Alicia Freilich
S i el síndrome 11de septiembre marcó el XXI como siglo del terrorismo por el trauma generalizado que acosa a toda la geografía política mundial; el 11 de abril venezolano deja una herida cada vez más abierta en la mente colectiva de sus actores, víctimas y mirones.
A falta de Poder Judicial autónomo, se congeló un tramposo y trágico sainete que mantiene presos a los supuestos culpables y otorga libertad plena a los presuntos defensores del pueblo. Este limbo ha propiciado un factor medular que late en la actual disidencia. El miedo.
Es un pánico distinto del originado por las dictaduras gomecista y perezjimentista, que fueron regímenes militares de conducta puntual.
Espionaje, persecución, censura, aislamiento, tortura, eliminación física y afines se aplicaban a los enemigos activos del sistema y, en algunos casos, a sus colaboradores inmediatos o bajo sospecha de complicidad, así fuera emocional.
Se produjo entonces la mudez pública y una sigilosa reacción privada clandestina tanto a escala local como en el obligado exilio.
Sobre la dura dinámica de aquellos miedos, todavía se puede consultar un vasto memorial entre ellos, los directos testimonios de José Rafael Pocaterra en sus Memorias de un venezolano de la decadencia , el de José Vicente Abreu en Se llamaba SN y en la retro-ficción Falke de Federico Vegas.
El actual temor se sostiene en la certeza de que el Plan Ávila puede aplicarse sin escrúpulos a cualquier manifestación masiva pacífica que transgreda las paranoicas zonas prohibidas del país.
Así, se anula el derecho constitucional de ejercer el artículo 350, democrática norma que consagra la desobediencia civil para no acatar las ahora diarias violaciones de la carta natal republicana.
Este miedo profundo y latente, recubierto con tácticas y estrategias defensivas siempre en riesgo de ser activadas o anuladas de repente, a capricho armado, es lo que acredita trampas obvias, desde el cambio de distritos electorales hasta el intento, aún en ciernes, de pautar las elecciones del 12 para agosto, cuando la masiva y educada clase media-alta, media y baja, está de vacaciones escolares y se manipula mejor la compra del voto al sector popular más débil: empleado público, desclasados y hamponato.
Para una fobia individual cuyos daños no trascienden a la ciudadanía, vale mucho la lenta solución médica.
Pero si la siembra del miedo dirige tanto tiempo a una sociedad y ésta no asume su legítima defensa, sin remedio ni justificaciones, abre las puertas a su propia y definitiva destrucción.
A falta de Poder Judicial autónomo, se congeló un tramposo y trágico sainete que mantiene presos a los supuestos culpables y otorga libertad plena a los presuntos defensores del pueblo. Este limbo ha propiciado un factor medular que late en la actual disidencia. El miedo.
Es un pánico distinto del originado por las dictaduras gomecista y perezjimentista, que fueron regímenes militares de conducta puntual.
Espionaje, persecución, censura, aislamiento, tortura, eliminación física y afines se aplicaban a los enemigos activos del sistema y, en algunos casos, a sus colaboradores inmediatos o bajo sospecha de complicidad, así fuera emocional.
Se produjo entonces la mudez pública y una sigilosa reacción privada clandestina tanto a escala local como en el obligado exilio.
Sobre la dura dinámica de aquellos miedos, todavía se puede consultar un vasto memorial entre ellos, los directos testimonios de José Rafael Pocaterra en sus Memorias de un venezolano de la decadencia , el de José Vicente Abreu en Se llamaba SN y en la retro-ficción Falke de Federico Vegas.
El actual temor se sostiene en la certeza de que el Plan Ávila puede aplicarse sin escrúpulos a cualquier manifestación masiva pacífica que transgreda las paranoicas zonas prohibidas del país.
Así, se anula el derecho constitucional de ejercer el artículo 350, democrática norma que consagra la desobediencia civil para no acatar las ahora diarias violaciones de la carta natal republicana.
Este miedo profundo y latente, recubierto con tácticas y estrategias defensivas siempre en riesgo de ser activadas o anuladas de repente, a capricho armado, es lo que acredita trampas obvias, desde el cambio de distritos electorales hasta el intento, aún en ciernes, de pautar las elecciones del 12 para agosto, cuando la masiva y educada clase media-alta, media y baja, está de vacaciones escolares y se manipula mejor la compra del voto al sector popular más débil: empleado público, desclasados y hamponato.
Para una fobia individual cuyos daños no trascienden a la ciudadanía, vale mucho la lenta solución médica.
Pero si la siembra del miedo dirige tanto tiempo a una sociedad y ésta no asume su legítima defensa, sin remedio ni justificaciones, abre las puertas a su propia y definitiva destrucción.
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