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Elizabeth Zamora Cardozo
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Hacíamos una especie de danza que ahora con el paso del tiempo, cuando comprendemos la dimensión ancestral y simbólica de la historia familiar, se me hace danza ritual. Ahumar las hojas que mi abuela- con la destreza que tiene la gente del campo, -cortaba de las matas de cambur del patio de la casa, era parte del proceso. En el fogón preparado sobre la tierra, las hojas eran expuestas a la humareda que brotaba de la candela. En una punta tomaba la hoja yo, y en la otra Minerva, la tía de mi edad. Unos pasitos hacia adelante la una. Unos pasitos hacia atrás, la otra. Nos acoplábamos en un ritmo que unido al fogón, transformaba el color de la hoja en un verde nacido de la tierra. Con esa hoja “bailada” envolvíamos nuestras hallacas.
Para mí era un acto de magia mirar cómo el maíz sancochado se convertía en masa, y verlo salir por la rueda de aquella maquinita de moler color plata. Estaba atenta a cualquier motoncito sobrante para llevármelo al patio y hacer “arepitas”. Y con qué destreza molía mi abuela. La fuerza de sus brazos podía con todo. La misma con la que crió nueve hijos. Y también a mí, su nieta mayor. ¿Que trabajábamos mucho haciendo las hallacas? De eso me vine a dar cuenta años después. Para nosotros era una fiesta. Hacer sopotocientas y compartirlas con quien llegara a casa a “comerse una hallaquita” era parte del ritual.
En una mesa grande se cortaban los ingredientes para preparar el guiso. El rol de Minerva y yo, era tener listo el hilo para el amarre final. Ya después fuimos ascendidas a bailar la danza sagrada, aquella de “ahumar” las hojas. Hasta que estuvo con nosotros, por supuesto, la sazón del guiso, que fue siempre dirigida por mi abuela. El tendido también era algo muy delicado. La masa debía quedar suficientemente fina, suave al paladar, pero sin correr el riesgo de romperse cuando se envolviera el guiso. Mi mamá y mis tías mayores tendían la masa. Las menores colocaban el guiso sobre el tendido hasta hacer un montículo formado por una carne picada en cuadritos. Luego los adornos. En el oriente de Venezuela colocamos cebolla, pimentón y huevos en rodajas, también aceitunas y pasitas que los más chicos mirábamos extasiados como una de esas exquisiteces que sólo Diciembre traía a casa. Según las regiones del país, varían algunos ingredientes. No sé qué cara pondría mi abuela si le doy a probar las hallacas vegetarianas que este año hicimos mi amiga Alita y yo. Seguro que con un guiño de picardía, me diría: ¡ah! esta muchacha y sus cosas.
El amarre también era cosa de grandes. Para los venezolanos hacer hallacas no significa sólo la disposición de cocinar un laborioso plato navideño. Nos identifica como sociedad. Comprende una serie de elementos que condensan nuestra forma de ser. Nosotros los de familia grande. Los de las puertas abiertas para recibir a la gente y armar la fiesta. Cuando hacemos hallacas rendimos homenaje a nuestras madres. A la mamá grande. Ellas se eternizan en alimento para el cuerpo y para el alma. Se convierten en totalidad y eternidad a través de cada hallaca que preparamos. La mamá grande vuelve a casa cuando cada uno de nosotros la evoca. Hacer hallacas es alimentarse de familia. Hacer hallacas es mantener viva la memoria ancestral.
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