En: http://www.lapatilla.com/site/2014/10/28/orlando-viera-blanco-esa-no-es-mi-venezuela/
Orlando Viera Blanco
Por años he sido estudioso de nuestra cultura política y de nuestro
comportamiento grupal. Crítico y amante a la vez de nuestras
deficiencias y nuestras
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noblezas. He bendecido cada milímetro de nuestra humanidad, decencia y
talento, y he bendecido por igual, nuestra capacidad para superar
calamidades y atavismos. A nadie le quede la menor duda que saldremos de
este laberinto, tanto en lo espiritual como en lo material, político y
social. La pregunta no es con qué o con quién. Sobran. El tema es cómo y
cuándo… Y la respuesta es: al tiempo de reconocer lo que somos, y sobre
todo, lo que-no-somos, porque en mucho nos saboteamos a nosotros
mismos.
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La Venezuela en que yo nací y me crié, era esencialmente libre. Mi
infancia y mi adolescencia transcurrieron sin miedos ni reservas, entre
montañas, playas, musica y campos de béisbol. Eso es Venezuela: clima y
buena tierra. Nunca caminé con mirada sigilosa, atenuada o ansiosa,
temeroso que algo malo podía suceder, por lo que abordar un autobús,
comer un perraco en Plaza Venezuela o salir tarde de estudiar en
cualquier zona de Caracas, era vivir viendo . El Ávila -de Petare a La
Pastora- ha sido testigo de todos los avances y todos los retrocesos,
por lo que en esencia los venezolanos somos como nuestra montaña madre:
veedores heridos de una historia que sabremos sobrevivir. Cuántas
cicatrices comporta este gran macedonio del olimpo caraqueño. Cuántos
atentados incendiarios superados por la virtud de su inmensa vitalidad,
su irreverente vegetación, su potente ecosistema y la superioridad de
sus raíces ancestrales. Así somos. No sólo como la pasión libertaria de
Bolívar; como el estilismo de Miranda o la sabiduría de Bello, sino como
la tenacidad de Arichuna o Baruta, la contumacia de Catia o Conopoima; o
la rebeldía de Tamanaco o Guaicaipuro. Va por nuestra sangre la
gallardía de los Cumanagotos, los Quiriquires, Maiquetía o Mariches.
Somos un matriarcado como lo registra la encomienda a Baruta, hijo de
Guaicaipuro y Urquía, cuando su madre le dijo, al recibir el penacho de
plumas…”Sean estas plumas rojas el símbolo de la sangre de tu padre y de
tu pueblo derramadas por el invasor que viene a arrebatarnos nuestra
tierra. Defiéndelas con honor”. Y así vamos desde tiempos de indias,
librando guerras triunfalmente, por lo que ésta es una más, donde hay
que alertar, el adversario, somos nosotros mismos.
La Venezuela en la que yo crecí al extranjero se le invitaba a pasar
adelante… No se tocaba la puerta para secuestrar a nadie, cargar con una
vida u ofrecer sacrificios por venganza o hechicería. En la Venezuela
que yo crecí, mi padre visitaba sus pacientes en los barrios y
recorríamos el país parándonos en cualquier posada a medianoche, porque
de pronto el viejo quería ver un cotejo de Betulio González, peleando
contra un nipón a horario inverso… En la Venezuela que yo crecí, no
había odio ni sed de venganza. De pronto indiferencia y banalidad pero
no diferencias suficientes para justificar ofensas, persecuciones y
muertes. Porque esto de “patria, socialismo o muerte” no se corresponde
con nuestro culto a la vida, a la libertad y por la fe. La patria para
los venezolanos no consiste en un aguijón igualitario donde la cultura,
lo social o la justicia sean utilizados como justificativos de la propia
desviación cultural, social y de justicia, en el mar de la violencia
(no de la felicidad). Para los venezolanos que hemos transitado todas
las montoneras, las revoluciones son un instrumento vetusto, anacrónico,
vegetativo y peligroso, que sabemos a lo que nos conduce y a lo
que-no-nos conduce, porque es la negación de la paz, de la hermandad, de
la belleza, de la alegría y de la vida. En la Venezuela que yo crecí un
maestro o un magistrado no decían improperios, ni pública ni
privadamente. No nos íbamos a las manos por defender al Che o a Fidel, y
menos por un paquete de harina pan. Se deseaban los buenos días, se
trajeaba decentemente y había buena disposición a compartir mesa
improvisadamente. En la Venezuela que yo crecí, la bondad de Billos era
proporcional a la de sus guaracheros y la de su público; el amor de
Frank Quintero por su San Agustín natal, se sentía en la “dama de la
ciudad”; el sabor llanero de “Caballo viejo” era la representación de la
sabiduría coplera del tío Simón; la Onda Nueva de Aldemaro era un de
repente de un país moderno y cosmopolita, o la dulzura de María Teresa
Chacín o la potencia de la bravía Soledad, bañaban nuestro linaje como
lo hace el Churún Merú sobre la Amazonia, todo lo cual da fe de nuestro
corazón indómito. Como diría el positivista, Hipólito Taine: “Somos
tierra fecunda a la que vale la pena traer a los amigos ¡para compartir
la cosecha!”.
La Venezuela de hoy no es mi Venezuela, por lo cual es un accidente,
un mal momento, cuyas reservas históricas sabrán acrisolar. Y los
accidentes ocurren, pero también sanan y se superan, volviendo a ser,
como siempre hemos sido: como Tamanaco, como Soledad, como mamá y papá…
Falta poco y ahí nos volveremos a ver pronto, en el Ávila, de Petare
rumbo a La Pastora… No nos agredamos más.
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