia y
para articular una mayoría. En coyunturas como ésta, se puede
protestar por dos cosas: la primera es la pretensión infértil de sacar
al gobierno; la segunda es presionar al gobierno a través de esa
protesta y ponerlo en evidencia. Una protesta real es necesaria e
incluso urgente porque aglutina el descontento y es capaz de sumar más
simpatías, principalmente cuando el motivo de la protesta es algo que
afecte a la mayor parte de la población. La protesta ayuda a articularse
para un proceso electoral, no para sacar a un gobierno que está
instalado en el poder. Eso no funciona aquí ni en ninguna otra parte, al
menos no cuando la protesta no está pensada para enganchar al otro y
convertirla en más apoyo popular. Ésa es la protesta que hace falta: no
una ceguera radical que se encierra a sí misma en un callejón sin
salida.
Hoy las instituciones son tan
desequilibradas como las que había antes, pero ahora hay una gran
diferencia: todo eso pasa en un país que no apoya ni al Presidente, ni
al partido de gobierno ni al modelo económico que plantean.
¿Y es ahí cuando vamos a despreciar una
elección? Justo cuando la brecha en contra del gobierno es gigante, ¿la
propuesta es tirarse a un barranco abstencionista o radical, que en
ninguno de los dos casos es posible ganar?
No estoy diciendo que esa batalla
electoral será fácil ni que la oposición las ganará con seguridad. Lo
que estoy diciendo es que entre un barranco radical (cantado al fracaso)
y una alternativa electoral que tenderá a unificar a la oposición a
pesar de ella misma (y que, en el peor escenario, obligaría al gobierno a
aceptar una nueva situación de poder o a darle una patada a la mesa, si
no quiere perder). Eso abriría una Caja de Pandora que cambiaría la
realidad con la que ha gobernado estos años y lo haría infinitamente más
inestable, tanto interna como externamente.
No me cabe la menor duda sobre cuál es
la mejor apuesta. Y debo decir que, por primera vez en mucho tiempo, la
mayoría de la población opositora e independiente está de acuerdo
también con esa ruta electoral, como indican las encuestas.
¿Que qué haría yo? Lo que ha sacado a la
mayoría de los gobiernos malos en todo el mundo: organizar a la gente
que quiere cambios y luego votar a favor de esos cambios y estar
dispuesto a defender ese voto.
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