Fernando Mires
Si hemos de apelar al significado no secreto de las palabras, tendríamos que concluir en que hablar de diálogo en política conduce a una inevitable aporía. Porque diálogo en su sentido originario, y ese no puede ser otro sino el griego, significaba la unión de dos personas (dia) que buscan la verdad a través de la palabra (logos).
El dialogo, para que nos entendamos bien, era para los griegos un momento filosófico y en ningún caso político. La filosofía, no la política, era para los griegos el lugar de la verdad. Es por eso que la filosofía requiere de la amistad, de la misma manera que la política de la enemistad. No es necesario citar a Carl Schmitt para afirmar que sin enemistad política no hay política.
La política era, también para los griegos, el lugar del debate sobre asuntos de la ciudad o polis (hoy, de la nación como polis) dictamen al que no hemos renunciado, pues si alguien afirmara que el “deber ser” de la política es la búsqueda de la verdad, movería a risa, si no a compasión. Creo, por lo demás, que eso ya lo he dicho otras veces: La política no obliga a nadie a buscar la verdad a todo precio. Para eso están la filosofía, la poesía, la ciencia, y en algunos casos, hasta la religión.
Si nos volviéramos exigentes, tendríamos que decir, además, que la política no es ni siquiera para conversarla. Con-versar, significa, en sentido lato, hacer versos juntos. La política, por el contrario, es para debatirla, esto es, para polemizarla, disputarla, discutirla. Ese es el único punto al menos en el cual los tres grandes filósofos políticos de la modernidad -Hannah Arendt, Max Weber y Carl Schmitt- están de acuerdo: la política, o tiene un carácter beligerante o no es política.
No la guerra continúa a la política como pensaba el barón Von Clausewitz, sino la política continúa a la guerra por otros medios. De tal modo cuando la política cede su espacio a la guerra, regresa a su punto histórico originario, el de la guerra sin palabras y con armas. Luego, la política es guerra con palabras y sin armas. O dicho lo mismo pero de otro modo: las armas de la guerra política son las palabras.
Por lo tanto, cuando los políticos de dos bandos antagónicos hablan de diálogo quieren decir, en verdad, otras cosas. Esas otras cosas dependen de lo que en política (y en la guerra) se denomina “negociación a partir de una correlación determinada de fuerzas”. Así, si la correlación de fuerzas es muy favorable a un bando, este bando va a la mesa de con-versaciones no a hacer versos, sino a negociar la capitulación del otro bando. Para poner un ejemplo muy actual, eso es lo que está intentando el presidente colombiano Juan Manuel Santos en La Habana a través de sus “con-versaciones” con las FARC.
No seamos ingenuos. El gobierno Uribe, con la estrecha colaboración de Santos, destrozó militarmente a las FARC. Lo que intenta ahora Santos sin Uribe es, bajo el eufemismo del “diálogo”, lograr una capitulación que a las FARC les parezca algo más honrosa y menos sangrienta que rendirse con las manos arriba. Le guste o no a las FARC, ellas están “dialogando” con la pistola puesta en el pecho. Todo lo demás es teatro, puro teatro.
Si la correlación de fuerzas en cambio, no es favorable a ninguno de los bandos, los puntos a negociar dependen del marco político en que tienen lugar las negociaciones. Si se trata de dos bandos antidemocráticos y antipolíticos, la negociación menos que política será militar (repartición del botín, de territorios, etc.) Si uno de los adversarios en cambio es democrático y político y el otro no lo es, se trata de limitar las condiciones del enfrentamiento a determinados puntos, espacios y momentos. Si se trata, por último, de una conflagración entre fuerzas que se reconocen mutuamente como democráticas y políticas, el objetivo no puede ser otro sino preservar el espacio que ambos adversarios co-habitan, o como se dice en términos más populares: no aserruchar la rama del árbol en la cual los dos están sentados.
El político que antes de medir sus fuerzas con el adversario busca bajo el eufemismo “diálogo” un acuerdo sin luchar es, para decir lo menos, un mal político. Eso significa que en política las negociaciones deben ser resultado de la lucha, pero nunca la lucha resultado de las negociaciones. Eso no impide por cierto intentar discutir con el adversario acerca de las condiciones en que va a ser llevada a cabo la lucha. Por ejemplo, si un político busca negociar con un enemigo que en lugar de debatir envía a las calles cuerpos armados, ya ha perdido la negociación antes de comenzarla. En ese caso, una tarea previa a toda negociación es exigir que ella tenga lugar bajo condiciones civiles, que esas son las de la política. En este mismo caso, un político democrático debe tener muy claro de que no va a negociar el fin de la lucha política sino sólo el mantenimiento de la política como medio de lucha. Son dos cosas muy diferentes.
Para expresarme mediante un último ejemplo: Si en Septiembre de 1973 hubiera habido un acuerdo sobre un único punto, el de la mantención de la lucha política sobre un espacio político, cuando Salvador Allende y Patricio Aylwin fracasaron en un “diálogo” auspiciado por el Cardenal Silva Henriquez, Augusto Pinochet habría quizás terminado su mediocre carrera como militar retirado, en paz consigo y con el resto del mundo. Y, quien sabe, muchos chilenos habríamos vivido el resto de nuestras vidas, felices como perdices.
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