Fernando Mires
Un prólogo es siempre un epílogo. Eso lo
sabemos quienes hemos escrito uno que otro libro. Porque recién cuando
hemos terminado de escribirlo, nos damos a la tarea de redactar su
prólogo. Así nos explicamos las razones por las cuales Benedicto XVl
publicó el prólogo a su obra magna “Jesús de Nazareth” dos años después
de la publicación del segundo tomo, es decir, él hizo de modo explícito
lo que otros hacemos de modo implícito. Un prólogo, en efecto, es recién
posible cuando hemos logrado una visión de conjunto que sólo alcanzamos
en la fase final. Así sucede también, a veces, con nuestras vidas.
Cuando ya estamos más cerca del fin que
del comienzo podemos comprender mejor acontecimientos cuyo sentido nunca
pudimos percibir en el momento en que sucedieron. Parece luego ser
evidente que sólo en el futuro lograremos conocer el sentido de lo que
una vez ocurrió, incluso el de hechos que en su momento nos parecieron
absurdos. Desde esa perspectiva, las normas que permiten el relato de
una historia individual no son demasiado diferentes a las que nos
permiten relatar la historia universal. Ambas al menos son construidas a
partir de acontecimientos que sólo mirados desde la lejanía de lo ya
pasado revelan su verdadero sentido.
En cierto modo, en el futuro yace la
energía que da sentido al pasado, de la misma manera que recién cuando
algo ha ocurrido podremos conocer sus “causas” y nunca al revés.
Constatación que llevó a decir a Hannah Arendt, “las causas no existen”.
O a Max Weber afirmar que la “causalización” no es más que un proceso
de reconstrucción subjetiva del pasado. O a Freud a pensar que la
evidencia de la muerte, esto es, nuestra inevitable transitoriedad
(Vergänglichkeit) es lo que da valor a la vida o, lo que es similar:
frente a la cercanía de la mortalidad la natalidad adquiere su pleno
sentido.
No pocas han sido las ocasiones en que
determinados seres descubren el valor de lo que amaban cuando ya lo han
perdido o cuando están a punto de perderlo. También es frecuente que
después de cuando alguien muere es descubierta la exacta dimensión de su
vida. No son pocos los genios que han muerto sin haber sido reconocidos
hasta que el tiempo –sólo en algunos casos– restaura su significado.
Hannah Arendt, para poner un ejemplo, antes de morir sólo era conocida
por sus publicaciones periodísticas y por sus escritos sobre el
“totalitarismo”. Recién después del derrumbe del Muro de Berlín comenzó a
ser revalorada la obra completa de la genial mujer. De tal modo que
–para expresarlo como diría Arendt– cuando ocurre un milagro comenzamos a
entender el verdadero sentido de lo que ya ocurrió, sus inicios, sus
señas, sus “anunciaciones”.
A Hannah Arendt debemos el haber
acentuado en la filosofía existencial la dimensión de la natalidad.
Antes de ella la noción de la muerte y no la del nacimiento era la
predominante en el existencialismo filosófico. El “ser arrojado a la
vida” (Sartre) llevó a muchos a concebir la existencia como una suma de
sin-sentidos, existencia en la cual siempre seremos “extranjeros” y en
donde la única frase lógica debería ser, según Camus: “¿por qué no nos
suicidamos?” En parte, la noción de “arrojamiento” también la
encontramos en la filosofía heideggeriana. Pero hay una diferencia, y
esa fue la que detectó Arendt.
“El ser en el mundo” de Heidegger
adquiere sentido cuando entra en comunicación con el espíritu, es decir
no sólo con ese “ser siendo” del “estar” sino con el Ser que “es” antes y
después de nosotros, en la vida que nos precede y en la que seguirá, en
ese ser que siempre vive entre dos infinitos según Arendt, o “entre las
dos muertes”, según Lacan. “Vivir en el espíritu” es por tanto una
opción –punto en el que Hannah Arendt está de acuerdo con la teología
judeo-cristiana–.
Esa opción que separa a Heidegger del
existencialismo francés de los años cincuenta lleva a percibir como a
través de la desconexión entre el ser y el estar (Sein und Dasein)
podemos elegir no dar a la existencia ningún sentido. O a la inversa,
comunicados con el Ser Total podemos elegir alcanzar la “unidad del ser y
el estar” y así la vida adquiere una coherencia que es la del mundo, la
de todo el mundo, la de todos los mundos. Luego, la vida, desde la
perspectiva de un Ser Total –que para los teólogos sólo puede ser Dios–
tiene un sentido, uno que no sólo es el nuestro. Por lo mismo, nacer,
desde la perspectiva del Ser Total es entrar a “este” mundo portando el
sello de un más allá cuyo sentido no conocemos pero pre-sentimos a
partir de la gran limitación –valga la paradoja– de nuestros sentidos. O
siguiendo a Arendt, viviendo con el espíritu seremos en un ser que no
sólo es nuestro ser. Un ser no singular sino plural: Un Ser que es
también, y sobre todo, un “Somos” y que asoma a este mundo gracias al
milagro de la natalidad.
En fin, sólo desde la perspectiva de un
ser que trasciende al “estar” lograremos entender por qué para
Heidegger el fin no se encuentra al final sino, oculto, en el comienzo.
Así también entendió Benedicto XVl a “su” Jesús. Porque para Benedicto,
la muerte y resurrección de Jesús son los “acontecimientos” que permiten
entender el milagro de la natalidad y no a la inversa. El prólogo para
él, he de reiterarlo, es un epílogo.
Puedo, no obstante, entender
perfectamente por qué para muchos filósofos y teólogos, quizás para el
mismo Benedicto, vincular el nombre del Papa con Heidegger es un
procedimiento inadmisible. ¿Cómo relacionar una exégesis teológica con
los tratados de un filósofo que nunca o casi nunca mencionó a Dios?
¿Cómo contravenir a Benedicto quien a su vez casi nunca mencionó a
Heidegger en sus textos y cuando lo hizo sólo fue para rechazar su idea
del “arrojamiento”? Sin embargo, y a pesar de todo eso, creo que ha
llegado el momento de establecer ese vínculo a mi entender ineludible
para todos quienes nos hemos sumido en la teología de Ratzinger y en la
filosofía de Heidegger.
No. Ese vínculo no sólo tiene que ver
con el hecho de que ambos, Heidegger y Ratzinger, son alemanes y por lo
tanto tributarios de una misma tradición intelectual. Ni siquiera tiene
que ver con la casi certeza de que ambos bebieron muchas veces en las
mismas fuentes literarias y filosóficas. Tampoco con la evidencia, tan
bien demostrada por Marlene Zarader (The Unthought Debt), relativa a que
la filosofía de Heidegger se encuentra sobredeterminada por la Biblia
judía. E incluso, nada tiene que ver con la permisible analogía entre el
Ser de Heidegger y el Dios de Abraham.
No, la verdadera unión entre Heidegger y
Ratzinger se encuentra más allá de ellos: en una tercera persona de la
cual ambos descienden: me refiero a San Agustín, teólogo y filósofo a la
vez. O para decirlo de una vez por todas: tanto la filosofía
heideggeriana como la teología ratzingeriana son profundamente
agustinas, y lo son hasta el punto de que ninguna de las dos habría sido
posible sin la mediación del obispo de Hipona.
Por de pronto, tanto para el filósofo
Heidegger como para el teólogo Ratzinger, el ser del humano es un
momento de un tiempo que precede y trasciende a toda vida. En términos
agustinos, a su vez, la ciudad humana está inmersa en la gran ciudad de
Dios al mismo tiempo que toda finitud es parte de la infinitud total. A
esa ciudad de Dios o tiempo infinito del Ser no podemos acceder desde la
finitud de nuestras vidas. Sin embargo, eso no impide pensar en la
infinitud.
Pensar en la infinitud es conectar al
ser humano con el espíritu, del mismo modo como no pensar en la
infinitud es desconectar al ser humano de su Ser Total, transformándolo
en una criatura que sólo vive para satisfacer su sensorialidad, o que
idolatra objetos sustitutivos de la divinidad, o que muere en vida, sin
espíritu ni conciencia de su propio ser. En fin, para ambos autores
agustinos, el “para qué” y el “cómo”, que son las pre-posiciones de la
vida sin espíritu, nunca podrán sustituir a ese “por qué” que lleva a
preguntar-nos por el origen y el final de todo.
Ahora, si tenemos en cuenta que para
Agustín hay una relación de identidad entre “pensar” y “recordar”,
cuando pensamos en alguien o en algo, lo recordamos, es decir, lo
traemos a la memoria. La “memoria” es, por eso, uno de los conceptos
centrales de la filosofía agustina.
Pero, ¿cómo recordar a Alguien si nunca
lo hemos visto? La respuesta agustina es: pensando más allá de nuestros
sentidos, don que nos ha sido dado por Él para que pensemos en ÉL. Eso
significa, pensar a través y con el espíritu lleva a recordar el origen
de todas las cosas aunque nunca hubiéramos visto ese origen, del mismo
modo –agrego yo– que un físico piensa en la milésima partícula de un
neutrón sin haberla visto jamás.
Pensar con el espíritu significa en
consecuencias, transgredir, traspasar y trascender la materia más allá
de nuestros sentidos, recordando lo que nunca hemos visto. No es
casualidad, por tanto, que Heidegger como Ratzinger se refieran a la
ausencia del espíritu en el ser con el mismo término de Agustín. Ese
término es: el “olvido”.
Heidegger nos habla, cuando se refiere
al ser que es absorbido por la técnica, viviendo en el puro mundo del
“estar” y del “hacer”, de un “olvido del Ser”, olvido de ser lo que cada
uno es: un ser en el Ser. Ratzinger, a su vez, al contemplar ese mundo
intrascendente y cruel de humanos entregados a su propia idolatría nos
habla del “olvido de Dios”. Para ambos autores, en fin, el “olvido” de
pensar en lo que no vemos, lleva a un deterioro del ser, a su
insignificancia total, al mismo infierno: a la muerte en el alma.
Recordar lo que nunca hemos visto es, en
consecuencias, un imperativo agustino que recorre el pensamiento de
ambos pensadores de nuestra modernidad.
Hannah Arendt –es su mérito– llevó ese
imperativo algo más allá de Agustín. Pues para ella, lo que no hemos
visto, sí lo vemos. Lo vemos en cada ser que llega a este mundo no
sabiendo nada, trayendo quizás consigo sólo el recuerdo borroso del
mundo desde donde nos fue enviado, naciendo y creciendo, preguntando por
cada cosa que aparece por primera vez frente a sus ojos. Cada
nacimiento es, en el exacto sentido arendtiano, un milagro.
Para Benedicto también lo es. Es el
milagro de la vida: el milagro de ser. Como el niño Jesús que vino al
mundo no en representación de Dios sino como Dios. No mitad Dios ni
mitad humano –insiste Benedicto– sino plenamente Dios y plenamente
humano. Como todos los niños son, cuando nacen. Esta última frase es,
por supuesto, mi agregado personal.
Fueron esas las razones por las cuales
decidí leer ese epílogo que es un prólogo dedicado por Benedicto al
nacimiento e infancia de Jesús, intentando recordar lo que nunca hemos
visto y de todas maneras vemos en la vida de cada ser que viene al
mundo. Es decir, he intentado leer el prólogo de Benedicto con la mirada
del teólogo que nunca he sido y con la del filósofo que me habría
gustado ser.
No me arrepiento. Ha sido una bella experiencia.
*
Nota del Autor: El
presente texto fue publicado hace dos años en POLIS bajo el título “Para
una Filosofía de la Natalidad”. Esta nueva edición aparece con algunas
leves modificaciones, no solo de título, sino también de contenido
No comments:
Post a Comment