En: http://www.lapatilla.com/site/2014/12/26/roman-ortiz-venezuela-la-tormenta-perfecta/
Román Ortiz
A estas alturas, es un secreto a voces en todas las cancillerías
latinoamericanas que el régimen chavista en Venezuela se dirige hacia un
irremediable colapso que arrastrará al presidente Nicolas Maduro. De
hecho, la caída del barril de petróleo venezolano por debajo de los 55
dólares ha asestado un golpe mortal a las decrepitas finanzas del Estado
bolivariano. La esperanza en muchas capitales de dentro y fuera de la
región es que este sea un “default” similar a otros sufridos por
gobiernos latinoamericanos de todos los colores. Al fin y al cabo, en
las pasadas décadas, las bancarrotas de Perú, Brasil y Argentina “solo”
se tradujeron en un empobrecimiento generalizado de los sectores
populares – otros hicieron fabulosos negocios – una espiral de protestas
sociales y un cambio de gobierno más o menos traumático.
Sin embargo, en los casos anteriores, los cimientos de las
instituciones sobrevivieron y el fantasma de un desmoronamiento
generalizado del Estado pudo ser conjurado. El problema es que la muerte
del chavismo promete ser tan excepcional como ha sido la trayectoria
del régimen que ha hundido Venezuela en el subdesarrollo político,
económico y social. De hecho, la agonía del gobierno bolivariano combina tres factores que prometen generar una tormenta político-estratégica perfecta. Por un lado, una debacle económica que
ha dejado el tejido productivo en un estado de postración como solo 45
años de estalinismo lo hicieron en Europa Central y Oriental. Por otra
parte, una devastación institucional que solo se puede comparar a la creada por el personalismo y la arbitrariedad de dictaduras como las de Muamar Gadafi en Libia yBashar al Assad en Siria. Finalmente, una fractura del aparato de seguridad estatal
que recuerda en alguna medida al escenario previo a la guerra civil
yugoslava, cuando ejército federal, guardias territoriales y formaciones
de policía se alistaban para lanzarse unas contra otras.
La inevitable bancarrota económica.
Por lo que se refiere al colapso económico, las cifras no dejan lugar
a la discusión. Venezuela cerró el año con un tipo de cambio de 175
bolívares por dólar en el mercado negro – la tasa oficial mantiene la
fantasía de 6,3 por cada billete verde– una inflación que algunos
analistas estiman por encima del 100% y un desabastecimiento de
alimentos de primera necesidad que la consultora Datanalisis situaba en
el 70% en las redes de distribución oficiales. Todo ello se hace visible
mientras estimaciones independientes –el gobierno ya no proporciona
estadísticas – calculan que el déficit público está en torno al 17% y la
economía se ha contraído en un 3% en 2014. hace ya tiempo que los
ascensos en la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), los cuerpos de
policía y los servicios de inteligencia no se otorgan por méritos sino
por fidelidad al proyecto bolivariano Así las cosas, no debería
sorprender que la calificadora de riesgo Fitchhaya
reducido el valor de los bonos venezolanos a la categoría de CCC lo que
en lenguaje financiero significa una notable probabilidad de suspensión
de pagos.
Pero más allá del negro panorama de las cifras financieras, la
economía venezolana se enfrenta a la quiebra generalizada de su tejido
productivo. De hecho, el chavismo ha demostrado una capacidad para
destruir la estructura económica que en poco envidiaría a la de los
comunistas chinos durante los años 50 y 60. La infraestructura del país se encuentra en bancarrota después de 15 años de abandono. Los
cortes de luz son rutina y hay zonas de Caracas que cuentan con
suministro de agua solamente media hora al día. Entretanto, los sectores
productivos están en ruinas.
La agricultura se ha desmoronado como resultado de la reforma agraria
impulsada por el difunto presidente Chávez que barrio los derechos de
propiedad sobre la tierra, destruyó el empresariado rural y multiplicó
unos esquemas de producción cooperativa completamente inviables. Al
mismo tiempo, la industria privada ha cesado de existir por el efecto
combinado de un aluvión de medidas que anularon su rentabilidad – desde
la prohibición de despedir empleados hasta los controles de precios– y
una oleada de confiscaciones arbitrarias. El resultado es que la tradicional petro-dependencia venezolana ha alcanzado niveles exorbitantes. Según
el Banco Central de Venezuela, la proporción entre exportaciones
petroleras y no petroleras pasó de 69%- 31% en 1998 a 96% – 4% en 2012.
El problema es que la economía del petróleo, la única existente, tampoco
va bien. En el periodo 1998-2013, Caracas paso de producir 3,4 millones
de barriles diarios a apenas 2,5.
La destrucción de las instituciones
Paralelamente al desmoronamiento económico, las instituciones de la
democracia venezolana han dejado de existir para convertirse en
instrumentos al servicio de un proyecto ideológico o sencillamente
oportunidades de enriquecimiento para redes criminales que han
conseguido capturarlas. Primero Chávez y luego Maduro han
utilizado cada resorte del Estado para forzar a los ciudadanos a apoyar
al régimen, premiar a sus simpatizantes y castigar a los disidentes. La
adhesión a la revolución ha garantizado acceso a los programas sociales
bautizados como “misiones”, empleo público y “regalos” del gobierno,
desde computadores hasta carros.
Entretanto, los opositores han sido marginados de cualquier ayuda
pública y han visto como sus oportunidades económicas y sociales se
reducían a medida que el chavismo adquiría un control absoluto de los
órganos de gobierno. Dentro de este esquema, la conquista de la
Justicia ha resultado clave para dejar al ciudadano indefenso. Sin
ninguna contemplación, el ejecutivo ha recurrido a presionar o comprar a
los jueces para obtener las sentencias que eran de su agrado. En su libro “El TSJ al servicio de la revolución”, los abogadosAntonio Canova, Luis Alfonso Herrera, Rosa Rodríguez Ortega y Giuseppe Graterol han
demostrado que la Corte Suprema venezolana no ha dictado ni una sola
sentencia en contra del Estado entre las 45.474 emitidas en el periodo
2004-2013. Así las cosas, a nadie debería extrañar el encarcelamiento
ilegal del líder opositor Leopoldo López.
En este contexto, cuando la oposición ha conservado una presencia
significativa en ciertas instituciones, el régimen ha optado por
destruirlas. Un buen ejemplo de este comportamiento ha sido la
estrategia frente a los gobiernos estatales y municipales en manos de la
oposición. El chavismo ha empleado una amplia gama de tácticas
para hostigar a estas entidades, incluyendo retener sus presupuestos,
perseguir judicialmente a sus líderes y restringir sus competencias en
áreas como la seguridad pública. Pero además, ante la imposibilidad de
someterlos completamente, ha preferido reemplazarlos progresivamente por
estructuras de nuevo cuño que fusionan partido revolucionario y
administración local: los consejos comunales. De hecho, estos organismos
se han convertido en canales a través de los cuales el Estado
distribuye buena parte de sus programas sociales. El problema es que los
consejos no solamente son caóticos sino que además excluyen a todos los
no chavistas.
Al mismo tiempo, una combinación de afanes ideológicos y
desprecio por el conocimiento técnico ha conducido al Estado a una
hipertrofia normativa que ha traído consigo parálisis, caos y
corrupción. Si exceptuamos los experimentos socialistas de Cuba
y Nicaragua, ningún gobierno latinoamericano como el venezolano ha
intentado regular cada aspecto de la vida de sus ciudadanos, desde el
margen de beneficio de las empresas hasta la educación en las escuelas. La
paradoja es que esta obsesión por el control ha venido acompañada por
una inmensa incompetencia. Todo se regula y nada funciona. Si
se cumplen las normas, las actividades más sencillas se hacen
imposibles. En consecuencia, la única opción para sobrevivir –desde
mantener una empresa a flote hasta conseguir una caja de leche – es
saltarse las reglas. El resultado ha sido una enorme expansión de la
informalidad y la corrupción. El gobierno legisla, los ciudadanos sufren
y unos pocos se enriquecen cobrando por las puertas traseras que
agilizan trámites absurdos o facilitan medicinas imprescindibles. El
Estado se ha convertido en un laberinto lleno de trampas y cualquier
tiene que pagar para que lo guíen a la salida o arriesgarse a quedar
atrapado.
La fragmentación del aparato de seguridad
La tercera variable que crea las condiciones para la “tormenta
perfecta” venezolana es una quiebra del monopolio del gobierno sobre el
uso de la fuerza. La República Bolivariana ha visto una expansión
sorprendente de los órganos de coerción del Estado. Tradicionalmente, la
estructura del aparato de seguridad venezolano había resultado
considerablemente enmarañada debido a la existencia de un modelo militar
que incluía cuatro fuerzas – Ejército, Armada, Fuerza Aérea y Guardia
Nacional – al que se añadían la Dirección Nacional de los Servicios de
inteligencia y Prevención (DISIP), el Cuerpo Técnico de Policía Judicial
(CTPJ) y un entramado de fuerzas policiales de rango estatal y local.
Sobre esta base, quince años de chavismo han dado pasos decisivos para hacer el sistema completamente ingobernable. De
hecho, el régimen ha creado otros dos organizaciones adicionales. Por
un lado, el Cuerpo de Policía Nacional Bolivariana que asumió la
responsabilidad de mantener el orden a nivel nacional. Por otra parte, las Milicias Bolivarianas que se han convertido en una fuerza paralela al Ejército regular y
teóricamente están llamadas a cumplir misiones tanto de seguridad
interna como defensa exterior. A ello, se suma que el gobierno ha
formateado ideológicamente dos de las instituciones de seguridad ya
existentes: la DISIP ha pasado a llamarse Servicio Bolivariano de
Inteligencia Nacional (SEBIN) y el CTPJ que se ha transmutado en el
Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas
(CICPC). En otras palabras, el modelo de seguridad bolivariano incluye 8
estructuras militares y policiales de alcance nacional a las que se
suman las policías de estados y municipios.
Semejante laberinto organizativo se ha hecho cada vez más disfuncional como consecuencia de tres enfermedades. Por un lado, la
politización de todo el sistema ha acabado con cualquier vestigio de
profesionalismo y convertido a todos los organismos militares y
policiales en una prolongación del partido de la revolución. De
hecho, hace ya tiempo que los ascensos en la Fuerza Armada Nacional
Bolivariana (FANB), los cuerpos de policía y los servicios de
inteligencia no se otorgan por méritos sino por fidelidad al proyecto
bolivariano y, sobre todo, al jefe de turno. El problema es que como la
revolución incluye líderes y líneas políticas dispares así también los
organismos de seguridad han quedado subordinados a facciones ideológicas
contrapuestas.
Por otra parte, la corrupción ha disuelto las cadenas de mando policial y militar. Muchas
unidades militares y policiales han dejado de seguir órdenes para
moverse exclusivamente por el afán de lucro, buscando cada oportunidad
para recibir sobornos o involucrarse en actividades ilegales como el
narcotráfico o el secuestro. Finalmente, las rivalidades entre los
organismos de seguridad y defensa se han desbordado. Ciertamente, la
hostilidad entre la Guardia Nacional y el Ejército o entre este y las
Milicias Bolivarianas son de larga data. Pero es que además, la
corrupción ha hecho los enfrentamientos más agudos y temibles. De hecho,
la competencia por el control de las rentas criminales ha llegado a ser
motivo de violencia entre miembros corrompidos de las distintas fuerzas
de seguridad que no han dudado en echar mano de sus armas para
asegurarse su parte del negocio frente a la avaricia de sus camaradas.
Bajo estas circunstancias, paradoja de las paradojas, el
Socialismo del Siglo XXI ha creado las condiciones para la privatización
de la seguridad. La inefectividad y la corrupción han
desembocado en una espiral de criminalidad y violencia en las ciudades y
los campos de Venezuela. Como consecuencia, han proliferado los
“empresarios” de la seguridad disfrazados con distintos ropajes que
imponen un nuevo orden sobre los ciudadanos a través de una combinación
de coerción y poder económico. En muchos casos, se trata de estructuras
político-criminales que conviven y colaboran con el régimen.
El mejor ejemplo son los llamados “colectivos”, grupos radicales que
controlan barrios como el 23 de Enero de Caracas donde se lucran con
todo tipo de negocios ilegales, mantienen el monopolio de la fuerza y
administran una variedad de programas sociales. Estos grupos –desde “Los
Tupamaros” hasta “La Piedrita” – forman parte de las estructuras de
protección del régimen y han jugado un papel clave en la represión de
las marchas estudiantiles de 2014; pero al mismo tiempo han
protagonizado enfrentamientos con la policía por el control de los
sectores urbanos donde hacen presencia. En realidad, en un buen número
de distritos periféricos de las ciudades, grupos como ellos son la única
forma de gobierno disponible.
Hacia un estallido de violencia
Así las cosas, la secuencia del estallido venezolano se puede trazar
con alguna precisión. La presente hecatombe económica está pauperizando a
una gran parte de la población. En consecuencia, resulta inevitable que
se produzca un incremento de la conflictividad social y política cuyo
resultado será un aumento de las presiones para forzar la salida del
gobierno de Nicolas Maduro y, en general, el final del régimen. De hecho, una encuesta de Datanalisispublicada
el pasado octubre ya revelaba un aumento del rechazo popular hacia el
presidente venezolano que se situaba en torno al 67,5% de los
encuestados. Todo un record en un país donde manifestarse en contra del
gobierno puede tener consecuencias nefastas para los ciudadanos.
En un entorno institucional normal, estas tensiones políticas serían
tramitadas a través de las instituciones con miras a avanzar hacia un
relevo político ordenado. Pero al menosdos factores hacen imposible una transición sin sobresaltos. Por
un lado, la dirigencia chavista sabe que no puede abandonar el poder
sin exponerse a ser perseguida dentro y fuera del país por una lista de
crímenes que van desde corrupción a violaciones de los derechos humanos.
Por otra parte, las instituciones que deberían tramitar el cambio
político – el Congreso, la Justicia, etc. – han sido convertidas en
instrumentos de manipulación y represión por parte del oficialismo.
Como consecuencia, el gobierno responderá con dosis
crecientes de represión a las protestas de una población que hace tiempo
vio confiscados sus derechos civiles y ahora sencillamente no encuentra
los bienes esenciales –comida, energía, etc. – que demanda su
supervivencia. En cualquier caso, los límites de esta espiral
represiva están marcados por las debilidades del aparato de seguridad
chavista. A diferencia de casos como el régimen castrista, las Fuerzas
Armadas y la Policía del régimen bolivariano están fracturadas por el
faccionalismo político, la corrupción y los intereses regionales.
Bajo estas circunstancias, es muy dudoso que el llamamiento del
ejecutivo a defender la revolución sea respondido de forma unida por
militares y policías contaminados por el narcotráfico o “colectivos
armados” que ven la crisis como una oportunidad para imponer el
“verdadero socialismo”. Por el contrario, el estallido de ira
popular podría ser el pistoletazo de salida para que distintas facciones
del régimen, todas ellas armadas, se lancen unas contra otras en una
disputa por los despojos del Estado. Resulta difícil aventurar
si esta confrontación terminará en dictadura o caos; pero es seguro que
traerá consigo violencia en una escala que la sociedad venezolana no
contempla desde el “Caracazo” de 1989.
Una mirada a Venezuela casi inevitablemente trae a la memoria la conocida frase del líder girondino francés,Pierre Vergniaud, “la
revolución, como Saturno, devorará sucesivamente a todos sus hijos y
finalmente llevará al despotismo con todas las calamidades que siempre
acompañan a este”. Pero como en otros experimentos de ingeniería social
fracasados, la tragedia va más allá del naufragio de un puñado de
intelectuales radicales y unos pocos aventuraros políticos. El verdadero
drama reside en el destino de millones de ciudadanos comunes
arrastrados al abismo por el fanatismo de algunos, la falta de
escrúpulos de bastantes y la ignorancia de muchos. Las consecuencias del
desastre prometen perdurar por mucho tiempo, a disposición de
cualquiera que tenga la honestidad política para contemplarlas y extraer
las imprescindibles lecciones.
Román Ortíz es Master en Administración y Dirección de Empresas. Es
Director de la firma de asesoría en seguridad y defensa “Decisive Point”
y profesor de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes,
Bogotá.
Publicado originalmente en Infolatam
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