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Karl Krispin
El doctor y déspota José Gaspar Rodríguez de Francia, Dictador
Perpetuo del Paraguay, a pesar de su título en Teología y su lectura de
los enciclopedistas del siglo de las luces, resolvió que lo mejor para
el país que dominaba era que no tuviese contacto con el extranjero y
desarrollara una economía autárquica en la que el Estado decidiera
absolutamente todo. Todos los poderes estaban subordinados a su
autoridad y hasta el Congreso le ofició para evitarle molestias que sólo
se reuniría cuando el Supremo (él mismo) así lo decidiera. Huelga decir
que no tuvieron que convocarse sesiones ordinarias ni extraordinarias.
Era un individuo frugal, austero y no tuvo la ocurrencia de saquear el
escaso tesoro nacional del país porque era un tirano honesto, si tal
ridiculez cabe en una definición. Solía pasear a diario por las calles
de Asunción y las ventanas y puertas debían permanecer cerradas para que
nadie lo contemplara. Fue tal su obstinación en el encierro que Aimé
Bonpland llegó de visita y enseguida el dictador, que por cierto se
hacía llamar así sin escozores conceptuales, lo retuvo durante nueve
años. Hasta el Libertador Simón Bolívar le despachó una carta
amenazándolo con una invasión para que liberara al científico. A la
muerte de Francia en 1840 lo echaron al olvido y nadie por cierto tuvo
el dislate de inventarle un padrenuestro.
Las mal llamadas democracias populares del este de Europa entendieron
muy pronto que si no cerraban las fronteras se iría hasta el gato. Lo
mismo hizo el milagro fidelista convirtiendo a Cuba en un país sin
calorías, y sobre todo sin futuro. Del comunismo todos quieren
escabullirse. Escasean los casos de quienes escapan de Occidente rumbo a
Corea del Norte. Como no se trate de sadomasoquistas o yihadistas,
pocos se mudan a La Habana para reclamar su cartilla de racionamiento
prebiométrica. Al contrario de lo anterior, la chimbocracia nuestra no
ha tenido que recurrir para nuestro encierro a métodos tan infames como
clausurar las salidas. Le ha bastado con implantar la peor política
económica: hacerse el maula. Como el vivián, va firmando las cuentas sin
pagar con un “anótamelo ahí”. El tráfico aéreo es tan precario que se
ha vuelto a recurrir a la vieja costumbre de llevar y buscar a
familiares al aeropuerto gracias a las delicias de nuestra inflación
mugabista que ha encarecido todo, taxis incluidos. Viajar al exterior se
ha vuelto una excentricidad. Disfrutemos del corralito turístico.
Restringir las divisas porque ya no es posible generarlas acá con un
sector económico destruido, va generando una progresiva y dolorosa
involución. Ya ni siquiera estamos, como decía Francis Fukuyama,
“atrapados en la historia” sino al margen de la historia. No contamos,
no nos miran, ya no nos toman en cuenta. La rocambolesca promesa de que
nos convertiríamos en una potencia ha sido la broma más pesada de la
República. Vamos camino al pasado arrastrando los recuerdos de un
pretérito ahora luminoso en que al menos no se arrinconaba al sector
privado. Sólo abrazando el capitalismo y el libre mercado, saldremos de
esta reclusión. Sólo desmontando los controles y creando confianza con
un estado de derecho creíble, regresaremos al futuro. No digo que llamen
al economista Pedro Palma para consultarle: basta con que le pregunten a
su aplaudido funcionario, Rafael Ramírez, quien parece ser el único
sacudido en esta rochela antimoderna.
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