Fernando Mires
Otro Nuevo Año, 15 después del comienzo
de siglo, una edad adolescente, y como tal, llena de promesas. Al llegar
el 1.01. nos abrazaremos y nos desearemos un feliz Año Nuevo. Es un
ritual, no cabe duda. Y los rituales se hicieron para ser seguidos,
aunque sepamos que no son más que eso, rituales.
Nada contra los rituales: cumplen,
cuando son colectivos, la función de recordarnos que pertenecemos a una
unidad que sobrepasa nuestra simple persona. Por cierto, hay también
rituales individuales y los psiquiatras los denominan neurosis. Luego,
podríamos decir que la neurosis consiste en desconectarnos de los
rituales colectivos y sustituirlos por otros personales. Pero en los dos
casos, ritual es ritual.
El ritual del Año Nuevo cumple —para eso
son los rituales— una función protectora. Cada año es recibido como un
nuevo comienzo. Imaginamos a través de abrazos y parabienes que comienza
otro tiempo. Además, nos llenamos de promesas: uno va a dejar de fumar,
otro va a suprimir una copa diaria, y la mayoría quiere bajar por lo
menos 5 kilos. No importa que en el fondo sepamos que ese es un día
cualquiera, que la luz no ha cambiado su velocidad, que los movimientos
de traslación y rotación no se han vuelto ni más lentos ni más rápidos,
que el supuesto nuevo año es solo un resultado numérico de ese fabuloso
invento llamado calendario.
No importa que la segunda ley de la
termodinámica nos aclare que cada año nuevo no es uno más, sino otro que
se nos va. Los años nuevos son en cierto modo cumpleaños colectivos,
días en los cuales la humanidad celebra un año más de antigüedad. La
diferencia es que en los cumpleaños personales celebramos un año menos
de vida imaginando que es uno más. Vivimos de rituales y está bien que
así sea. Si existen es porque los necesitamos. Lo importante es mantener
la falsa idea de que vamos de menos a más.
Un año nuevo no es más que una simple
marca del calendario, pero no es un nuevo tiempo. Celebramos un número
virtual. Cada Año Nuevo, al abrazar al otro, abrazamos taambién a la
ilusión de que el tiempo avanza sin nosotros. Nunca pensamos en que ese
tiempo somos nosotros en el tiempo. No queremos aceptar que cuando
medimos el tiempo solo medimos nuestro tiempo, el de nuestra “residencia
en la tierra” (Neruda) y no a un tiempo objetivo. El tiempo es el ser,
el ser es el tiempo.
¿Feliz Año Nuevo? Eso no dice nada.
Ningún año puede ser feliz. Pues la felicidad no se mide en años. Tal
vez en fulgores que aparecen y luego se van. No los planificamos, no
tienen causa. La felicidad es espontánea o no es. La felicidad es
olvidarse del tiempo, o no sentir cómo pasa el tiempo.
Nadie dice voy a ser feliz por media
hora o por un año. La felicidad es un milagro, no tiene fecha. Ni
siquiera es un sentimiento. Cuando más, un pre-sentimiento. Es por eso
que es muy distinto creer que somos felices a ser felices. La felicidad
no se programa. La felicidad es un encuentro consigo a partir del otro
en el mundo. La felicidad es, si se quiere, el amor, aunque el amor –lo
sabemos todos– no siempre es felicidad.
Pero seamos justos: No ser feliz no
significa ser infeliz. Cuando estamos ocupados no somos ni lo uno ni lo
otro, y nos guste o no, la mayor parte del tiempo vivimos ocupados y, a
fin de regular ocupaciones, contamos los días y los años. Es como nadar.
Dejas de nadar y te ahogas. Dejas de vivir en el tiempo y te hundes en
el tiempo. Eso explica por qué cuando no estamos ocupados intentamos al
menos llevar una vida entre-tenida.
Entre-tener: Verbo que hay que tomar muy
en serio pues significa “tenerse entre”, ¿entre qué? Entre dos tiempos:
el tiempo del nacimiento y el tiempo de la muerte. Muchos han muerto
creyendo que al haber llevado una vida entre-tenida han tenido una vida
feliz. Pero no es así. Solo han logrado nadar en el tiempo sin ahogarse.
También, cuando no estamos ocupados
(trabajo, deberes) hacemos “pasatiempos” creyendo que así “pasa” el
tiempo y no nosotros en el tiempo. Sin pasatiempos nos sentimos
aburridos. El aburrimiento es un vacío de tiempo, es vivir en un tiempo
no ocupado, es no saber que hacer con el tiempo y así cada minuto nos
parece una eternidad.
Aburrimiento es una palabra que suena
horrible en español. Pero en alemán aburrimiento se dice “Langeweile”
que quiere decir “momento–largo”. Y efectivamente, si medimos el tiempo
no solo en su longitud sino en su intensidad, hay momentos que nos
parecen largos y otros cortos.
A Martín Heidegger debemos el
descubrimiento del sentido existencial del aburrimiento (momento largo).
Con ello Heidegger se situó en la tradición de pensadores que han
despojado a conceptos socialmente peyorativos de su supuesta
negatividad. Tradición iniciada por Erasmo y su Elogio de la Locura y continuada por Paul Lafargue –quien, además de ser yerno de Karl Marx, era un pensador original– en su muy conocido Elogio de la Pereza.
En el texto de Heidegger, Conceptos básicos de la Metafísica (Grundbegriffe der Metaphysik) hay pasajes que darían para compilar un ensayo titulado Elogio del Aburrimiento.
Se trata de momentos en los cuales no estamos “tiempizados”
(gezeitigt) o lo que es parecido, cuando somos enfrentados con un vacío
de tiempo. Ese vacío es para muchos un abismo y como tal lleva a “la
naúsea” según Sartre, o al miedo según Heidegger, miedo que convertido
en terror (pienso en “El Grito” de Munch) puede conducir fácilmente a la
locura. Pero también, y he ahí la importancia del “momento largo”,
puede ser ese el instante en el cual comenzamos a indagar acerca del
verdadero sentido de la existencia.
¿Por qué estamos aquí? ¿Cuál es el valor
de la vida que llevamos? ¿Cuál es el significado verdadero de nuestros
actos?” El “momento largo” podría ser también el momento de una
“conversión” que lleva al verdadero pensamiento. La filosofía, según
Heidegger, es hija del miedo y del abismo.
¿Cómo desear entonces el 1. 01 un Feliz
Año Nuevo sabiendo que es una imposibilidad? ¿Deberé decir acaso: “Deseo
que tengas un año muy aburrido”? Todos creerían que estoy algo rayado, y
con razón. ¿Y si dijera: “Deseo que tengas muchos momentos largos este
año?” Sonaría algo mejor, pero tendría que entrar en largas
explicaciones antes de dar cada abrazo.
Al fin –no tengo otra alternativa–
deberé sucumbir una vez más a las convenciones de la vida social. He
decidido desear a todos un Feliz Año Nuevo, y que cada uno entienda por
ello lo que quiera.
Entonces: ¡Feliz Año Nuevo!
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