Por Medina & Arenas.-
En los últimos meses, los latinoamericanos hemos presenciado varias campañas electorales presidenciales, algunas con resultados ya declarados oficialmente, otra a la espera de una segunda vuelta. Pero más allá de las condiciones económicas, políticas o sociales de cada país, de los juegos de poder y reglas que rigen los procesos políticos, se hace importante aproximar una lectura sobre el hecho político que representan estas elecciones para nuestra región.
Y es que una de las características que queda claramente destacada, es la increíble ventaja que significa en un sistema político presidencialista el hecho de optar por la reelección, o en todo caso, las condiciones favorables que plantea competir por un cargo que ya se ejerce. En nuestros sistema, donde el centro de la acción política, el peso del Estado se encuentra en el poder Ejecutivo y el resto de los poderes en muchos casos se presentan como iguales constitucionalmente, pero en la práctica, son profundamente influenciados por la figura presidencial, es evidente que reelegirse implica en sí mismo una ventaja frente a cualquier competidor. No importa qué tan fuerte sea su liderazgo, o su partido, cuánto peso tengan sus propuestas de cambio, la verdad es que para competir contra el actual presidente y sus gobierno, es necesario un esfuerzo extra, una masa enorme de voluntades para lograr el éxito.
La primera de estas contiendas la vimos desde muy cerca, en Colombia, donde Santos logró un triunfo a pesar de haber competido contra su esencia, contra aquella visión política de donde emergió cómo líder, en contra del ex presidente que le llevó a su primera victoria. No fue fácil, fue una campaña muy dura, llena de ataques, pero al final se impuso la reelección, por poco margen, pero se impuso.
Luego vino Bolivia, donde Evo Morales logro una considerable ventaja frente a una oposición dividida, que no pudo construir una propuesta atractiva, especialmente para los más pobres. Esta victoria se debió, según muchos analistas, a una consecuente mejora en la calidad de vida de los bolivianos y al crecimiento económico que ha experimentado esa nación andina. Sin embargo, la economía pareciera que no es el punto fundamental en esta ecuación para lograr una reelección efectiva. Y lo decimos por Brasil, un país que presenta un incremento sostenido de sus índices de inflación, enredado en grandes escándalos de corrupción, donde se realizó un mundial de fútbol con muchas críticas sobre su sistema y pocas alegrías; en fin, un país que dista en números macroeconómicos de sus pares andinos de Bolivia, Chile o Ecuador. Pues en ese Brasil, Dilma Roussef acaba de ganar, frente a una propuesta de cambio socialdemócrata. La heredera de Lula mantuvo su silla en el Palacio Do Planalto, con muy poco margen de ventaja, pero la mantuvo.
Por último, queremos resaltar el caso Uruguay, donde se espera una segunda vuelta electoral, y donde la reelección se presenta a manera de continuidad del gobierno, del proyecto político, con el agregado de que quien compite por el oficialismo es un ex presidente, alguien que en diferido estaría buscando reelegirse.
Estos casos dan a pensar que el gran problema que tendrían nuestros pueblos es eso de malo por conocido que bueno por conocer. Ese miedo intrínseco de nuestra sociedad frente a la posibilidad de experimentar un cambio, de mover las cosas, quitarlas o transformarlas. En el fondo pareciera que en nuestras sociedades se apuesta más a los cambios paulatinos. Frente a un mundo convulsionado, con nuevos problemas globales, pareciera que no se debe matar la culebra por la cabeza, que es mejor ir poco a poco.
Volteando la mirada a nuestra Venezuela, es capaz que mucho de este miedo sea motor para mantener lo que existe. ¿Me quitarán las misiones? ¿Vendrá la guerra? ¿Saldrán los colectivos a crear caos? Todas son interrogantes que, en negativo, muchas familias se hacen frente a la posibilidad de cambio. Pudiera ser que todavía falta estructurar una propuesta coherente, atractiva, pudiera ser, pero también está presente este fenómeno de dejar quieto al que está quieto.
Ver la elección de la próxima Asamblea Nacional como una vía para el cambio, pudiera ser una forma de transformar el modelo sin necesidad de llegar a este punto de decisión dramático. Esta se presenta como una elección de muchos, en los que se escogen más de una persona, que en su conjunto representan una posibilidad de cambio.
Gran parte de la oposición política nos jugamos esta opción, apostamos a cambiar desde las instituciones, de forma estructural, el modelo que otros han impulsado los últimos 15 años. Apostamos a que una mayoría contundente escoja este camino sin miedo, a que este modelo se cambie por pedazos, que cada circuito, cada municipio y estado, provoquen su pequeño cambio que en conjunto conquistan el cambio nacional. Intentar esta vía democrática, sobre todo cuando está elección no está vinculada en tiempos con la del presidente, significa alterar un modelo para lograr el cambio político, significa hacerlo poco a poco, sin sobresaltos ni caos, hacerlo en democracia, en un proceso participativo y vivo en cada rincón, hacerlo con muchos actores y propuestas. Al final implica no buscar la cabeza de nada, sino la transformación de un modelo desde lo institucional.
En los últimos meses, los latinoamericanos hemos presenciado varias campañas electorales presidenciales, algunas con resultados ya declarados oficialmente, otra a la espera de una segunda vuelta. Pero más allá de las condiciones económicas, políticas o sociales de cada país, de los juegos de poder y reglas que rigen los procesos políticos, se hace importante aproximar una lectura sobre el hecho político que representan estas elecciones para nuestra región.
Y es que una de las características que queda claramente destacada, es la increíble ventaja que significa en un sistema político presidencialista el hecho de optar por la reelección, o en todo caso, las condiciones favorables que plantea competir por un cargo que ya se ejerce. En nuestros sistema, donde el centro de la acción política, el peso del Estado se encuentra en el poder Ejecutivo y el resto de los poderes en muchos casos se presentan como iguales constitucionalmente, pero en la práctica, son profundamente influenciados por la figura presidencial, es evidente que reelegirse implica en sí mismo una ventaja frente a cualquier competidor. No importa qué tan fuerte sea su liderazgo, o su partido, cuánto peso tengan sus propuestas de cambio, la verdad es que para competir contra el actual presidente y sus gobierno, es necesario un esfuerzo extra, una masa enorme de voluntades para lograr el éxito.
La primera de estas contiendas la vimos desde muy cerca, en Colombia, donde Santos logró un triunfo a pesar de haber competido contra su esencia, contra aquella visión política de donde emergió cómo líder, en contra del ex presidente que le llevó a su primera victoria. No fue fácil, fue una campaña muy dura, llena de ataques, pero al final se impuso la reelección, por poco margen, pero se impuso.
Luego vino Bolivia, donde Evo Morales logro una considerable ventaja frente a una oposición dividida, que no pudo construir una propuesta atractiva, especialmente para los más pobres. Esta victoria se debió, según muchos analistas, a una consecuente mejora en la calidad de vida de los bolivianos y al crecimiento económico que ha experimentado esa nación andina. Sin embargo, la economía pareciera que no es el punto fundamental en esta ecuación para lograr una reelección efectiva. Y lo decimos por Brasil, un país que presenta un incremento sostenido de sus índices de inflación, enredado en grandes escándalos de corrupción, donde se realizó un mundial de fútbol con muchas críticas sobre su sistema y pocas alegrías; en fin, un país que dista en números macroeconómicos de sus pares andinos de Bolivia, Chile o Ecuador. Pues en ese Brasil, Dilma Roussef acaba de ganar, frente a una propuesta de cambio socialdemócrata. La heredera de Lula mantuvo su silla en el Palacio Do Planalto, con muy poco margen de ventaja, pero la mantuvo.
Por último, queremos resaltar el caso Uruguay, donde se espera una segunda vuelta electoral, y donde la reelección se presenta a manera de continuidad del gobierno, del proyecto político, con el agregado de que quien compite por el oficialismo es un ex presidente, alguien que en diferido estaría buscando reelegirse.
Estos casos dan a pensar que el gran problema que tendrían nuestros pueblos es eso de malo por conocido que bueno por conocer. Ese miedo intrínseco de nuestra sociedad frente a la posibilidad de experimentar un cambio, de mover las cosas, quitarlas o transformarlas. En el fondo pareciera que en nuestras sociedades se apuesta más a los cambios paulatinos. Frente a un mundo convulsionado, con nuevos problemas globales, pareciera que no se debe matar la culebra por la cabeza, que es mejor ir poco a poco.
Volteando la mirada a nuestra Venezuela, es capaz que mucho de este miedo sea motor para mantener lo que existe. ¿Me quitarán las misiones? ¿Vendrá la guerra? ¿Saldrán los colectivos a crear caos? Todas son interrogantes que, en negativo, muchas familias se hacen frente a la posibilidad de cambio. Pudiera ser que todavía falta estructurar una propuesta coherente, atractiva, pudiera ser, pero también está presente este fenómeno de dejar quieto al que está quieto.
Ver la elección de la próxima Asamblea Nacional como una vía para el cambio, pudiera ser una forma de transformar el modelo sin necesidad de llegar a este punto de decisión dramático. Esta se presenta como una elección de muchos, en los que se escogen más de una persona, que en su conjunto representan una posibilidad de cambio.
Gran parte de la oposición política nos jugamos esta opción, apostamos a cambiar desde las instituciones, de forma estructural, el modelo que otros han impulsado los últimos 15 años. Apostamos a que una mayoría contundente escoja este camino sin miedo, a que este modelo se cambie por pedazos, que cada circuito, cada municipio y estado, provoquen su pequeño cambio que en conjunto conquistan el cambio nacional. Intentar esta vía democrática, sobre todo cuando está elección no está vinculada en tiempos con la del presidente, significa alterar un modelo para lograr el cambio político, significa hacerlo poco a poco, sin sobresaltos ni caos, hacerlo en democracia, en un proceso participativo y vivo en cada rincón, hacerlo con muchos actores y propuestas. Al final implica no buscar la cabeza de nada, sino la transformación de un modelo desde lo institucional.
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