Rafael Rojas
Lo que sucedió en días recientes en la
sede de la OEA, en Washington, es buena muestra de las tensiones que
provocarán los gobiernos del ALBA dentro de la comunidad interamericana
en los próximos meses. La Cumbre de las Américas de Panamá y la
presencia en la misma de los gobiernos de Estados Unidos y Cuba son, ya,
la coyuntura que marca el forcejeo entre dos tipos de diplomacia
regional, obligadas a coexistir: la interamericana y la “bolivariana”.
Las comillas son, aquí, inevitables porque Simón Bolívar, al igual que
José Martí, no era contrario al entendimiento entre Estados Unidos y
América Latina.
Tras el anuncio de la normalización de
relaciones entre Estados Unidos y Cuba, el pasado 17 de diciembre, la
OEA, organismo directamente implicado en esa negociación, decidió
mostrar, públicamente, su satisfacción con el acuerdo entre Washington y
La Habana. Los gobiernos de Bolivia y Venezuela, sin embargo, pensaron
que la declaración no debía limitarse a saludar dicho acuerdo sino que
debía exigir a la administración Obama el fin del embargo comercial
contra la isla y, eventualmente, reemplazar, en la redacción del texto,
la palabra “normalización” por la de “restablecimiento” de relaciones.
A pesar de que el presidente Obama, en
su alocución del 17 de diciembre, y el propio Raúl Castro, en su último
mensaje a la Asamblea Nacional del Poder Popular, dejaron en claro que
no es potestad del presidente, sino del Congreso, la revocación del
embargo, los gobiernos “bolivarianos”, en sintonía con la propaganda
oficial cubana, intentaron mantener el equívoco de una demanda a
Washington que su gobierno no puede satisfacer, aunque quiera. La
maniobra ilustra muy bien la diplomacia del “sí pero no”, que
históricamente ha caracterizado a La Habana: queremos relaciones con
Estados Unidos, pero también necesitamos, simbólicamente, la
confrontación con el “imperialismo yanqui”.
La exigencia de un cambio en la
redacción del mensaje, reemplazando “normalización” por
“restablecimiento” de relaciones, buscaba reafirmar el principio de que
no habrá normalidad diplomática entre Estados Unidos y Cuba hasta que no
se derogue el embargo. Lo cual es más que cuestionable, ya que la
normalización se refiere a los vínculos diplomáticos entre dos países,
que han vivido una fractura de más de medio siglo, y no a la superación
de todas las diferencias que dividen a sus gobiernos. El embargo sería, a
partir de ahora, motivo de diferendo, no entre Washington y La Habana,
sino entre la Casa Blanca y el Capitolio.
Por esta vez, el intento de Bolivia y
Venezuela de boicotear o alterar el pronunciamiento de la OEA, fracasó. A
pesar del apoyo de Ecuador, Nicaragua y El Salvador, los gobiernos
caribeños se abstuvieron, abriendo un flanco que habrá que seguir con
cuidado en los próximos meses. El respaldo del Caribe a la resolución de
la OEA, en contra de la maniobra del ALBA, podría reflejar una mayor
identificación, en esa zona latinoamericana, con el proceso de
normalización de relaciones entre Estados Unidos y Cuba.
El Caribe ha sido tradicionalmente un
área inmersa en las dinámicas interamericanas. No es extraño que en esa
región fronteriza, que divide a las dos Américas, se introdujera la
Guerra Fría en el hemisferio occidental. En los próximos años, es ahí
donde se limarán algunas de las fricciones que genera el regreso de Cuba
a la OEA. A la pérdida de liderazgo de Venezuela en esa zona, se suma
el ascenso de una corriente regional, interesada en priorizar la
estabilidad migratoria, entre países con un alto porcentaje de sus
ciudadanías, afincado en los Estados Unidos.
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