ROBERTO GIUSTI| EL UNIVERSAL
martes 4 de junio de 2013 12:00 AM
La "repugnancia" que Nicolás Maduro siente por el viaje que Henrique Capriles hizo a Bogotá para entrevistarse con Santos, es la misma que debería sentir por sus continuas peregrinaciones a La Habana. Lo de Capriles, en todo caso, es un derecho que nadie en su sano juicio puede impedir tratándose, además, de que Santos es un aliado reconocido de los gobiernos chavistas y en principio conversar con el líder político venezolano de mayor apoyo popular no resulta, como lo ha declamado Maduro, transido de "dolor cobarde", una "puñalada por la espalda". Al fin y al cabo cada ladrón juzga por su condición.
El problema es que un excanciller como Maduro, "formado" en la "doctrina" Chávez, en materia de política exterior, no concibe las relaciones con sus aliados sino en términos elementales y absolutos (el amigo de mi enemigo es mi enemigo), cuando "un amigo" como Santos (hasta hace poco mi peor enemigo) es un tanto más complejo y todas sus decisiones son adoptadas en el marco de lo que él supone beneficioso a sus intereses (aun cuando en ocasiones, junto con María Ángela (Holguín), pierda el objetivo en medio de un exceso de refinamiento.
Es obvio, sin embargo, que Chávez, en medio de su rigidez e intolerancia, tenía el sentido de la oportunidad y en algunos momentos llegó a embolatar (ver colombianismos) a un duro, como Álvaro Uribe, al punto de que le permitió (consciente de que era el secuaz de las FARC) convertirse en mediador del conflicto, un error garrafal de nefastas consecuencias para las relaciones de ambos países.
Maduro, hombre de pensamientos-consignas, cree emular a Chávez, confesando su repugnancia por el encuentro en el Palacio de Nariño y en medio de su confusión y rabia percibe, bajo la hojarasca de las denuncias sobre una presunta y absurda conspiración contra el gobierno venezolano, que ya Santos, seguro como está del nuevo cuadro político electoral que produjo el 14 de abril, no tiene la misma seguridad sobre la inevitabilidad del "proceso" venezolano que le inspiraba la tenencia del poder por parte de Chávez.
Un hombre como Santos y una mujer como María Ángela nunca pondrían en peligro la suerte de unas conversaciones de paz, decisivas en muchos sentidos, por el encuentro con Capriles, y obviamente deben haber previsto la virulenta reacción de un gobierno que, en principio, debería estar jugando papel fundamental en el proceso de paz de La Habana. También pueden haberse equivocado o sienten que el gobierno de Maduro es débil y debe cargar con el peso (sin mayores consecuencias) de una relación que, al fin y al cabo, siempre ambos lados consideraron como inevitable forzada y antinatura.
El problema es que un excanciller como Maduro, "formado" en la "doctrina" Chávez, en materia de política exterior, no concibe las relaciones con sus aliados sino en términos elementales y absolutos (el amigo de mi enemigo es mi enemigo), cuando "un amigo" como Santos (hasta hace poco mi peor enemigo) es un tanto más complejo y todas sus decisiones son adoptadas en el marco de lo que él supone beneficioso a sus intereses (aun cuando en ocasiones, junto con María Ángela (Holguín), pierda el objetivo en medio de un exceso de refinamiento.
Es obvio, sin embargo, que Chávez, en medio de su rigidez e intolerancia, tenía el sentido de la oportunidad y en algunos momentos llegó a embolatar (ver colombianismos) a un duro, como Álvaro Uribe, al punto de que le permitió (consciente de que era el secuaz de las FARC) convertirse en mediador del conflicto, un error garrafal de nefastas consecuencias para las relaciones de ambos países.
Maduro, hombre de pensamientos-consignas, cree emular a Chávez, confesando su repugnancia por el encuentro en el Palacio de Nariño y en medio de su confusión y rabia percibe, bajo la hojarasca de las denuncias sobre una presunta y absurda conspiración contra el gobierno venezolano, que ya Santos, seguro como está del nuevo cuadro político electoral que produjo el 14 de abril, no tiene la misma seguridad sobre la inevitabilidad del "proceso" venezolano que le inspiraba la tenencia del poder por parte de Chávez.
Un hombre como Santos y una mujer como María Ángela nunca pondrían en peligro la suerte de unas conversaciones de paz, decisivas en muchos sentidos, por el encuentro con Capriles, y obviamente deben haber previsto la virulenta reacción de un gobierno que, en principio, debería estar jugando papel fundamental en el proceso de paz de La Habana. También pueden haberse equivocado o sienten que el gobierno de Maduro es débil y debe cargar con el peso (sin mayores consecuencias) de una relación que, al fin y al cabo, siempre ambos lados consideraron como inevitable forzada y antinatura.
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