En: http://internacional.elpais.com/internacional/2013/11/30/actualidad/1385844732_733169.html
Moisés Naím
Hasan Rohaní , el presidente de Irán, tiene más ministros con títulos
de doctorado de universidades de Estados Unidos que los que tiene
Barack Obama. Rohaní también tiene más doctores graduados de
universidades estadounidenses que los gabinetes presidenciales de Japón,
Alemania, España o Italia. Mohammad Nahavandian, por ejemplo, es el
jefe de Gabinete del presidente de Irán. Vivió en Washington muchos años
y se graduó en la Universidad de George Washington. Javad Zarif, el
ministro de Exteriores y principal negociador del reciente acuerdo
nuclear entre su país y un grupo de seis poderosas naciones, estudió en
la Universidad de San Francisco y luego en la de Denver, donde obtuvo un
doctorado. Vivió cinco años en Nueva York como embajador de su país en
la ONU. El ministro de Estado para Energía Atómica tiene un título en
ingeniería nuclear del Instituto Tecnológico de Massachusetts. Mahmud
Vaezi, ministro de Comunicaciones, estudió ingeniería eléctrica en dos
universidades de California y luego siguió estudios de doctorado en la
universidad de Luisiana. También tiene un doctorado en relaciones
internacionales de la universidad de Varsovia. Muchos de sus colegas en
el Gabinete del presidente Rohaní cuentan con títulos de posgrado de
universidades de Irán y otros países. Abbas Ahmad Akhundi, ministro de
Transporte, se graduó en la universidad de Londres. El propio presidente
Rohaní tiene un título de otra universidad británica, la Glasgow
Caledonian. El nuevo Gobierno de Teherán debe ser de los más
tecnocráticos del mundo.
¿Y eso qué importa? En principio quizás no mucho. Después de todo,
varios de los doctos integrantes del actual Gabinete también
participaron activamente en gobiernos anteriores y han sido participes
de políticas que han dado una merecida mala fama a la teocracia de los
ayatolás. Y no hay que olvidar que quien manda es el líder supremo, el
ayatolá Ali Jameneí. O que el contrapunto a las prestigiosas
credenciales académicas internacionales del Gabinete del presidente
Rohaní son las también muy internacionales credenciales del general
Qassem Suleimani. El general no tiene un título superior y parece que
solo terminó los estudios de secundaria en un pequeño pueblo del
interior de Irán. Pero es tremendamente respetado dentro y fuera de
Irán, tanto por sus aliados y admiradores como por sus más acérrimos
enemigos. El general ha sido durante 15 años el jefe de la Fuerza Quds,
una unidad especial de los Guardianes de la Revolución que depende
directamente al líder supremo. La misión oficial de este grupo es
exportar la revolución islámica y encargarse de “operaciones
extraterritoriales”. A Suleimani se le reconoce por su éxito al
transformar Hezbolá en una temible fuerza militar, en controlar la
situación en Irak después de la invasión que derrocó a Sadam Husein y
hacerle la vida imposible al Ejército de EE UU o, más recientemente, por
lograr que las fuerzas leales al Gobierno sirio recuperasen el terreno
perdido frente a las fuerzas de la oposición. John Maguire, un exagente
de la CIA, le dijo al periodista Dexter Filkins que “Sulemani es hoy el
más poderoso jefe de operaciones en Oriente Próximo”.
Detrás de esta exploración sobre los distintos actores que definen
las actuaciones del Gobierno de Teherán, está la gran pregunta de las
últimas semanas, que surge del acuerdo firmado en Ginebra por Irán y
seis potencias. ¿Es este otro truco más de los iraníes para ganar
tiempo, seguir trabajando para obtener armas nucleares y aliviar el
devastador impacto de las sanciones económicas? ¿O es, en cambio, un
profundo e histórico cambio en la estrategia que ha guiado la política
exterior de Teherán por décadas? Nadie lo sabe. Nadie excepto, por
supuesto, Israel, Arabia Saudí y otros países vecinos del golfo Pérsico,
y los líderes del Partido Republicano en EE UU. Todos ellos están
seguros de que el acuerdo de Ginebra fue un error histórico que traerá
consecuencias catastróficas.
Frente a quienes están seguros, se encuentran los escépticos, que, si
bien no están seguros de las intenciones de Irán, saben que seguir con
la situación vigente es más peligroso que buscar un cambio, con todos
los peligros que conlleva.
La probabilidad de que el acuerdo de Ginebra —llamado un “primer
paso”— descarrille a causa de los extremistas en ambos lados es muy
alta, al cabo de los seis meses que las partes se dieron de plazo para
avanzar hacia un pacto permanente de acuerdos que limiten lo que Irán
puede y no puede hacer con su programa nuclear. Pero la esperanza de que
los doctores de Teherán —incluido su presidente— puedan mantener a raya
a los fundamentalistas de su lado, y de que Barack Obama y los otros
líderes que lo acompañan en esta iniciativa hagan lo propio con sus más
radicales críticos no es una postura ingenua. Una mayor ingenuidad puede
ser suponer que la peligrosa situación que se está intentado desactivar
era sostenible y más deseable. Ya veremos si los doctores de Teherán
pueden cambiar al mundo.
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